Los enamorados de Chávez

Un cuadro hecho por Marisabel Rodríguez, mucho antes de que conociera a Hugo Chávez.

Se han cumplido veinte años desde aquel triunfo de Hugo Chávez en 1998, en elecciones libres. La memoria de un país siempre corre peligro. La memoria a veces es cobarde y se pliega a los más poderosos y desalmados (casi siempre esas dos características andan juntas). ¿Hay elementos en la actitud del venezolano de hoy para pensar que ya no creerá más en salvadores de la patria con las botas militares puestas?

Sebastián de la Nuez

La memoria tiene un montón de enemigos buscando domesticarla o tergiversarla para vendérsela en un paquete a una colectividad. Una cosa es la memoria personal y otra muy distinta la colectiva. No siempre encaja la primera en la segunda.

A Venezuela le tocará, más temprano que tarde, un periodo de revisión del pasado reciente. Un ajuste de cuentas y reconstrucción. Hay nombres y actitudes de personajes que no han de olvidarse, así hayan fallecido cristianamente en santa paz o anden todavía por ahí, a la calladita, como quien no rompió jamás un plato.

Ahora que se cumplen veinte años de haberse desatado la tragedia chavista, que estas notas —tomadas del libro Marisabel, la historia te absolverá (Editorial Exceso, 2003)— sirvan de recordatorio. Quienes se enamoraron del golpista Hugo Chávez sabían, desde la misma arrancada, que era eso, un golpista. Eso es bueno tomarlo en cuenta pues una excusa generalizada parece haber sido “es que nos engañó a todos”. El periodista Alfredo Peña, el locutor Napoleón Bravo, la profesora Ángela Zago, el jurista Manuel Quijada, el editor Jorge Olavarría, el empresario azucarero Alejandro Riera, el operador político Luis Miquilena, el arquitecto Nedo Pániz. Este último dijo en una entrevista:

—Nos engañó a todos con una habilidad impresionante.

Marisabel Rodríguez fue otra enamorada más de Chávez. La fascinación por el cacique contiene por lo general ansias de entrega y sumisión. La entrega se verifica de diversas formas. Todos quienes le siguieron en su campaña proselitista de 1997-98 estaban fascinados con él, fueran del sexo que fueran, civiles o militares. No les importó, incluso, verle las costuras. El mismo arquitecto Pániz, sin ir más lejos. En una cena en el restaurant La Dolce Vita, en Altamira, le comentó a Miquilena:

—Creo que estamos creando un monstruo.

Y Miquilena contestó:

—Yo tengo la misma percepción, pero es lo único que tenemos.

Testigos de esa conversa fueron Gustavo Lemoine y Manuel Quijada.

Hay anécdotas de la campaña que emprendió Chávez y su séquito cuando decidió que sí, que la vía para alcanzar el poder podía ser la legal, que involucran a Marisabel; esas anécdotas las contaron dos de los testigos consultados para el libro. Dijeron que la mujer torpedeaba el trabajo político de Hugo. En ese periodo se formó un grupo, dentro del entorno, que decidió hacerle la cruz. Tuvieron sus razones para odiarla. Su amigo el siquiatra Edmundo Chirinos llamó al menos en tres ocasiones durante la campaña para anunciar que ella había intentado suicidarse. Pero qué casualidad: siempre sucedía cuando no podía localizar a su prometido o esposo  directamente.

Se necesitaba una cruzada del buen humor para soportarla. Su necedad fue el dolor de cabeza de gente como Vielma Mora, Cabello, Pineda Castellanos y Andrade (que se ha hecho tan popular últimamente, sobre todo en el ámbito jurídico del estado de Florida, EEUU). Pedrito Carreño sencillamente hubiera deseado asesinarla. Aun cuando él no debió haberse quejado tanto. También tenía su punto flaco. A Carreño, contaron esas mismas fuentes,  debieron rescatarlo más de una vez de bares y burdeles en los que se enganchaba a lo largo de las giras.

Marisabel quería estar en todas partes y en ninguna al mismo tiempo: su terror a los aviones producía en ella una singular paradoja. Se especializaba en estorbar, cargaba con la niñita y la nana a todas partes. Nedo Pániz recordaba con horror a la matrona de 120 kilos de peso encargada de cuidar de la bebé: una masa realmente peligrosa cuando escalaba un avión. Pániz conocía la relación de Hugo con la cantante Aguamiel, sobrina del general Rodríguez Ochoa. Lo de Marisabel lo sorprendió porque ni sabía de su existencia.

