¿Cuál es la consigna?

José Luis Biceño fotografiado en su casa, al lado de un retrato del actor y director de teatro Rafael Briceño, su padre (obra de Pedro León Zapata).

En los primeros años de la democracia representativa venezolana, tras la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, van y vienen los rumores. Es tiempo de manifestaciones, huelgas y concentraciones, muchas veces disueltas violentamente por la policía. El periodista José Luis Briceño, en su libro Clásicos de tres décadas venezolanas: 60, 70 y 80, propone un curioso ejercicio de memoria atando los cabos sueltos —o inexplorados— de un país que se debate entre el levantamiento sedicioso —con influencia castrista— y la socialdemocracia que ha alcanzado el poder en las elecciones de diciembre de 1958. La televisión, la publicidad, las modas y las costumbres forman parte de su relato. He aquí extractos del primer capítulo

José Luis Briceño

Las expresiones «movimiento sedicioso» y «facciosos» se vinculan con atentados y explosivos, secuestros y alzamientos que forman parte de los titulares aparecidos en los medios de comunicación. Se habla bajito y con temor a ser escuchado, como en aquel comercial de televisión de cigarrillos Lido en el que dos hombres conversan junto a un poste en una calle y de pronto aparece un intruso que los está observando, los sorprende y les pregunta «¿Cuál es la consigna?» Inmediatamente entra un jingle musical y un coro que responde: «Pido Lido. Lido pido Lido». La cámara muestra el paquete del producto y los tres hombres fuman felices. La pantalla del televisor blanco y negro, generalmente ubicado en la sala donde la familia se reúne para ver programas como La craneoteca de los genios, El show de Víctor Saume, Ritmo y juventud o Patrulla de caminos, se llena de humo.

Había en las caras de aquellos actores del comercial de Lido un gesto que parecía abrigar la esperanza y la felicidad que les deparaba a los venezolanos el final de una época hegemónica y brutal, y el comienzo de una nueva en la que paradójicamente se les invitaba con urgencia imperativa a escoger libremente una opción, una marca, lo que les diera la gana. «Ahora ordenan ustedes», parece decir el visitante con su pregunta, sin dejar de lado el clima de expectativa, conspiración y sobresalto que vive el país, dividido entre «golpistas malos» de derechas, militares simpatizantes de Pérez Jiménez y «golpistas buenos», partidarios de una revolución a la cubana y conformados por civiles de izquierda, militares activos, simpatizantes y militantes del Partido Comunista de Venezuela (PCV) y el Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR).

Una de esas insurrecciones de derechas ocurre el 26 de junio de 1961 contra el presidente Rómulo Betancourt. Se origina en el cuartel Pedro María Freites de Barcelona, estado Anzoátegui, y los alzados, antiguos jefes militares del gobierno de Pérez Jiménez, apresaron al gobernador y al secretario general de gobierno. Con la ayuda de sectores civiles y militares, un grupo de partidarios del presidente rescató el cuartel Freites y al final de la tarde los sublevados eran capturados y enviados a la capital. «El Barcelonazo» dejó un saldo de treinta muertos y cincuenta heridos. Al final de ese día Betancourt entró a su despacho en Miraflores, encendió su pipa y fumó. Ni los pensamientos ni el humo que se expandió esa noche por la habitación eran blancos.

La campaña de Lido aparentemente sigue la noticia y hay espacio para todo, incluso para importunar con la pregunta a los marcianos que según rumores publicados en los periódicos llegaron en sus platillos voladores. Una parte del país fuma y conspira. La otra fuma y espera, como en la canción de Sara Montiel, los resultados de nuevos allanamientos que conduzcan a la policía a descubrir otras intentonas. Los adolescentes siguen la consigna y la mujer fuma. Acompaña al hombre en aquel spot que se ubica en un apartamento donde ella canta y él maltrata un violín que desentona y perturba la tranquilidad de los habitantes del edificio. Alguien toca fuerte la puerta pero el ruido imperante les impide escuchar el llamado. Los vecinos la derrumban y entran violentamente a la sala. Uno de ellos, el más alto y fuerte, se acerca a la pareja y hace la pregunta esperada por el público televidente. Todos fuman.

