La legendaria Cruz del Sur

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En pleno centro de Caracas —o sus alrededores— hubo grandes librerías: El Gusano de Luz, Cruz del Sur, Mundial, Magisterio, Nuevo Orden, El Viento del Este… Esta última era bastante singular pues solo ofrecía libros importados directamente desde China. El testimonio del hijo del fundador, Víctor Ochoa, está publicado en otra entrada de este blog. Aquí, en esta, una reseña sobre Violeta y Alfredo Roffé, los creadores de Cruz del Sur, una librería que albergó una de las tertulias inolvidables de los años 50

 

Sebastián de la Nuez

Cruz del Sur fue una librería emblemática de los años cuarenta y cincuenta, situada de Llaguno a Piñango número 6. En los sesenta pasó a la cuadra que comunica Sabana Grande con la Casanova, calle El Colegio (en uno de los locales del Centro Comercial del Este), donde también hizo buena historia pero ya bajo otra conducción. El museógrafo y diseñador Miguel Arroyo se ocupó de su aspecto interior en este último asentamiento.

Cruz del Sur fue una referencia intelectual, un sitio de encuentro, una leyenda: por los personajes que la habitaron, por su revista homónima, por la personalidad de su fundadora Violeta Roffé. Aquella Cruz del Sur fue el lugar donde Aníbal Nazoa reencontró a su maestro de cuarto grado, Antonio Estévez, después de mucho tiempo. En ella el poeta español León  Felipe encontró los libros de Rómulo Gallegos que buscaba y donde el teatrero Alberto de Paz y Mateos, que venía huyendo del peronismo, encontró a su vez amigos y una amena tertulia donde opinar y charlar a gusto. Dijo Aníbal Nazoa que Cruz del Sur fue la primera librería de verdad que existió en Venezuela atendida por libreros, y que en ella el cliente podía sentarse a leer sin necesidad de comprar. Le comentó a Héctor Seijas que allí podía preguntar cualquier cosa que quisiera saber, solo había que sentarse tranquilito, seguro de que en cualquier momento aparecería alguien dispuesto a informar del asunto que se tratara, fuera cual fuese. Seijas publicó un completo compendio de Cruz del Sur tras entrevistar a testigos de la época, un volumen grueso titulado Cruz del Sur: una librería, una revista, una causa. Un libro editado por la estatal Monteávila.

Eran dos las figuras principales: Alfredo Roffé, arquitecto; y Violeta, la ecuménica. El historiador Manuel Caballero le dijo a Seijas que a la revista la mató la democracia. No es enteramente cierto: todavía hay un número de septiembre-agosto de 1960 —era bimestral—, ya bien entrado el gobierno democrático de Rómulo Betancourt, en manos de coleccionistas. Había nacido en marzo de 1952 y duraría hasta octubre de 1961, al editarse el número 51. Fue una publicación ecléctica de letra apretada donde no se hablaba directamente del régimen de Pérez Jiménez pues hacerlo hubiese sido una invitación a la censura; pero sus primeras páginas estaban dedicadas a un resumen del panorama internacional donde los editores solían contrabandear informaciones que por mampuesto aludían a la dictadura. El profesor Alexis Márquez Rodríguez dijo que, en principio, fue pensada como una revista de alcance continental y se le propuso, por ello, al escritor norteamericano Waldo Frank, cercano a Venezuela y al grupo de la librería, dirigirla. No se concretó tal propuesta pues Frank ya estaba comprometido en un proyecto propio.

Su contenido era reflejo del abanico de inquietudes que bullía en los Roffé y sus colaboradores: Ambretta Marrosu, Francisco Mieres, Pedro Duno, Manuel Caballero, el arquitecto Juan Pedro Posani, el poeta Alfredo Chacón. Del análisis internacional a la arquitectura y las artes, pasando por Cannes y Ladrón de bicicletas. El cine fue la afición perpetua de Alfredo, quien más tarde inventaría las publicaciones especializadas Cine al día y Cine-oja.

Cruz del Sur no se entendería sin Alfredo y Violeta —origen sefardí—, dos activistas de la izquierda, emprendedoras almas del Purgatorio. Alfredo falleció el viernes 16 de diciembre de 2011 y su hermana Violeta no asistió al velorio ni al entierro. La reseña luctuosa en el periódico Tal Cual cuenta que fue docente e investigador de las escuelas de Comunicación Social, Arquitectura y Artes de la UCV. En la Escuela de Artes fundó la mención Cine. Primer presidente de la Asociación Venezolana de Críticos Cinematográficos, dirigió además la Cinemateca Nacional y se mezcló a lo largo de su vida en varios proyectos editoriales. En 2000 obtuvo el Premio Nacional de Cine por su labor como crítico.

Violeta se casó con el economista marxista Francisco Mieres; Alfredo, con Ambretta Marrosu. Esta última, nacida en Roma pero nacionalizada para toda la vida en Venezuela, ayudó a fundar la Asociación Venezolana de Críticos Cinematográficos, una institución que también presidió. Fue crítica y ensayista.

Violeta Roffé en librería Cruz del Sur, fecha indeterminada.

Héctor Seijas valora en su texto a Violeta por lo que tiene de comunista, «pero no comunista desde una interpretación partidista o sectaria sino desde la perspectiva del paradigma utópico». ¿Fue Violeta realmente una comunista utópica?

