La tristeza en los ojos de Raquel Benzaquén

Raquel Benzaquén fotografiada en su librería el 15/04/2019 por Oswer Diaz Mireles.

Hace años Sabana Grande fue un asqueroso zoco caribeño atiborrado de buhoneros sin escrúpulos que se robaban la electricidad de los postes y borraron la fachada y las vitrinas de los comercios establecidos que sí pagaban debidamente sus alquileres e impuestos. Fue, el bulevar, otro síntoma de la anarquía y la desolación de la era chavista. Las librerías que había también sufrieron el impacto y se las vieron negras. Suma, Nuevo Mundo y Steele’s Book Store entre ellas. De Suma se ha escrito en este blog, les toca a las otras dos

 

Sebastián de la Nuez

La Nuevo Mundo superó la ocupación de la economía informal pero aquello dejó sus traumas. Aquel tinglado putrefacto de cables aéreos y mercancía china o contrabandeada desde Colombia —a montones, regada o colgando por todas partes— ha debido incidir en el ánimo taciturno de esta mujer que Oswer Díaz Mireles ha vuelto a capturar con su lente, hace pocas semanas, en 2019. Sigue allí, al pie del cañón, Raquel Benzaquén. Es la propietaria de Nuevo Mundo en el número 112, cerca del centro comercial City Market. A ella le fastidia la insistencia. ¿Aquí hacen fotocopias, señora?

No, no sacamos fotocopias.

Pero lo de Benzaquén no es solo fastidio: exhibe un velo de dulce languidez en sus ojos ojerosos, cansados. El negocio ya no es el mismo y su marido no está para inyectarle entusiasmo. Pero en tiempos, ¡ay, en tiempos!, el finado andaba entre los grandes, importando, distribuyendo, vendiendo al detal. Ezer Benzaquén se sabía mover.

La pareja se instaló en los años cincuenta en La Candelaria, de Miguelacho a Cruz, una cuadra por debajo de la plaza. Después se fue al lado del Pasaje Zingg, de Camejo a Colón. Ezer había decidido llamar a su librería El Amigo de Todos y a Raquel le gustó ese nombre porque su marido, en efecto, practicaba la vocación de hacer amigos.

Habían llegado desde Tetuán, donde nacieron y se conocieron, buscando una alternativa al polvoriento destino que les aguardaba en Marruecos si allí permanecían echando raíces. Él era muy trabajador, leía de todo pero quizás lo que le gustaba de verdad era lo esotérico. La venta de libros siempre fue el principal rubro pero con el tiempo incorporaron cuadernos y útiles escolares. Cuando migraron hacia Sabana Grande adoptaron el nombre que ya existía en ese mismo local, Nuevo Mundo, administrado hasta entonces por un maestro español de nombre Gabriel Loperena. Ezer pensó que Sabana Grande prometía más con sus tiendas de buen gusto y aquella clase media emergente paseando por la Calle Real los viernes en la tarde antes de entrar al cine Acacias.

—Todo cambió, todo cambió —repite ella ahora—, usted más que nadie lo debe saber.

Simón estudió Administración en la Universidad Metropolitana. Es el hijo que trabaja con ella, vigila y atiende; hay dos hijos más, fuera del país. Raquel recuerda que esta empresa eminentemente familiar comenzó con la importación de novelitas desde Marruecos. De eso hace ya 55 años. Una hermana de Ezer las mandaba. Con esas novelitas construyó su modo de vida, crio a los hijos. Se convirtió en uno de los más grandes importadores del país. Su viuda recuerda la mejor época, cuando tenían el local de Madrices a Ibarra, alrededor de 1990.

—Como le digo, éramos grandes importadores. Se traían toneladas de libros. Éramos mayoristas.

 

Maureen y su padre frente al local de la Steele’s Book Store el 30/12/2014.

La Steele’s Book  Store fue fundada por un caballero de nombre Errol Malcolm Steele, natural de Trinidad, en los años cuarenta en un local de la avenida Urdaneta. Empleó a un joven natural de San Joaquín, Alberto Solariz. Andando el tiempo la Steele’s Book Store pasaría a manos de Solariz, quien la mudó a dos locales contiguos de una calle que conecta Sabana Grande con la avenida Casanova, la primera luego de pasar el antiguo cine Broadway en dirección este-oeste. Maureen, una de sus hijas (la otra se llama Clara), calcula que ya en 1951 estaba su padre en este sitio donde habría de permanecer hasta bien entrado el siglo XXI, cuando ya no habrá revistas americanas, francesas e italianas para repartir pero sí algo de pulp fiction en una repisa a la entrada a mano izquierda. Lo demás es papelería, algunos artículos de oficina. Vestigios de un mercado antaño próspero. El viejo Solariz repartía los periódicos más populares de Estados Unidos en las petroleras y otras empresas americanas, así como los semanarios Time y Newsweek, entre otras publicaciones. Recuerda que por allí, en la esquina de arriba, estaba el Club Delicia y más allá una bomba de gasolina; en este mismo local, una carnicería, Johnny’s Meat Market. El viejo Solariz parece recordarlo todo aun cuando no hable mucho. Estos libros de Susan Howatch, Betrice Small y del Doctor Tortuga fue lo último que le dejó la tempestad. A esta hora ha terminado de cerrar y vender. Donde antes estuvo Steele’s Book Store, hoy hay una de esas taguaras donde reciclan cartuchos de tinta para impresoras. Su esposa Rosa María Aranguren de Solariz siempre lo ha acompañado. Dos hijos varones fallecieron.

Hubo una época muy deprimida para Solariz y su clientela gringa: cuando la buhonería invadió la zona. Quienes acostumbraban visitar su librería le decían que les daba miedo ir o que no tenían dónde estacionar el carro.

Detrás de las librerías reseñadas, una familia de respaldo, solidaridades que hablan bien de los seres humanos, proyectos de vida llevados a cabo en conjunto. A veces la historia resulta, vista desde lejos, dramática o risueña o ambas cosas alternándose.

Los libros que le quedaban a la Steele’s Book Store en diciembre de 2014.