 

«EL CARUPANAZO»

Enero de 1962 comienza con una huelga de transporte general y en abril el gobierno admite la existencia de las guerrillas, coordinadas por las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN), organización clandestina creada durante ese mismo año. Las direcciones del PCV y del MIR toman la decisión de derrocar a Rómulo Betancourt. Es definitiva, enfatiza Agustín Blanco Muñoz en un reportaje publicado en mayo de 1982 en El Nacional, veinte años después de los acontecimientos. La consigna, que serviría de inspiración a un movimiento golpista de izquierda integrado por «militares progresistas» y el pueblo, es «Nuevo gobierno ya».

El 13 de febrero del 62 se celebra el tercer aniversario del gobierno, con un gigantesco mitin en El Silencio. En medio de una gran tensión ocasionada por un grupo de agitadores en el lugar, Betancourt lanza más en tono de advertencia que de consigna su famosa frase:

«Yo soy un presidente que ni renuncia ni lo renuncian.»

«La chispa que no incendió la pradera» es un titular que produce cierta sorna e invita al lector a adentrarse en el texto de Blanco Muñoz, parada obligatoria en la que el testimonio de Guillermo García Ponce, jefe de la lucha armada del PCV, es más audacia y cinismo que confesión o culpa. Sus palabras son claves para entender lo que fue «El Carupanazo», primer intento de «golpe de Estado bueno», producto de la alianza entre la izquierda y los militares «progresistas» de la Marina llevado a cabo el 4 de mayo de 1962.

La teoría de la chispa nace cuando muchos de los oficiales «comprometidos» con los que se reunía García Ponce pasaban a la categoría de sospechosos y eran trasladados o simplemente decidían no participar. En vista de que no estaba planteado armar un movimiento sistemático, surge una vía rápida, inspirada más en la fe que en la dialéctica, según la cual «(…) al levantarse una guarnición, las diferentes guarniciones insurgirían en armas también. El país entero (la pradera) ardería y la chispa habría cumplido su misión».

Los cañones de 106 milímetros dirigidos por el coronel Mendoza hicieron su trabajo. En la reseña de los acontecimientos publicada en El Nacional el 6 de mayo de 1962, se informa que bastaron cuatro disparos para que los insurrectos huyeran dejando «miles de proyectiles en sus cajas y numerosas armas».

En algún momento del día, antes de que el capitán de corbeta Molina Villegas anunciara en un mitin que la decisión de rendirse había sido tomada para evitar un derramamiento de sangre, algunos de los integrantes del Movimiento de Recuperación Democrática se detuvieron para encender un Lido. Fumaron con gran ansiedad mientras esperaban la hora de entregarse. Aspiraron fuerte y exhalaron un último deseo que no se cumplió. «No se incendió ni un milímetro de pradera».

 

LOS INSURRECTOS CONTRIBUYEN CON LA PAZ

En la reflexión que hizo García Ponce a Blanco Muñoz veinte años después de los acontecimientos, dijo:

«Yo no conocía Carúpano. Después, cuando fui y conocí el sitio escogido para la chispa, dije, pero bueno… los que conocían Carúpano cómo no dijeron… Aquello, chico, le ponían un buque allí y quedaba aislado del resto. Paralizando la carretera de Carúpano ya no había nada que hacer. ¡Si yo hubiera conocido antes Carúpano!»

Por fortuna, el número de muertos en Carúpano fue muy bajo, al contrario de lo sucedido en «El Porteñazo», el alzamiento del 2 de junio en Puerto Cabello, planificado por el capitán de corbeta Víctor Hugo Morales y el capitán de fragata Pedro Medina Silva, donde los enfrentamientos duraron varios días y el número de bajas fue alto (varía según las fuentes consultadas).

En total y según el periodista Alí Brett Martínez, autor del libro El Porteñazo, historia de una rebelión, citado por Blanco Muñoz, durante el gobierno de Betancourt se produjeron veintidós intentos de golpe.

Mientras todo esto sucedía, Gustavo Machado, presidente del PCV, se encontraba en Moscú:

«Me sacó el propio partido mediante una decisión del Comité Central. Allí se celebraba el aniversario número cincuenta de Pravda, el periódico del partido comunista soviético», le señala a Alicia Freilich de Segal, autora de La venedemocracia. ¿Cómo se explica que siendo usted presidente del partido no estuviera enterado de los dos intentos de golpe contra el gobierno de Betancourt? «Yo estaba enterado, pero no querían que participara. Yo tenía más experiencia militar, pero había otros que aspiraban a ser los nuevos jefes, ¡ja, ja, ja!, los comandantes, como se hacían llamar.»

