El escritor Antonio de la Nuez Caballero publicó este texto sobre el artista plástico Eduardo Gregorio en el periódico La Provincia (Las Palmas de Gran Canaria) el 20 de junio de 1974. Más allá de sus apreciaciones personales sobre el artista y amigo, en esta reseña revive la Caracas de El Conde antes de que existiera Parque Central, donde una vez hubo una casa con un galpón donde Gregorio construía vasijas, mujeres, vírgenes, crucifijos, ángeles, nubes
Antonio de la Nuez C.
Largos años sin saber por dónde andaba hasta que en uno de esos vuelos que hacía desde Maracaibo a Caracas, allá por el año 1957, me encuentro con que Eduardo Gregorio se ha convertido en el premio nacional de escultura de Venezuela, con medalla de oro, en el XVIII Salón Oficial Anual de Arte Venezolano, con un alabastro que veo ahora, con los ojos del recuerdo, eternamente puesto en la galería descubierta del Museo de Bellas Artes de Caracas, con la entrada a la Cinemateca a la derecha y la malanga, los papiros, los juncos y algunas flores de mayo a la izquierda, mientras al fondo, en un simbólico presentimiento de cerámicas, la enorme colección de arte oriental que Miguel Otero Silva, el novelista, donó al museo tiempo después del premio de Eduardo.
La escultura es «casi» una virgen con el niño y la graciosa curva de las tallas góticas. Pero aquí hubiese dicho Sartre, con más razón que nunca, que se había mutilado al tiempo, pues una larga suavidad de transparencia inusitada sirve de halo a toda la escultura. Por entonces quise publicar, entre otras cosas, un libro de versos que sirvieran de peana o ilustración literaria a cada una de las esculturas de Eduardo. Por supuesto que esos versos se han perdido o no llegaron nunca a existir. Hoy todo el barrio donde vivió Eduardo Gregorio en Caracas, y donde después vivieron Juan Jaén y Juan Ismael, y adonde también solía acudir otro artista —y uno de los orfebres más cotizados de Venezuela—, José Bravo, ha desaparecido. Pero yo lo transité en busca de Eduardo Gregorio muchas veces. Allí llegaba desde mi antiguo cuarto de pensión en la ciudad de Santiago de León, entre las esquinas de Cipreses y Hoyo.
El taller de Eduardo estaba en la antigua Tipografía Vargas, que había sido nidal de la revista Élite, bandera de combate de la generación de 1928 venezolana. Aquel lugar es hoy un caos de gigantescos rascacielos, una verdadera ciudad dentro de la ciudad, después de haber quedado durante muchos años desmontado, como campo de Agramante. Allí reanudó Eduardo su labor de ceramista que ahora da esta extraña floración de colores y detalles, y recuerdo cómo me explicaba todos sus problemas para llegar a los grados necesarios para obtener las piezas. Muchas muestras vi en sus manos de sus primeros intentos, y me quedaba admirado de la belleza que ya tenían (aunque el escultor los consideraba como puros ensayos deleznables), con sus matices, sus cambios, sus verdaderos sancochos de barro, entre las manos siempre detectoras de la falla que pudieran tener. Otra vez volví a perder de vista a Eduardo Gregorio en la época en que se trasladó a los valles centrales y residía entre Valencia del Rey y Maracay, capital del estado Aragua. A Maracay sé que nos fletamos una vez en algún carro de un amigo o en un carrito por puesto, porque habíamos quedado en vernos en una exposición que se había abierto en la vieja capital de Juan Vicente Gómez.
Seguía teniendo noticias de Eduardo, pero fue la última vez que lo vi en Venezuela. Ahora, en Tahor, su cerámica es una inmensa floración de verdes, azules, rosa, sienas, punteados, lacas, negros, estrellas y un verdadero firmamento de curvas infinitas. La mayoría de los autores contemporáneos —y perdone el lector la facilidad con que paso del mundo plástico al de la literatura—, la mayoría de los autores contemporáneos, digo, Proust, Joyce, Dos Passos, Faulkner, Gide, Virginia Woolf, cada uno a su modo ha intentado mutilar el tiempo, como decía Sartre en 1938. Como puede comprobar cualquiera, esa labor ha continuado: Vargas Llosa, García Márquez, Joan Benet, José Donoso… se puede decir que no hay nadie que por lo menos no lo haya intentado. Algo así parece que ha ocurrido con la escultura en Eduardo Gregorio, cuando eleva su vuelo de Luján Pérez a Arp pasando por Juan Carló y los indios del valle de los Caracas.
Y esa fue la primera impresión que tuve al descubrir en las páginas de Gaceta de Arte —cuyo nombre debería respetarse escribiéndolo gaceta de arte, con minúsculas, como ellos lo quisieron— el pavo en piedra que yace ahora en un jardín de la isla entre cipreses, mirtos y arrayanes, pero que para mí fue entonces como una ventana abierta hacia el mundo de los volúmenes en las columnas de Agustín Espinosa, en aquel primer encuentro de Gaceta de Arte y Luján Pérez en el parque del Hotel Santa Catalina.