Fue anunciado hace un par de días en Facebook, que el pulpero mayor, Rafael Ramón Castellanos, traspasó la puerta definitiva. Ahora solo resta conservar su legado y difundirlo como esos tesoros que no se pueden tasar ni tampoco envasar al vacío porque son, como quien dice, patrimonio inmaterial —y material también— de la humanidad
Sebastián de la Nuez / Fotos: Giuseppe Di Loreto
La suya en Caurimare no era una casa de habitación sino un búnker. Se la pasaba con gente. Un domingo de 2015 allí estaban su hijo Rómulo junto a varias hermanas y Ángela Rovira Peña, su mujer. Era, y seguirá siendo, la casa de un empeñoso coleccionista, librero, cronista, historiador, investigador, escritor. Rafael Ramón Castellanos, el pulpero mayor. Obsesivo e impenitente buscón. Su frondosa memoria de elefante no había mermado en absoluto, ese tipo de retentiva que es virtud fundamental del oficio librero.
Castellanos es —en presente— uno de los personajes más singulares de la escena bibliómana venezolana. En sí mismo encarnaba todos los sitios de Caracas semejantes al suyo —La Gran Pulpería de Libros Venezolanos, en la avenida Solano López— que contribuyeron a construir un precioso retablo humanista en Caracas. Como Cruz del Sur con Violeta Roffé importando libros de Chile, Uruguay, Argentina y México. O Politécnica Moulines, atendida por un anarquista catalán que además dirigía una hoja impresa, mimeografiada, con las actividades de un centro de inmigrantes. Importaba de Francia, Alemania y España. «Era un hombre cultísimo», dijo Castellanos.
Al tatuarse —es un decir— los detalles de las librerías de Caracas ya desaparecidas, sabiendo además dar coherencia al racimo de esfuerzos individuales que les dieron vida, Castellanos fue crónica viva de eso, ambulante, de algún modo cinematográfica. El caso de Antigua y Moderna, por ejemplo, con Enrique Requena al frente, lo tenía muy presente y seguramente habrá dejado algo escrito. Requena llegó en 1953 a Venezuela procedente de España con un desgraciado signo pesando como una nube sobre su cabeza. Con el advenimiento de la democracia casi lo sacan del país acusado de espía perezjimenista, vaya usted a saber por qué. Dijo Castellanos:
—Requena es un espectro aparte.
Y contó que se había arrejuntado con una mujer de lengua procaz a quien todavía encuentras bajo el puente de las Fuerzas Armadas. Ella lo ayudó o de alguna forma lo rescató pues era hombre solitario, ensimismado, aparentemente ajeno a los remilgos sentimentales. Quizás a cambio del rescate, Requena crió a los hijos de ella como propios. Había ejercido la medicina en su España natal, nada de negociar con libros ni cosa semejante. Su primera paciente, como cirujano, fue su propia novia. Se le quedó en el quirófano. En vez de suicidarse, como pensó en un primer momento, decidió venirse a Caracas a emprender otra vida y fue entonces cuando se hizo librero.
EL LIBRITO DE LA MONJITA
Tenía Castellanos aquel domingo de 2015, sobre una mesa a la que solía sentarse, saliendo al amplio patio trasero y techado de su casa, pilas de libros: unos cuantos escritos y publicados por él mismo. Toda la casa parecía atragantada de libros y papeles, en todos los rincones. Sótano, patios y sus corredores, rellanos de escaleras, repisas de sala o comedor. En el zaguán los había amontonados, por el piso andaban regados, en un anexo en el jardín los tenía en anaqueles de metal o contrachapado. No había olor a humedad, no al menos aquel domingo. Aquí y allá cajas, peroles, óleos sobre tela, afiches montados o sin montar, esculturas, figuras artesanales. Más peroles y más libros. En torrente, en cascada, a borbotones.
Disfrutaba echando el cuento de la monjita escritora y Pedro Pablo Paredes, eminente intelectual de talante mordaz que habría de morir a los cien años exactos. Circunspecto y poco comunicativo, según Castellanos, quien lo conoció en 1954, cuando era su jefe directo en el departamento cultural de la Dirección de Educación Municipal a cargo de Alberto Cortés Pérez, poeta y escritor.
Un día se apareció una monjita con un pequeño volumen en las manos y le dijo «doctor-le-traigo-este-libro-para-ver-si-me-le-hace-una-de-esas-crónicas-que-usted-escribe-tan-bonitas-para-El-Nacional.»
Era un poemario de la propia monjita. El joven Castellanos lo estuvo observando en el mismo lugar, por allí encimita, durante unos quince días. De repente desapareció. Volvió la monjita otro día y Castellanos (que fungía de reportero, fotógrafo, mensajero y guachimán, si era preciso) le anunció a Paredes: mire, profesor, la monjita aquella que le trajo el libro lo está buscando. Paredes echó un vistazo fugaz al cesto de los papeles.
