Extracto de un texto titulado originalmente “La enseñanza”. Fue escrito por el pedagogo, museógrafo y diseñador Miguel G. Arroyo C. hacia 2001, para un libro de memorias que nunca terminó. Transcrito por su viuda, Lourdes Blanco. Se reproduce esta parte (pero hay cosas también muy interesantes en el resto) en razón de sus comentarios sobre Alejandro Otero, la Librería Magisterio y sus primeros acercamientos al ejercicio de la educación de la mano de Luis Beltrán Prieto Figueroa
Miguel Arroyo
A mi regreso a Caracas, a principios de la década de los cuarenta, visitaba con frecuencia la Escuela de Artes Plásticas y Artes Aplicadas de Caracas. Allí empecé a conocer a una buena parte de los alumnos e hice amistad especialmente con Alejandro Otero, en cuya obra veía la presencia del pintor.
En esos momentos Alejandro, por no haber viajado, conocía muy pocas obras de los pintores modernos; entonces no perdía oportunidad de preguntar a los que sí lo habían hecho cómo eran, en verdad, las obras de los pintores que él admiraba, cómo estaban hechas y qué tamaño tenían; y, buscando reproducciones, preguntaba si el color era exacto o sólo aproximado, si lo que él había interpretado como empastes lo eran, si las transparencias eran tan acentuadas como podían verse en algunas reproducciones, en fin, que había que hacer un tratado para contestar a todas sus preguntas. Sabiendo que el pintor moderno que más le interesaba era Picasso, le mostré el catálogo de la exposición Picasso, cuarenta años de su obra (Barr, Alfred H. Jr. Picasso. Forty Years of his Art. New York: The Museum of Modern Art, 1939). Y creí que su entusiasmo lo enloquecería. Se lo presté y durante dos semanas no tuvimos otra conversación que no fuera la pintura de Picasso.
Al poco tiempo de estar en Caracas conseguí, no recuerdo cómo, un trabajo en la sección de Control de Presupuesto del Ministerio de Educación, y como la Librería Magisterio me quedaba a sólo media cuadra, la visitaba con bastante frecuencia. Así hice una buena amistad con su dueño, el doctor y educador Luis Beltrán Prieto, y sucedió que un día mientras tomábamos café en un botiquín de chinos me dijo que estaba pensando en hacer un nuevo mobiliario para su librería, y de la manera más inesperada me preguntó si yo aceptaría diseñarlo. Me quedé mudo. ¿De dónde sacaba el doctor Prieto que yo podía diseñar toda una librería? Yo había diseñado algunos muebles, había hechos dos escenografías, y había realizado unos pocos arreglos de interiores pero, ni en sueños, había imaginado diseñar toda una librería. Cuando al cabo de un silencioso momento me recuperé del asombro, le dije que lo pensaría.
Pasada una semana de gran conmoción interna, le dije que sí lo haría, y después de tomar medidas y sin preguntarle qué cosas debía tomar en cuenta para el buen funcionamiento de una librería, hice la planta de distribución y comencé los diseños.
Poco tiempo después, Gabriel Bracho, con quien también había hecho amistad y quien pensaba viajar a Chile y permanecer por algún tiempo en ese país, me propuso como suplente en las clases de Educación Artística que él daba en el Liceo de Aplicación, anexo al Instituto Pedagógico Nacional. Su proposición fue aprobada y luego de varios meses me cayó la responsabilidad de dar clases de dibujo e historia del arte en uno de los mejores liceos de la ciudad.
Las clases de dibujo no me preocupaban, pero sí la metodología a usar en Historia del Arte. Leí el programa y me tranquilizó saber que había visto, con detenimiento y con gozo, muchos originales de las civilizaciones, culturas y estilos sobre los cuales tendría que hablar. Lo que más me preocupaba era determinar el tiempo de cada oración —en la clase— una vez determinado el número de temas a tratar, la duración del año escolar y las imprevisibles preguntas de los alumnos y las contestaciones al interrogatorio que les hiciera.
Le concedí entre cinco y diez minutos a estas intervenciones y escribí una clase que, sin tomar en cuenta la proyección de imágenes, durara treinta minutos.
Hice una prueba que me dejó ver que el tiempo para las proyecciones era muy reducido y decidí consultarlo con el doctor Prieto. Este, después de decirme que se alegraba de que tomara el camino de la enseñanza, escuchó todas mis interrogantes y, cuando terminé, me dijo:
Creo que tienes dos caminos: o acelerar tu modo de decir o disminuir el tiempo de lo oral para dárselo a las proyecciones, pues un propósito muy importante de la Educación Artística es el de enseñar a ver y eso, en este caso, solo puede hacerse con imágenes. Ahora, como te vas a iniciar, es indispensable que pruebes, que observes la reacción de tus estudiantes, verifiques lo asimilado y corrijas lo que haya que corregir.
Así terminó una conversación que alejó mi temor a no hacerlo bien y que me dio mucho ánimo. Otro personaje que me dio muy buenos consejos y que me estimuló para que aceptara el cargo fue el educador Pedro Arnal.
Una vez comenzadas mis clases y cada vez que tenía tiempo visitaba la Librería, y una tarde (era 1945) cuando conversaba con el Dr. Prieto, como casi siempre sobre problemas educativos, llegó a la librería Rómulo Betancourt. El Dr. Prieto nos presentó y luego de algunas palabras amables, Betancourt le dijo a Prieto: “Tengo algo muy importante que hablar contigo”. Se sentaron en el sofá y comenzaron a hablar en voz muy baja. Yo, que me había puesto a hojear algunos libros, me di cuenta de que estorbaba, me despedí y me fui.
Poco tiempo después sospeché de qué habían hablado, pues fue en octubre de ese año cuando se produjo el golpe militar que derrocó al presidente Isaías Medina y que llevó a la Junta Revolucionaria de Gobierno a Rómulo Betancourt, a Luis Beltrán Prieto, Gonzalo Barrios, Raúl Leoni y a otros dirigentes del partido político Acción Democrática.
Fotografía: Juanito Martínez Pozueta. Cortesía de la Biblioteca Nacional de Venezuela, Archivo Audiovisual. Fecha: hacia 1944.
LEA MÁS SOBRE MIGUEL ARROYO EN ESTA ENTRADA.
Deja una respuesta