El eterno presente republicano

José Luis Escohotado frente a la obra que recuerda a los presos de Fyffes.

En Santa Cruz de Tenerife funciona la Junta Republicana de Canarias y está ligada a un partido político que al menos tiene un concejal en el ayuntamiento respectivo, Ramón Trujillo. Tras la JRC hay un grupo de señores ya de cierta edad que cada 14 de abril hacen un acto en memoria de aquellos que sufrieron la prisión de Fyffes (funcionó desde 1936 a 1942). La Segunda República, durante la cual estalló la Guerra Civil española, sigue siendo una esperanza, una utopía, una razón de lucha o al menos una excusa para reunirse y hablar mal del gobierno de turno, y de la Transición

 

Sebastián de la Nuez

Dijo un poeta chileno, Germán Carrasco, que el tiempo es incesante y deleznable; otro, el venezolano  Luis Moreno Villamediana, que actualidad y obsolescencia van juntas. Ambos fueron citados por el ensayista Gustavo Guerrero en una charla en Casa de América (Madrid) el año pasado, al hablar de las poéticas del eterno presente.

Es verdad que hablar del tiempo y de lo efímero resulta en una infinita paradoja pues el presente, corriendo a velocidad supersónica, lleva consigo fugacidad y espejismo más lo que le viene desde atrás, que son las contradicciones arrastradas y las energías supervivientes.

El republicanismo español es, cómo no, toda una energía.

Como en los buenos libros de Historia o en los periódicos amarillentos de provincia, el pasado anda vivito y coleando; lleno, eso sí, de aristas y recovecos que se solapan o permanecen en zonas de penumbra. Del pasado puede que desaparezcan muchas pruebas físicas, pero no la memoria que de ellas quedó, en sus hombres, y que hacia los hombres va saltando generaciones. La Segunda República española, aun cuando haya sido arrasada por el tiempo y por la contumaz hegemonía dictatorial, permanece. Fue proclamada en 1931 aprovechando la debilidad del último gabinete de la monarquía, que presidía el almirante Aznar. Y fue recibida, según la literatura folletinesca del franquismo, “con gran algazara popular y aires de carnavalada” el 14 de abril de ese año. Agrega esa literatura falangista:

Fácil era prever desde sus comienzos el rumbo a seguir del nuevo régimen, mangoneado por un grupo heterogéneo integrado por  resentidos, socialistas y masones.

En el rostro de buena persona de José Luis Escohotado no parece haber resentimiento alguno, desde luego. No hace mucho perdió a su mujer. José Luis vive todavía esa ilusión por un ideario de justicia en libertad plena. Pasea por las ramblas de Santa Cruz de Tenerife un día entre semana, sin prisas. Parece ir a contracorriente de los tiempos que corren. Señala y explica. Señala el lugar donde estuvo la infesta prisión de Fyffes. Explica ese monumento a propósito de Fyffes ahí en medio de lo que antes se llamó Paseo del Generalísimo o algo parecido.

La Segunda República sigue presente, de algún modo. La Guerra Civil no cesa en esta España donde ahora se discute si se exhuma o no el cadáver de Franco en el Valle de los Caídos; se han publicado unos 22 mil títulos en torno a la guerra, sobre todo novela, memoria y ensayo. Hay una ley de la memoria histórica que es motivo de manipulación política y disputa entre el Partido Popular y el PSOE, el partido de Felipe González.

José Luis Escohotado nació en El Escorial pero hace cincuenta años ancló en Tenerife. Cada 14 de abril, él y un puñado de militantes de la República se juntan allí mismo, alrededor de esa escultura tan abstracta como abstrusa. Suena a ingenuidad nostálgica pero es una ingenuidad viva, en pleno desarrollo.

