El avezado periodista venezolano Hugo Prieto (su libro de reportajes Todos somos garimpeiros mereció Premio Hogueras en 1986), quien vive actualmente en Santiago de Chile, entrevista a su colega catalana Mónica Bernabé. Con 46 años y puesto de trabajo seguro en su propia tierra, Bernabé suele financiar, sin embargo, sus viajes periodísticos. Prieto la entrevista para este portal bajo una premisa: «Mónica me contagió, así que decidí entrevistarla de forma gratuita para HableConmigo, que también es gratuito». Bernabé cuenta experiencias inestimables en el Congo, Afganistán y Venezuela
Hugo Prieto
Cada vez son más los periodistas que apelan a sus propios ingresos para cubrir hechos que despiertan su curiosidad. Una de ellas, Mónica Bernabé Fernández, es la responsable de la sección Internacional del diario Ara, que se edita en catalán en Barcelona. En apenas un año, se ha costeado estadías en Venezuela, la República Democrática del Congo y Chile. ¿En Venezuela hay un gobierno de izquierda? ¿El ébola le interesa al público español? Ella dice:
A Santiago vine porque buscaba un sitio donde hiciera calor, que tuviera playas y donde pudiera escribir una nota, en este caso, de curas pederastas.
La metamorfosis del negocio periodístico haría palidecer al propio Kafka. Desde la perspectiva empresarial, el dilema es una ecuación difícil de resolver, pero podría resumirse en una sentencia: las ganancias siguen en el papel (con costos cada vez más crecientes) y el futuro está en la web (con una rentabilidad incierta). Hacer periodismo en la era digital, cuando un teléfono inteligente ofrece las mismas posibilidades que una cabecera mediática, abre una oportunidad muy tentadora para los periodistas más talentosos, los mejor conectados y los más osados. Cada vez más son los periodistas que se autoenvían a los lugares más insospechados del planeta para escribir una nota que sacie su curiosidad. Y lo hacen bajo dos modalidades. Unos se aventuran, aunque no tienen claro si podrán vender sus notas a un precio que cubra los costos. Otros, sencillamente, usan parte de sus ingresos como si se tratara de un fondo no reembolsable.
Una mujer pertenece a este reducido grupo de periodistas, que quieren escribir como solo podría hacerlo alguien apasionado por su trabajo, siguiendo su olfato y sus instintos: Mónica Bernabé Fernández, de 46 años. Vivió siete años en Afganistán, en medio de la guerra, como corresponsal free lance del diario El Mundo, de Madrid. De su experiencia, escribió un libro —Afganistán, crónica de una ficción— para la editorial Debate. Su regreso a Barcelona, su ciudad natal, le llevó dos años de readaptación que, según confiesa, fue «bastante difícil».
A Mónica la conocí en Caracas, por intermedio de una amiga común, también periodista. Nos citamos en la plaza de Los Palos Grandes, un día feriado, si la memoria no me falla, primero de Mayo. Le pasé varios contactos de posibles fuentes y dos años después volví a hacer lo mismo en Santiago de Chile, aunque esta vez la lista fue cortesía del director de la revista The Clinic, Patricio Fernández. Nos citamos en una estación de Metro y entre una búsqueda y otra, dimos con una terraza donde finalmente pudimos conversar.
—¿Cree, como García Márquez, que el periodismo es «el mejor oficio del mundo»?
—Sí, siempre y cuando hagas buen periodismo y estés dispuesto a sacrificar una parte de tu vida, pero si haces mal periodismo, como el que impera actualmente en España, no.
—¿Qué diría del lado oscuro del periodismo?
—Es algo incompatible: sobrevivir siendo periodista. Cada vez es más difícil vivir de este trabajo. Existe, además, la posibilidad de que te puedan censurar, porque los medios se mueven por intereses y no siempre son inmunes a la presión que ejerce el poder.
—¿La han censurado?
—Sí, unas pocas notas, pero me ha pasado.
—¿Qué ha hecho en esos casos?
-Lo que hice fue pasarle la información a otros colegas para que la publicaran ellos. Me interesaba que saliera esa información, una vez que salió en otros medios, el mío me dijo que quería publicarla… como siempre a remolque.
—¿Quedó satisfecha?
-No, me cabreé, porque a mí no me dieron credibilidad en ese momento. Siempre que hay un poder por encima, que les interesa más, te ningunean.
—Una noticia se desvanece tan rápido como sucede. Necesitamos buscar otra y otra. Es lo más parecido a una adicción. ¿Ha superado esa «droga»?
—No creo, si no, no me hubiese pagado un billete de avión a Santiago de Chile para escribir una nota de curas pederastas. Pero me lo he tomado con distancia, porque antes mi profesión era lo primero, mi prioridad, pasando por encima de todo, de mi vida personal. No, ya no. Porque andando te das cuenta de que no llegas a ninguna parte, que no sea: «Muchas gracias por sus servicios. Adiós, muy buenas». Eso fue lo que me pasó cuando regresé de Afganistán. Pues dices: «Muy bien, nos buscaremos la vida».
—Esto de costearte el viaje a destinos tan disímiles como Caracas, la República Democrática del Congo, Santiago de Chile, ¿cómo lo planifica, como lo hace?
—Mi trabajo, editar notas y dar órdenes, no es el que más me gusta. Entonces decidí, por salud mental, que tenía que buscarme algo para poder escribir. Tengo la suerte de estar en nómina de fin de mes, no dependo de la venta de artículos. Pensé: «Puedo destinar parte de mí dinero a pagarme viajes, a autoenviarme, y así poder escribir».