Ella daba muestras inequívocas de una neurosis altamente contaminante. En una ocasión salió un grupo de gira en el helicóptero de Henry Hoyos: Coro, Tucacas y de allí a Valencia. En Valencia los recogería un avión para continuar hacia San Juan de los Morros, Valle La Pascua y otros lugares, hasta terminar en Barcelona. En medio de los compromisos y las prisas comprensibles, el aparato hizo escala en Barquisimeto. Allí apareció ella. En el bimotor, de unas ocho plazas y perteneciente a Tobías Carrero, ya no cabía ni un alfiler. Todos los puestos llenos. Pero ella, que cargaba a la niñita y a la nana de los ciento veinte kilos, sacó a relucir toda su tozudez.

—Agárrenla y llévenla en un carro —dijo Chávez para solucionar tajantemente el conflicto.

Pero ella insistió. Al final se montó en el avión y Rosinés, entonces de meses, se dedicó con esmero a brincar, llorar, patalear, joder, cagar y orinar. En otra ocasión le sobrevino un ataque de histeria con el avión ya en la cabecera de pista de Maiquetía, listo para despegar. Decía que se iba a caer, que tenía una premonición. Y desde la torre preguntaban por qué demonios no despegaban. Todos estos encaprichamientos llevaron a que el chavismo militar —especialmente los tenientes que rodeaban al líder— le guardase una profunda y no velada animadversión.

Alguno de quienes conformaban ese grupo hizo llegar a las columnas de Ibéyise Pacheco, Patricia Poleo, Marianella Salazar o Miguel Salazar hipótesis como aquella de las ambiciones comerciales de la primera dama en connivencia con su padre. Otros, como Eliécer Otaiza, se limitaron a observarla, grabarla o “monitorear” sus cotidianas acciones con afán quizás digno de mejor causa. La verdad es que como enemigo, Otaiza le resultó más bien llevadero.

Otaiza es un caso curioso y no estuvo en la campaña.

Sobre esas giras proselitistas y los fondos que aparecieron para llevarlas a cabo debió hacerse, a su debido momento, un análisis distanciado, frío. Que tomase en cuenta la condición humana de muchos de los involucrados. Alguien, en alguna parte, debió haber prevenido sobre lo que vendría después. Alguien debió haber encendido las alarmas. Algún medio de comunicación, algún intelectual. No bastaron, desde luego, las advertencias de Manuel Caballero y Luis Castro Leiva.

¡Edmundo Chirinos llamando al comando de campaña para advertir de un nuevo intento de suicidio de la futura primera dama!

¿Y los otros enamorados de Chávez, del sector militar? Arias Cárdenas, Ortiz Contreras, Acosta Chirinos, Urdaneta Hernández, Felipe Acosta Carlés, el mismo Raúl Isaías Baduel que quizás ya haya pagado con creces ese enamoramiento. En fin. Esas estructuras mentales, esos venezolanos formados que actuaron como actuaron y contribuyeron a generar lo que se ha visto, muchos de ellos al menos, siguen por ahí, ahora repartidos por el mundo, bien acomodados en su mayoría. No necesariamente han superado ciertas maneras de proceder y pensar. La gente no cambia fácilmente, se pone peor con los años (incluso). ¿Son una especie en extinción? No hay elementos para pensar que el síndrome de la Fascinación por el Salvador —por ponerle algún nombre— haya sido erradicado de la psiquis del venezolano promedio. ¿O sí?

 

NOTA ADICIONAL

La foto del cuadro muestra, como mínimo, cierta inquietud por el arte que ha debido estar presente en el ánimo de una muy joven Marisabel Rodríguez. Ese cuadro, junto a otras pertenencias, las dejó en la casa de sus más cercanos familiares en Carora. Un hogar de clase acomodada en esa ciudad colonial que remarca las diferencias entre las familias que se consideran de linaje y las que no. La conclusión natural del libro Marisabel, la historia te absolverá es que esta hija de una unión nunca reconocida ni por los hombres ni por la Iglesia es un caso típico de escalamiento social a como dé lugar. Una public relations nata empeñada en hacerse sitio entre poderosos.