La Laguna es la segunda ciudad más importante de la isla de Tenerife, con más clase que la capital Santa Cruz. En la Fundación Cristino de Vera puede disfrutarse en estos días otoñales una exposición de un canario que vivió 16 de sus mejores años en Venezuela: Eduardo Gregorio
Sebastián de la Nuez
La Laguna es una ciudad universitaria con algunas buenas librerías y una juguetería que enciende todas las fantasías aletargadas en la calle Nava y Grimón. El sol de La Laguna rebota en piedras de basalto y nunca hiere. El aire fresco recorre sus calles desde la plaza del Adelantado hacia el Camino de las Peras, aunque en invierno ese aire suele lanzar agujas desde las fauces de un ventarrón. El casco histórico se resguarda de los automóviles, el ayuntamiento lo declaró peatonal. El lagunero, en líneas generales, no parece albergar preocupaciones. Su talante es afable, acolchado.
Las fotografías reducen lo visible a un rectángulo —aunque eso ya no es tan cierto con los últimos artilugios inventados—, como dice Antonio Tabucchi; por eso es mejor ir a la calle San Agustín y verla panorámicamente desde que entras a ella con los ojos bien abiertos para recorrerla sobre sus losas y meterte en sus caserones de piedra y madera con patios centrales frescos donde suele crecer un drago. Tras las fachadas, las estructuras han sido reacondicionadas por un ayuntamiento que se preocupa por la memoria urbana y algunas entidades privadas que colaboran. Este centro histórico de La Laguna fue declarado patrimonio cultural de la humanidad por la Unesco en 1999.
Los “guiris” (así llaman localmente a los turistas, por lo general alemanes e ingleses) deambulan de un lado a otro, a veces arreados por sus guías. En la San Agustín están el obispado, la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife y este museo pequeño, de dos plantas. Lo financia CajaCanarias. En lo alto se encuentra la colección permanente con la obra del artista plástico Cristino de Vera, cuyo nombre lleva la Fundación y museo. De Vera nació en 1931 en Santa Cruz de Tenerife; es tenaz con su plumilla, con sus cráneos de la muerte que no deben significar —no necesariamente— fatalidad y olvido sino remanso, con esa manera de hacer diáfana la quietud. “Quisiera, en mi trabajo, que todo tuviera un aire poéticamente remansado”, dice o escribe. También dice o escribe una paradójica e inquietante verdad:
El arte es una defensa del miedo, de la oscuridad y de la muerte.
Cree que la luz y la sombra de la naturaleza hablan con él. En una de las salas el visitante puede sentarse a ver un audiovisual de casi 45 minutos que lo retrata escudriñando sus rituales de trabajo y su vida junto a la mujer que parece inspirarlo. Ha sido muy influido por El libro tibetano de los muertos.
Sin embargo, en la planta baja del número 18 de San Agustín es donde se halla la médula de esta nota: la exposición de Eduardo Gregorio, artista grancanario fallecido en 1974. El hombre fue un portento. Viejo amigo del venezolano Carlos Cruz-Diez, quien le sugirió en 1956 su traslado a Caracas, en aquellos tiempos en que el franquismo hacía de España una pieza destartalada y mediocre dentro de aquella Europa no menos destartalada y traumatizada. Esta muestra —alabastro, cinetismo, óleo, ébano, gres— reafirma su talento multifacético. Se llama “Visibilidad de un escultor invisible”.
Dieciséis años entre Caracas y Valencia, participando en salones (como el Arturo Michelena) y muestras colectivas e individuales (en el Museo de Bellas Artes, en la GAN), ganando prestigio y honores, haciendo amigos venezolanos y no venezolanos dentro de un país en efervescencia que acogía a quienes llegaban a él desde los espinosos arrabales de la desolación.
Hoy es otra la historia. Cruz-Diez, en su búnker de Ciudad de Panamá y con sus 93 años, quizás recuerde aún con afecto a este viejo amigo que se marchó hace muchos años.
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