Madrid, o Mayrit, como le decían sus primeros pobladores, se lee en sus calles y en la cara de sus viandantes, gente de muchos colores y lenguas. En cualquier muro o portal salta la liebre, una placa que recuerda al poeta, un nombre de calle evocador, un menú que parece el índice de capítulos de una crñonica picaresca. Madrid es un libro abierto, como quien dice
Sebastián de la Nuez
«Los chicos listos leen libros», dice un afiche en la vidriera de La Central de Callao. Es un escaparate dedicado a novedades para niños; el chico de la foto tiene una cara simpática y lleva lentes (el lugar común dice eso, que los niños lectores son niños con miopía).
La capital del Reino siempre anda buscando cómo escribirse a sí misma, dejar constancia de un acontecimiento o hacer crítica urticante, como en ese portal en cuya parte superior han colocado un gran dibujo de Forges, alfilerazo clavado en la sociedad del consumo tecnológico.
En la plaza de Tirso de Molina, los dominos, se venden flores, chucherías diversas y libros. Libros viejos sobre lo que queda del comunismo (nostalgias del subdesarrollo domesticado) y además camisetas con la figura del Che, panfletos de propaganda, polvorientos ensayos sobre Cuba o Lenin. Vídeos también.
Dicen que Madrid exhibe rasgos de toda gran ciudad: desarraigo-anonimato-indiferencia-prisa. Prisa sí que la hay, sobre todo en estaciones del metro como Sol o Embajadores —un gentío a toda hora— y por eso es recomendable marchar a buen paso y con los brazos en jarras, si uno va en la dirección opuesta al tumulto que acaba de salir de los vagones. La costumbre del ciudadano madrileño es no pedir paso sino avasallar a los otros viandantes… Pero esto último es medio mentira porque en realidad el madrileño por lo general es gentil y conversador.
De las otras tres condiciones de toda gran ciudad, si las hay, igual se encuentran sus antónimos: habrá desarraigo, pero también raíces, de las vegetales y de las otras, muy humanas y familiares. Habrá anonimato, pero también encuentro y reencuentro; indiferencia, pero en la misma medida, solidaridad y bondad muchas veces a flor de piel. De letras y letreros: está hecha esta ciudad y no solo por el Barrio de las Letras sino porque los nombres de muchas de esas calles llevan un personaje encima, o un referente del cristianismo en su denominación como la calle Válgame Dios y tantas otras con nombres de santos y vírgenes y congrecaciones sacerdotales o hitos de la Biblia.
Y hay veredas, muchas, rindiendo homenajes a letrados antes que a militares, de películas de Buñuel y oficios encantadores… como la calle de los Libreros, por Callao mismo.
Madrid desparrama sentido de lo histórico por las paredes de edificios antiguos bien conservados; para muestra, aquel por la calle de Atocha haciendo esquina con la actual Costanilla de los Desamparados —es una cuesta, aunque no muy pronunciada, que se adentra en el Barrio de las Letras— donde entró por primera vez el legajo del Quijote, hacia 1604, para ser impreso por el joven Juan de la Cuesta.
O este otro donde vivió Picasso cuando tenía 16 años. Ahí está su placa, en el Nº 5 de una calle estrecha y olorosa a orines rancios llamada de San Pedro Mártir.
Está otra pared en una esquina de Sol donde una vez, en la bodega o tasca de la planta baja donde hacían tertulia escritores y periodistas de principios del siglo XX, fue herido en un brazo Valle Inclán durante una discusión de pareceres que se convirtió en riña y traspié. La herida del ilustre ciudadano gangrenó y perdió el brazo. Ahí está la placa,
Incluso en los letreros, pintas, señalizaciones y grafitis Madrid habla. Incluso en los menús sobre pizarra al aire libre, Madrid habla. En los edificios de cierto relieve histórico, en los listados de precios de las peluquerías, Madrid habla. Con lengua propia. Con gracia; en ocasiones con enojo porque madrileño sin enojo no es un madrileño que valga.
Madrid tiene lengua y la luce incluso sobre las losas de la calle Huertas, con sus citas de Quevedo, Cervantes y Lope de Vega (entre otros). Madrid lee y se deja leer aunque sea incómodo hacerlo en el trajín del metro o en las estrecheces del bus. Cualquiera se puede sentar a las ocho de la mañana en un café, pedir un cortado y ponerse con un libro hasta la hora exacta en que le dé la gana. Nadie lo apurará.
En los quioscos de la Cuesta de Moyano crece una variopinta oferta de lecturas, tebeos, postales, enciclopedias, viejos libros ajados por el uso.
Es mentira que en esta ciudad a las librerías les vaya mal, aunque los libreros protesten. En estas librerías madrileñas se respira encuentro, vida, historia, novedad y misterio. En las «de viejo» se consiguen mapas, postales de la Falange, fotografías de los años 30, anuncios de Coppertone y Coca-Cola, correspondencia de quién sabe quien.
Las paredes hablan en su propia lengua, en Madrid. Por supuesto, eso incluye las grandes contradicciones del país y sus enclaves empeñosamente separatistas.
Hay una gran lápida señalando el sitio donde fue volado por la banda ETA, en diciembre de 1973, el prohombre franquista Luis Carrero Blanco. Fue una bestialidad, aunque la mayoría del pueblo español raso piense que se lo tenía bien merecido. La placa dice que aquí, en este edificio de la calle Claudio Coelho, «rindió su último sacrificio a la patria» este que era a la sazón presidente del Gobierno español. Más abajo se lee «muerte heroica». Simplemente, unos individuos pusieron bajo la calzada unos cuantos kilos de explosivos y, cuando pasaba su pulido automóvil por encima, hicieron detonar la carga, lanzando auto y ocupantes seis pisos más arriba. ¿Dónde está la heroicidad ahí?