Un presente mágico

Portada del libro que contiene el relato «Un presente mágico», ya un poco ajada por el tiempo. Perteneció a Antonio de la Nuez.

Este es uno de los relatos plenos de memoria, costumbrismo y melancolía que teje Mariano Picón Salas y que contiene el libro Viaje al amanecer dentro del capítulo «Días de miedo». Se ha escogido para ilustrar la fuerza evocadora de este escritor venezolano que contribuyó a consolidar una manera de narrar en venezolano

Es una mañana en que el viejo doctor Pérez, compañero de mi abuelo, revestido de su respetabilidad, sus barbas y su ciencia médica, se dignó venir a verme y recomendó como la más urgente medicina que me abrieran bien las puertas de mi habitación y que me libraran de aquel fardo de cobijas entre las que transpiraba penosamente. En cuanto a la dieta ─según el doctor Pérez─, había sido también excesiva.

—¿Te gustaría comer un pollo, muchacho?

Y su boca finge el gesto entre apetitoso e irónico de quien saborea de antemano tan perfumado manjar.

Sentado cerca de la ventana, cuenta a mi madre y mis tías alguno de sus viejos recuerdos de médico.

—La costumbre de abrigar demasiado al enfermo y de mantenerlo en un cuarto cerrado ─dice el doctor─ es muy colonial y merideña. Cuando llegué a ejercer a Mérida tuve que luchar contra esa maña y contra los tratamientos horrendos, muy comunes, entonces, en los campos, como el de dar bosto de vaca con leche hervida a los enfermos de sarampión, y el hábito aún más repugnante de los “confortativos”. Se pensaba que colocar un sangriento trozo de carne cruda sobre el estómago del paciente era la mejor manera de fortalecerlo, ya que según ellos la fuerza entra por los poros. Y no les describo el olor que reinaba en esos cuartos cerrados y la nube de moscas que había que espantar.

—Pero, doctor, ¡qué ganas de producirnos asco! ─dice tímidamente mi madre.

Y el doctor, que alardea de lo que pudiera llamarse su humanismo materialista y que trata a la gente con la brusquedad a que lo autorizan sus años, replica con ironía:

—El asco es para mí uno de los síntomas de la degeneración de la especie. Nuestros antepasados, que eran más fuertes y vivían en un medio más rudo y menos artificial, sentían asco por muy pocas cosas. Aceptaban alegremente la vida con sus buenos y malos olores. Eran menos sensitivos a lo que nosotros llamamos la grosería. Yo todavía alcancé a conocer en la Mérida de los años sesenta algunos veteranos de las guerras de Bolívar, nada menos que al tío abuelo de ustedes, el coronel Riolid. Su pierna de palo ─reliquia de las batallas por la Independencia─, el gran costurón que le agrietaba la cara, su apetito devorante, las borracheras con que celebraba cada 5 de Julio y sobre todo sus palabrotas gruesas y sus cuentos llenos de pimienta, eran famosos en la Mérida de entonces. Y cuando el viejo, ya de 90 años, se acostó para morirse, y en su habitación por todo adorno se veía un catre de cuero sin curtir, un gallo amarrado a la pata del catre ─porque el viejo era gallero─ y el espadón con que dizque peleó en Ayacucho, y fueron los cultos sobrinos a preguntarle si quería disponer sus últimas voluntades, el coronel dijo por toda respuesta:

—Lo único que tengo que dejar, por si alguien quiere recibirlo como herencia, es este cuerpo que ha pecado y ha alborotado por todos sus órganos; esta boca que ha dicho tantas malas palabras, estas manos con que he domado caballos, coleado toros y trompeado hasta sacarle sangre a tantos sinvergüenzas. ─Y como el viejo se entusiasmara en su discurso y siguiera con otras descripciones de más subido color, hubo que advertirle que se moderase por respeto a la parentela femenina que había venido a visitarlo. Como el cura inquiriese si se arrepentía de todo corazón y si estaba preparado para presentarse ante Dios, agregó el viejo:

—¡Qué voy hacer, mi pobre cura, sino entregarla! No me queda derecho de pataleo. Ese Dios es el único general con quien no se puede pelear. No es posible armarle bronca como a otros a quienes yo dejé chiquiticos.

Uno de sus sobrinos le preguntó si necesitaba algo más y no fue menos oportuna la respuesta:

—Que me traigan mi cajeta de chimó para gozar con la postrera mascada. Ese el único placer que le queda a un viejo de 90 años.