En esta arbolada vía que conecta los lados sur y norte de la capital isleña, descansa a un lado la obra metálica que representa —sin mucho arte y con poco salero— el martirio que padecieron unos dos mil reos del franquismo en la prisión de Fyffes, que quedaba ahí mismito, enfrente, donde hoy se alza ese edificio residencial con su patio ajardinado y el parqueadero de coches último modelo. Fyffes fue arrasada, porque era una ignominia y porque esos terrenos adquirieron enorme valor inmobiliario, pero vive o sobrevive en José Luis y en sus amigos. Guarda José Luis en una de las estanterías de su apartamento, que dista unas siete manzanas de la Rambla, un ejemplar de La prisión de Fyffes, de José Antonio Rial. Rial, quien estuvo ligado durante muchos años al diario El Universal y al grupo teatral Rajatabla, se exilió en 1950 en Venezuela. Estuvo privado de libertad durante siete años en Fyffes. El personaje que se inventó para su novela, un alter ego de sí mismo, se llama Mauricio. Describe a la prisión como un húmedo y superpoblado antro, profundo, alumbrado por mezquinas bombillas altas. Dice que de los muros y de los tirantes de hierro del tejado, en múltiples aguas, colgaban ropas, trapajos y objetos polvorientos. Que la primera impresión, al entrar, era la de  haber descendido a un pútrido submundo de cloacas y canalillos donde cientos de sujetos desarrapados se agitaban, inquietos y expectantes.

Olía intensamente a humedad y a pan agrio (…). Aunque el techo era alto, de pizarra, la escasa luz lo mantenía perdido arriba, entre huecos y cruces de vigas, y pesaba su sombra sobre la atmósfera, rojiza y polvorienta, del bajo mundo donde se agitaban los presos (…).

La prisión había heredado el nombre de la compañía inglesa Fyffes Limited a la cual había pertenecido aquel destartalado y amplio almacén, y donde la poderosa empresa comercial embalaba tomates y plátanos de la región (…). De almacén de frutos de la tierra pasó Fyffes Limited a cárcel por cesión que hizo la importante compañía a los insurrectos, para ayudar a la causa falangista. Como la guerra había interrumpido los embarques de frutas hacia Inglaterra, Fyffes Limited no tuvo inconveniente en que apiñaran republicanos donde antes se habían almacenado coloridos y selectos frutos.

Habla de los salones en que se dividía la cárcel y de las celdas para los presos condenados a muerte. Dichos salones recibían los nombres de Caballería, La Flotante y El Guano. No se trataba, dice, de un presidio con pasillos, rejas y celdas, sino de “una cochinera donde los hombres amontonados, barbudos y semidesnudos, chapoteaban en barro o suciedad con sus chancletas de madera”.

 

Escohotado señala hacia el sitio que antes ocupaban los barracones de Fyffes.

Lo que queda es, entonces, el monumento, La ida, de la escultora Ana Belén Morales. Una entrevista a Rial puede leerse en este enlace. Alrededor del monumento se reúnen, por costumbre y por fidelidad a un ideal jamás alcanzado, estos republicanos de vieja data cada 14 de abril. Allí casi terminaba la ciudad y comenzaba la carretera hacia el sur. Más allá, solo fincas en aquellos lejanos días de 1936; fincas, sobre todo, de plataneras. Los barracones de la empaquetadora inglesa Fyffes, o Faife, en buen cristiano, eran cuatro galpones o almacenes.

José Luis Escohotado dice que España se ha democratizado el mínimo, que en realidad no se ha roto con el franquismo.

Los tinerfeños están muy orgullosos de haberle volado un brazo al contraalmirante Nelson. El británico quedó mocho el 25 de julio de 1797, por asomado. Su invasión se la pueden aprender de memoria los turistas que recorren Santa Cruz pues se cuenta en varios sitios, en especial durante el mes de julio: en la galería subterránea con los restos de la fortaleza de San Cristóbal (Plaza de España), en el Centro de Arte La Recova frente al teatro Guimerá y en el Museo Histórico Militar donde se le rinde homenaje al Tigre, el cañón que le voló el brazo al susodicho. El día señalado hay simulacro de batalla y verbena. Las tropas de desembarco pretendían apoderarse de la plaza de Santa Cruz pero la villa respondió a cañonazos. A la escuadra inglesa, compuesta de ocho navíos de guerra que disponían de casi 400 cañones y unos 3 mil setecientos hombres, se opusieron casi mil 700 españoles —se habla de españoles, no de canarios—  y 91 cañones. La victoria de los defensores fue, a pesar de la diferencia de fuerzas, aplastante. Santa Cruz obtuvo entonces el título de Muy Leal, Noble e Invicta Villa.