Entra la monja.
—Profesor, ¿cómo está?
—Muy bien, hermana —el hombre era ateo.
—¿Leyó mi librito?
—Ya lo eché a la basura.
A Castellanos aquello le pareció de una crueldad inabarcable. También él tenía su poemario, editado en 1951. Era un hecho consumado y se titulaba Canto azul. Lo había escrito en Pampanito. Deseaba someterlo al veredicto del crítico con vistas a una eventual reedición en la capital y desde hacía algún tiempo tenía pensado entregárselo, pero después de aquel incidente con la monjita se contuvo.
Al fin decidió someterlo a su escrutinio y posterior veredicto. El resultado lo cuenta el exestudiante de periodismo Jorge A. Botti en esta otra entrada del blog.
Pasó el tiempo. En cierto momento se puso a estudiar en la Miguel Antonio Caro y luego pasó a la Universidad Central a estudiar periodismo. Salió de la Dirección de Educación Municipal al Museo Bolivariano, donde entró en funciones el 5 de julio de 1959. Renunció en septiembre de ese mismo año pues la labor le resultó de una monotonía insoportable. Lo hizo solo para encontrar trabajo de mecanógrafo, cosa de la cual se aburrió a las pocas semanas.
Se le ocurrió entonces montar una librería.
Esto es solo parte de un periplo vital variopinto y multisápido que le llevó a través de varias etapas de la historiografía venezolana: desde el perezjimenismo al régimen chavista pasando por la era democrática. Nadie es perfecto: Castellanos se convirtió en admirador del golpista Hugo Chávez Frías e incluso un libro de libros sobre el cantamañanas de Sabaneta llegó a publicar. Decía que había contabilizado cuatro mil títulos que versaban, en varios idiomas, en torno a tal figura.
Castellanos era hijo de campesinos oriundos de una zona agrícola de Trujillo llamada Santa Ana y allí arranca su personal historia. El incombustible buscón al fin ha decidido traspasar esa puerta de hierro detrás de la cual, con seguridad, habrá millones de papiros, edictos, volúmenes descuadernados, documentos de diversa procedencia, libros de los cuales se desconozca su existencia, proclamas reales, obras de copistas medievales, pergaminos raros y probablemente un daguerrotipo. Tan solo papel y cartón o, a lo sumo, madera trabajada. Todo ensuciado de tinta. Materiales simples y bastante pedestres. Sin embargo, son prueba fidedigna e invencible de la inteligencia del hombre sobre la Tierra, aparte de la fotografía recién difundida del agujero negro a cincuenta millones de años luz de distancia.
LO QUE DICE UNO DEL MISMO RAMO
No solo del mismo ramo; está hecho de su misma pasta y se le nota. Andrés Boersner, de Noctua, conoció de cerca y por oficio a Castellanos. Uno de sus mejores amigos, Rómulo, es el hijo que le ha seguido los pasos (tuvo su propia librería, Las Musas, en Baruta). Boersner destaca su condición de investigador metódico, minucioso.
Fue un biógrafo y bibliógrafo que dedicó sus últimos años a la historia de las librerías en Venezuela.
Enumera personajes que le interesaron, investigaciones, virtudes:
Blanco-Fombona, Bolívar Coronado, el guzmancismo, las pulperías, la Caracas del centenario de Simón Bolívar, la historia del seudónimo en Venezuela: temas que hoy se conocen mejor o que comenzaron a desarrollarse gracias a él. Como editor publicó obras de Blanco-Fombona que permanecían inéditas y colaboró con Ramón J. Velázquez, Sanoja Hernández, entre otros, en la difusión de boletines, testimonios, panfletos acerca de la historia política y cotidiana de nuestro país. Un librero que trató de conciliar la selectividad con la simple acumulación y que en lo personal supo distinguir entre ambas y abrir ventanas a nuevos campos de estudio. Alguien que sabía que la historia no se sostiene en simples anécdotas. Un librero de libros antiguos y a la antigua: memorioso, cordial, amante de las tertulias, generoso a la hora de compartir datos. No perdía el tiempo en conversaciones insustanciales.
Dice Boersner que, una vez superada cierta desconfianza o examen de primera vista, el cliente [de La Gran Pulpería de Libros Venezolanos] se convertía en amigo de un librero que sabía envenenarlo con joyas literarias. Ejercía labores detectivescas que los clientes no tenían posibilidades de realizar y disfrutaba cada vez que iba a la caza de libros y corotos en ventas de ocasión. Una notable pérdida.
Parte de su legado como gran pulpero, dice Boersner, permanece en sus hermanos y dos de sus hijos, también libreros.
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