Se quedó muerto el coronel sobre su lecho de cuero crudo, junto a su gallo de pelea y su gran sable de Ayacucho. Antes manchó la pared con sus escupitajos de chimó; y yo no pude sino sentir hermosa la manera casi animal, viril, llena todavía de vida y de sangre violenta, con que el viejo se doblegaba. Era yo entonces un mediquito recién graduado, con mis anteojos, mis palabras raras y mi poco de pedantería y me juzgué muy pequeña cosa ante este viejo ─representante de una raza superior, con mucho “tabaco en la vejiga”─ que se nos estaba muriendo…

Pero dejándonos el sabroso regusto de su charla, ya el doctor Pérez se va:

—En cuanto al muchacho, ya lo saben. Nada de arruñuños de mujeres. Ábranle bien las puertas para que penetre todo el sol; quítenle esas cobijas y denle ya su alimentación sustanciosa. Cuando se mejore, que no se cuenten cuentos de espantos y de curas que penan; que no lea tampoco libros, que ya tendrá tiempo bastante para leer, y para descubrir como el sabio que no hay nada nuevo debajo del sol. Que haga ejercicio y se bañe diariamente en el río Albarregas que baja del páramo con sus aguas suficientemente frías; que se agarre a piedras con otros muchachos y que hasta salgan con su flecha a matar pájaros por estos lindos cerros de Mérida. Ya sé que los moralistas aconsejan no matar los pajaritos, pero el hombre es lobo del hombre y de los demás seres, y en este país nuestro quien no es capaz de un poco de crudeza y violencia, está perdido.

Y merced a la terapéutica del doctor Pérez, un sol ─un magnífico sol─ que hasta ese momento no descubrí que fuera tan brillante, bañó todo mi cuarto. Como saludable complemento se oyeron esa mañana en el corredor los pasos y las palabras alborotadas del Mocho Rafael. Al saber que estaba enfermo, el Mocho Rafael llenó las enjalmas de su buey carguero con las mejores frutas del campo ─con guamas, cambures, parchas y caimitos, con una enorme badea de delicioso aroma─ y vino a ofrecérmelas como el exótico presente de un rey Mago. El Mocho Rafael tiene su propia teoría sobre las enfermedades:

—El estómago se estraga con todas esas cosas que se comen en la ciudá. Y hay que comer entonces cosas verdes, cogiditas de la mata. No hay mejor refrescante que una badea o una guanábana; limpia el estómago y enfría la calentura.

Agrega a su apetitoso obsequio el Mocho Rafael un menudo y fulgurante periquito, pequeño y delicado casi como un juguete, que franciscanamente sostiene en una mano a guisa de horqueta.

—Cuando estaba cogiendo la fruta pa que se refrescara el niño, pasó volando camino del maizal una bandada de pericos apatusqueros. Y este iba detrás, pequeñito, como tratando de alcanzar con su vuelo corto a los loros más veteranos. Yo tengo mis mañas pa los animales; dejé que llegaran hasta el maizal y andando a gatas ─como cuando voy a cazar perdices─ logré agarrarle. Me echó el muy tuno su picotazo; salió con ese rezongo y ese guirigay de los loros maiceros que no han visto gente ni tratado con cristianos, pero yo le hice piojito, piojito, en la cabeza; le silbé una canción hasta que se quedó tranquilo. Por el camino le venía diciendo: “¡Ah, lorito condenado! ¡Bendita sea tu suerte! Ahora sí que vas a comer sabroso, sin tener que seguir a los parientes tuyos por esos barbechos quemados por la canícula. En la casa del niño, cuando menos, te darán bizcochuelo con mistela dulce pa que sueltes la lengua y aprendas a decir cosas bonitas como los loros bien educados”.

Y dejándome sus presentes de cobrizo Rey Mago, el Mocho Rafael (porque no le permiten hablarme mucho) se despide animándome:

—Ahora, niño, a ponerte bueno pa que uno de estos días vayamos a la hacienda y nos bañemos en el pozo; pa que aproveche de una cosechota de frutas que hay en el potrero, pa que monte en su caballito moro que lo tiene muy abandonao y lo larguemos en volatería por esos campos. Y enséñemele a hablar fino al lorito.

Y en mi cuarto de niño enfermo está como un reflejo del sol, de la fulgurante verdura de los valles calientes donde espigan el maíz y los cañaverales, el río tropical corriendo entre su vega de cañas bravas; está con el topacio de sus ojos y la esmeralda perfecta de su plumaje, el hermoso pájaro. Le acaricio como el más luminoso juguete que encantara mi infancia. Pero de pronto en un chillido áspero dijérase que expresa la nostalgia de su perdido aire libre, de aquella bandada de loros viajeros que llevaban por los soleados campos toda la ardiente algarabía del verano. Y apenas picotea la escogida ración que yo le ofrezco.

—El lorito se está poniendo triste —dice una de las sirvientas.

—Amaneció muerto en la jaula. Estos pericos de tierra caliente extrañan y se enferman cuando se les traslada a la tierra fría.

—Si quieres conservarle —dijo mi padre— se lo llevamos a don Salomón para que lo disequen. Don Salomón hace eso con los azulejos, los colibríes y las mariposas.

Y don Salomón, un simpático viejito ornitólogo, que exportaba a Europa y a los Estados Unidos las mariposas y los pájaros de nuestras tierras nevadas, me lo devolvió dos días después como una cosa ya hueca, rellena de algodones. Extinguido el pasajero encanto luminoso, con la volubilidad y hasta la crueldad de toda infancia, otros sueños y otras inquietudes comenzaban a desasosegarme.

Mariano Picón Salas