Y también hubo victorias bien meritorias ante otros británicos, como los intrusos almirantes Blake y Jennings. Sin embargo, cuando llegó la Guerra Civil en 1936 no hubo invasión inglesa sino que los españoles comenzaron a matarse unos a otros. Desde aquí salió Francisco Franco a desplegar su golpe de Estado contra la República.

De eso, quizás, ya no estén tan orgullosos los tinerfeños.

Aunque quedan franquistas por todas partes, en dependencias oficiales y no oficiales, no hacen alarde de su condición. Ni de lejos. Al director del Archivo Militar, detrás del Museo Histórico Militar, oficial de buen talante que llega en bicicleta a su trabajo, no le gusta que se graben sus comentarios. Piensa que es injusto que se haya borrado el nombre de Franco de tantos sitios de esta ciudad, y de otras. Por lo demás, el Archivo que dirige funciona bastante bien, con profesionales debidamente pertrechados de bata  blanca y guantes para manejar documentos. En una de las paredes de la sala donde trabajan los investigadores o archivólogos, casi pegando del techo, cuelga un pequeño retrato de Felipe VI en uniforme de gala militar. Muy serio el muchacho.

En la Plaza de España, un monumento —un obelisco con una cruz, de un lado, y por el otro, una fosa de donde sale una figura que pretende representar la libertad— recuerda  a quienes murieron por España, así, difusamente. Una lápida grabada dice lo siguiente:

Este monumento fue costeado por suscripción pública y con la aportación del Mando Económico siendo capitán general del archipiélago el excelentísimo señor don Francisco García-Escámez Iniesta. 

Data de 1946. Naturalmente, García Escámez (el guion en los apellidos vino después) era un general que peleó con los nacionales. Pero el ciclista a cargo del Archivo afirma que su intención, la del conjunto escultórico, abarca hacer honor a las víctimas de la Guerra Civil en los dos bandos, tanto el de los alzados como el de los «rojos».

El monumento a los caídos en la Plaza de España.

En España el presente pasa en buena medida a través de los telediarios. Si hay una poética del eterno presente, la hay de las dos Españas pues ambas siguen estando ahí, al acecho.

Cada abril, los republicanos canarios sacan un manifiesto donde claman por la auténtica democratización de la humanidad. En el último, una hoja mimeografiada por ambas caras, hablan de confusionismo “falsimediático” y “yankicéntrico”. Dicen que en el Estado español, al que llaman ESNABUM (Estado-Nación-Burgués-Militarizado), la memoria de los republicanos y republicanas ha sabido explicar en qué medida pesa todavía sobre las espaldas del español la continuidad de “esa oligarquía postfranquista pactada en la Transición”.

En Santa Cruz hay parques espectaculares: Tenerife es muy verde, mucho más que Gran Canaria. Hay paseos fenomenales, calles comerciales con todas las marcas de moda, lugares para comer según gustos y presupuestos. Cerca de los grupos de turistas que se toman un refresco en los alrededores de un edificio neoclásico donde funciona el Círculo de Amistad XII de Enero —que fue fundado en 1855—, un conjunto de tres o cuatro músicos latinos hace su día, recolecta algo de sencillo. Los chicos interpretan canciones de la Nueva Trova cubana y a los turistas, que por lo general no entienden ni papa de español, el sonido meloso y armonioso de sus voces parece encantarles en especial cuando interpretan Yolanda, de Pablo Milanés.

La procesión, como quien dice, va por dentro.