Ella y su hermano constituían un dúo multidisciplinario, inquieto, arquetípico de una ciudad que deseaba ser cosmopolita, mundana, moderna y progre. ¡Si parecían la versión criolla de Simone Weil y Albert Camus, o Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre! Ramón Jota Velásquez adoraba a Violeta y dijo de ella que había tenido la fortuna de pertenecer a los grupos estudiantiles que se formaron en el Pedagógico en los años cuarenta. Recordaba el historiador a un profesor que la alababa por su afán inquisidor, inconforme siempre frente a las verdades consagradas, con una imaginación dispuesta a concebir empresas que congregaran voluntades.

Cierto: sabía mover piezas, motivar a los demás, manejar relaciones.

En los sesenta, por cercanía con el Partido Comunista y por propia convicción, formó filas en la sedición ejecutando tareas y misiones. Viajó a China en 1962. Se llevó a su hija adolescente y la dejó a buen resguardo en casa de sus tíos Flor Roffé y Antonio Estévez en Londres mientras ella, un poco aterrada y acompañada de un intérprete, se adentraba en los salones de la China de Mao para explicarle al liderazgo —llevaba un sucinto informe— que el PCV se encontraba bastante debilitado y que probablemente la guerra de guerrillas no duraría mucho. Al menos así recuerda el episodio María Sol Kochen, aquella única hija, adolescente entonces, que había dejado en Londres. Andando el tiempo, María Sol se haría antropóloga cultural en California y a finales de los noventa desarrollaría Publicaciones Ananda, siguiendo a su modo los pasos de la madre.

A Brasil también viajaría Violeta para seguir un curso de microfilmado. Alguien que la conoció en sus buenos tiempos —ahora, con más de 90 años, no está en condiciones de contar su propia historia— recuerda que Violeta se jactaba de haber sido la primera mujer guerrillera en el país. Guerrillera urbana, en todo caso. Se ocupaba de cuidar a las familias de los presos en el cuartel San Carlos y servir de correo llevando y trayendo envases metálicos de talco Johnson que contenían información entre reos y contactos del PCV en la calle.

En los setenta promovió una ONG o sociedad de artesanos llamada Arte y Vida. Más allá de su utopismo de acero inoxidable, fue una segunda madre para todo aquel que la necesitase. Quería construir una industria que le diera futuro a esa cantidad de pintores, ebanistas, escultores o tejedores que pululaban a su alrededor. Como dice un testigo:

—Su rol en la vida ha sido el de gran protectora, pendiente de los amigos drogómanos y borrachos.

Protagonizó una experiencia medio hippie, medio comunistoide, en Tarma, pueblito a diez kilómetros de Carayaca en el estado Vargas. Ella y otros pusieron un centro, una cooperativa, donde se organizaban talleres. La gran ilusión de Violeta era dar viabilidad al precioso trabajo de artesanía que desarrollaban sus amigos. Se les entregó en cuerpo y alma. Hubo quienes se quedaron a vivir en aquel pueblo bucólico, quizás hoy todavía existan vestigios de Arte y Vida, que así se llamaba la asociación que se inventaron. Ya los Roffé habían intentado algo semejante en una hacienda heredada; Alfredo se llevó, en los trajines de una carpintería, dos dedos de su mano derecha.

En todo caso, Arte y Vida no prosperó. Después el Conac adoptó esa idea de la mano de Manuel Espinoza.

Más tarde Violeta organizó algo llamado Asociación de Revistas Culturales, cuyo objetivo no era editar revistas culturales sino buscar financiamiento a las que hicieran otros. Algo logró. Se manejaba bien con los contactos y las amistades. Además hizo de su propia mano un par de libros: uno sobre la sexualidad, bastante incomprensible; y una especie de epistemología sobre ciencias humanas. El primero lo editó el activista comunista Pedro Duno. Violeta tenía altibajos de ánimo, cierta tendencia maniacodepresiva. Luego de separarse de Mieres tuvo un segundo matrimonio y ya entrado el siglo XXI, mientras el país se deshacía por la catástrofe chavista, se perdió entre los muros de la casa familiar en Los Chorros. Se encerró como si desistiera de ese mundanal ruido en el cual, en otro tiempo, solía chapotear a gusto. Se apartó y ni siquiera estuvo en el entierro de su hermano Alfredo.

Así es la historia: fue la principal creadora de aquella librería donde Juan Nuño se fastidió de Alejo Carpentier. En realidad, Nuño habría de fastidiarse en su vida muchas veces por cosas variadas: como cuando vio en peligro el uso de la eñe por culpa de las nuevas tecnologías y a modo de advertencia o protesta firmó uno de sus artículos en El Nacional como Juan Nuno. El hecho: asistió a un coloquio en Cruz del Sur sobre la obra de moda por aquellos años cincuenta, Esperando a Godot. Tuvo que escuchar en ese foro por sexta vez —según su propia cuenta— a Alejo Carpentier con aquella historia sobre el estreno de La consagración de la primavera en París. Está bien, convengamos en que el hombre había estado allí, pero ¿a santo de qué venía lo del estreno de Stravinski (¡otravez!) en un coloquio sobre Beckett?

En el recuerdo de Nuño —entrevista de Héctor Seijas en el libro mencionado— aparece la cuadra de Piñango a Llaguno pintada románticamente: una acera con retiro; en ese retiro, Cruz del Sur y al lado un café holandés donde se vendían unos dulcitos muy sabrosos.


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