—¿Define la pauta de su trabajo?
—Pues sí, propuse el tema Venezuela y les interesó (elecciones presidenciales, mayo 2018). En noviembre me autoenvié a la República Democrática del Congo para escribir una nota del cólera.
—¿Qué es lo que más te ha impactado de estos países?
—Yo tenía una visión muy diferente de Venezuela. Creo que ha hecho mucho daño que los partidos de izquierda en España se hayan posicionado alrededor de Maduro y los partidos de derecha, conservadores terribles, se hayan posicionado alrededor de la oposición. Entonces, todo el mundo progresista en España, lógicamente, no apoya a la oposición venezolana porque consideran que son unos conservadores, cerrados, de derecha, aliados del Partido Popular. Ante las noticias que llegan, la reacción de la gente comúnmente es «vamos, la situación está mal, pero no exageremos». Pero cuando llegas ahí… ah, bueno, a mí se me ha caído el alma al suelo. Esto no es un gobierno de izquierda, hostia, esto es una dictadura.
—¿Le costó mucho llegar a esa conclusión?
—Cuando entrevistas a la gente, no sabes si te están diciendo la verdad o te están vendiendo su moto, como decimos en España. Lo vi claro cuando visité el Hospital de Barinas, que está hecho un desastre; después fui a ver el psiquiátrico de Caracas, terrible, también fui a ver una morgue donde tenía un contacto, mucho antes de entrar ya se olía un olor nauseabundo, los cadáveres estaban tirados de cualquier manera, todo sucísimo, moscas por todos lados, terrible. ¿Un gobierno de izquierda? ¡Pero si no es capaz de prestar un servicio público! Después fui a La Vega y a otra barriada popular en los cerros de Caracas y pude ver la repartición de las cajas de comida [distribuidas por el gobierno], el mangoneo que tienen con las cajas. Hablé con algunos de los vecinos a quienes se las entregan, vamos, es gente que vive de la caridad, es una forma de control social.
—Hay un tema recurrente en África: cada vez que estalla una epidemia de ébola, se activan las alarmas porque podría propagarse por todo el mundo. ¿Qué fue lo que vio en ese país? ¿Qué es lo que realmente le debería interesar al público?
—Lo que le interesa al lector español es que el ébola no va a llegar a España. Que se mueran los negritos les da igual. Es así. Me sorprendió la ignorancia que había en el lugar. No se lo creían, pensaban que era una enfermedad de los blancos. Teniendo en cuenta de que la gente no se lo cree, es difícil frenar la enfermedad. Ese es el pánico, porque los síntomas del ébola son los mismos que los de la malaria. Si tienes malaria te aíslan, porque no se sabe cuál de las dos enfermedades tienes, hasta que te hagan las pruebas. El pánico de la gente es a que los aislaran y los llevaran a los centros del tratamiento del ébola.
—¿Los centros de atención que vio en la República Democrática del Congo estaban mejor abastecidos que los que vio en Venezuela?
—En las zonas donde se detectó la epidemia habían llegado un montón de ONG y los centros de atención, que eran de adobe, casas rudimentarias, tenían los materiales necesarios para tratar a una persona con ébola y poderla aislar. También visité el Hospital Panzi, en Bukavu, donde tiene su consulta el doctor Denis Mukwege, premio Nobel de la Paz. Pero este hospital cuenta con apoyo internacional, está muy bien. Mil veces mejor que Venezuela. Incluso, el hospital de Barinas estaba mucho peor que los hospitales de Afganistán que he visto.
—¿Por qué cree que el mundo se olvidó de Afganistán?
—Se fueron la mayoría de las tropas internacionales, la mayoría de ONG y sobre todo la mayoría de medios de comunicación. Entonces, si no aparece en las noticias, no existe. Eso es lo que ha pasado. Afganistán no existe, quedó eclipsado con la guerra en Siria. Pareciera que está todo solucionado.
—Pero no es así. La guerra continúa y los talibanes están negociando con Estados Unidos, luego de veinte años de confrontación.
—El conflicto de Afganistán es mucho más complejo que los talibanes. Hay una serie de señores de la guerra, los muyahidines, que actualmente están controlando el gobierno y el parlamento afganos. Es una lucha por el poder y la gente no cree en el gobierno. No creo que Afganistán sea un país sostenible.
—Uno de sus despachos da cuenta de los problemas de fistulas que enfrentan las niñas esposas en Afganistán, justamente por embarazarse a una edad tan temprana. En Venezuela, donde el embarazo precoz es el más elevado en América Latina, las madres niñas corren un riesgo similar. ¿Cuál es la situación de las mujeres en Afganistán?
—Es un desastre. Se ha hecho poco o nada. El mundo prefiere mirar a otra parte. Son miles de informes sobre violencia doméstica. El problema es que el peor enemigo de las mujeres está en casa.
—¿Qué es lo primero que le viene a la cabeza al recordar las imágenes de su libro?
—Hipocresía internacional. Nos ha importado una mierda la situación de esas mujeres. Se pudieron haber cambiado cosas, pero no se hizo nada. ¿Ahora, que no hay dinero, qué se va a hacer?
—¿Piensa seguir costeándose viajes para continuar haciendo coberturas periodísticas?
—Posiblemente. Yo me siento una privilegiada, tengo un sueldo y me tratan bien en el periódico, me reconocen. Pero yo allí no escribo, yo edito y doy órdenes.
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