Me gusta Caracas

A finales de los años sesenta, mientras trabajaba a las órdenes del general Rafael Alfonzo Ravard en el departamento de Relaciones Públicas de la Corporación Venezolana de Guayana, Antonio de la Nuez Caballero —escritor, profesor de Lengua y Literatura en España y Venezuela, autor de La isla— colaboraba con el periódico La Verdad donde mantuvo, por un tiempo, la columna «Desde mi cabeza hueca». A esa columna pertenece el siguiente texto dedicado a Caracas, que por entonces terminaba de salir de un terremoto y de las festividades por su Cuatricentenario. Este artículo lleva fecha del 18 de enero de 1968

 

Antonio de la Nuez Caballero

Me gusta Caracas con su luz y sus sombras, con su risa y con su llanto, con sus hediondos rincones y con sus perfumadas alamedas. Me gusta con sus verdes, sus morados, sus lilas, sus naranjas y sus grises. Con sus azules y sus rojos. Ver cómo desfilan las interminables colas de carros por sus grandes avenidas desde lo alto de cualquier edificio del este. O ver en el oeste cómo deambulan los autobuses por los veinte mil vericuetos del 23 de Enero, enlomado, gigantesco, multicelular, escueto, coloreado, de leyendas cercanas hechas a flor de labio de ametralladoras y metralletas. Me gustan sus casonas, sus palacios amarillos, sus apamates lilas, sus bucares rojos, sus sombras, sus enormes cunetas, su girar de luces, su incesante vida al borde mismo de la tragedia del amanecer.

Me gusta desde las alturas, como un nido de palomas, cerca de elefantes blancos, de tigres rayados de Bengala, de lapas, de mapanares, de langostinos en salsa. Sus clubs con ambiente de todos los países, su estilo colonial y sus chaguaramos, sus muebles oscuros, sus imitaciones y sus cosas auténticas; sus reconstrucciones, vacilaciones, cardenales y presidentes.

Me gusta, con mezcla de razas, su yuxtaposición de clases sociales, el colonial prócer y realista, independiente y fernandino; el multitudinario compuesto de apellidos del centro de Europa con resonancia de novela policíaca; los norteamericanos de ejecutiva solera del otro día, el clan del maíz y de las areperas; el clan de los intelectuales, los veinte mil clanes intelectuales que excluyen a los demás señalándolos con el dedo junto a una copa de mentiroso ajenjo. El patinaje, las idas a la Colonia Tovar, los rascaditos de la Plaza Miranda, el tufo de las taguaras, el ambiente de café, cerveza y tinta de los periodistas, los fotógrafos de prensa, las películas de cortometraje comercial con vasos de alcohólico contenido avenístico en la mano.

Me gusta la Caracas de los congresos internacionales, de los pasos lentos por las grandes cacerolas y bucentauros sagrados de los Próceres; el mundo ruidoso de sus discotecas, el mundillo del Ateneo, el Museo, las empresas, la radio, los bancos de amplios salones y doradas ventanillas… me gusta la Caracas de la abundancia del oro y la de la abundancia del níquel. Me gusta la Caracas que veo, adivino, presiento en los antiguos planos, quejumbrosa de caballerías, legendaria de aparecidos, rodeada de campos, de élitros, de serpientes, de huertas y lejanas alquerías, de revoluciones montunas… y la Caracas guzmancista. O la que quedó prendida en un solo girón: en los estandartes del ayuntamiento de los días en que se proclamaran reyes de España e Indias Carlos III y Carlos IV. O aquella otra de la Gran Colombia, ilusoria, luminosa, auroral, atropellada por los espadones ególatras. La Caracas que adora y que rechaza a todo dueño. La Caracas que se sube por los cerros incendiados de ranchos, o la de vericuetos charnequiles, al sur del Guaire, o esta misma del Guaire actual, con el compás de las máquinas que nos han acostumbrado al lento hundirse de las tablestacas en el terreno blando, agrietado, pulverizado, sismológico de Caracas cuyo Cuatricentenario acaba de morir. Esa Caracas que reflejan las caricaturas y la que se derrama y se hincha de esnobismo en cien mil salas de pintura y en cien mil manifestaciones culturales inacabadas donde un puñado de héroes recuerda, resiste, renueva y repule lo que los demás destruyen, diferencian, olvidan o destacan.

Me gusta la Caracas nocturna, llena de misterio, escorzos, luces rojas, interminable perimetraje de luces rojas −ríos por las avenidas, tormentas sobre el Ávila, tahúres, máscaras en carnavales, penitentes en Semana Santa, poetas por las esquinas, emigrantes desempleados, artistas que mueren ahorcadas, televisores encendidos—: la Caracas nocturna en la batahola de una batalla naval, donde todos nos conocemos: embajadas, ministerios, plazas, paseos. El hampa que lucha y la policía, los cuerpos armados, las revoluciones lejanas y cercanas, las huelgas de autobuses y las de quienes vamos a pie, siempre a pie, mientras los escritores en sus altas ventanas escriben, los ángeles de papel se mueren por los altos barandales y hay muchos queriendo salir, entrar, subir, bajar, en autobuses, en aviones, en avionetas… La Caracas que he vivido y la que vivo.

Me gusta Caracas. Pero lo que no aguanto ni soporto ni admito como caraqueño integral, intransigente, intranquilo, impenitente, inadmitido e inadmisible ─porque no he nacido aquí─ es que la sigan llamando la Sultana del Ávila y la de los techos rojos.