La profesora Freilich pregunta si el doble juego del PCV fue haber participado en las elecciones democráticas de los últimos veinte años y mantenerse a la espera de una oportunidad para dar el golpe. Responde Machado:

«No. Esa es una desviación que le ha hecho mucho daño al partido. Yo estuve opuesto a esa gente y su mentalidad belicista. Fracasamos en la guerra de guerrillas porque no había un concepto claro de lo que era eso. Y nuestra situación no era para tal cosa. Yo dentro del partido estuve opuesto a esa tesis…».

En su ensayo Los grandes hechos políticos entre 1943 y 1988, el historiador Manuel Caballero plantea que a partir de 1962, con el fracaso de las dos insurrecciones, los militares se someten al poder civil. Esta situación privilegiada en toda América Latina se debe en partes iguales a «Rómulo Betancourt desde la presidencia y a quien en la calle resultó su mejor aliado para tranquilizar a las Fuerzas Armadas, a saber, la izquierda insurrecta».

A partir de ese momento y durante el resto de la década, el ejército se dedica a perseguir al movimiento guerrillero focalizado en las ciudades y en las montañas hasta que logra reducirlo a pequeños grupos que se van integrando al sistema mediante el proceso de pacificación. De esta forma se detiene el peligro que amenazaba con revertir dos de las grandes conquistas del siglo xx venezolano, según Caballero: «(…) la paz y la democracia. Con la primera, tan subestimada porque la vivimos a diario, se dejó en el siglo xix la única manera de hacer política que era la vía del plomo».

 

CAYÓ LIDO

La campaña publicitaria de Lido en cierto grado refleja la incertidumbre y la violencia vivida por el país. El destino de la marca, que llega a tener 78 por ciento de participación de mercado a finales del 68, sufre inesperadamente un desenlace similar al que tuvo el movimiento guerrillero y subversivo del momento. Un rumor que asociaba su consumo con el cáncer revierte la consigna y en pocos meses Lido deja de ser «el cigarrillo más pedido». El mensaje —según el libro Rumores en Venezuela de Iván Abreu— señalaba que las hojas de tabaco utilizadas para su elaboración eran secadas con rayos ultravioleta para acelerar la salida del producto y satisfacer la incesante demanda del mercado.

El contragolpe iniciado a finales de 1969 por la Compañía Tabacalera Nacional (CATANA) para defenderse del infundio, consiste en una campaña en la que un personaje de nombre Juancho informa al público el tiempo de maduración y el proceso al que la empresa sometía el tabaco utilizado para la elaboración del producto. El cantante y compositor Simón Díaz participó en uno de los comerciales y con su prestigio trató de restarle credibilidad al rumor, logrando más bien expandirlo entre otros públicos que lo desconocían. No había nada que hacer. Cayó Lido. Paradójicamente el líder resultó víctima de un rumor maligno que se reprodujo como metástasis en un mercado que le prometía todavía muchos años de vida.

A Bigott, competidor y sospechoso habitual en estos casos, se le atribuyó el rumor. El país tendría que esperar hasta el año 92 para tener una ley como la de Pro-Competencia para regular, investigar y castigar este tipo de prácticas, muy difíciles de probar y contrarias a las normas de convivencia pacífica del capitalismo.

CATANA asimila bien el golpe y en un intento post mortem de resucitar a Lido, lanza una pieza publicitaria en la que los jóvenes Jorge Citino y Herminia Martínez bailan al ritmo de música moderna. La alusión al producto era más indirecta y no se fumaba delante de la cámara, una innovación que rompía con la regla clásica del mercadeo, que entonces exigía el uso del producto en la pantalla. De allí en adelante los mecanismos de persuasión utilizados serían menos agresivos con el consumidor.

La juventud, los deportes y los lugares abiertos como la playa, pasarían a desempeñar el papel de protagonistas en las campañas de tabaco durante las décadas de los setenta y principios de los ochenta, años en los que la paz, nunca lo suficientemente bien apreciada en Venezuela, está presente. Gracias a ella y a la democracia, cualquier persona tiene la posibilidad de ejercer libremente unos derechos que le permiten desde encender un simple cigarrillo y fumárselo con placer en el sofá de su casa y esperar, a la manera de Sara Montiel, a su esposa o amante, hasta algunos más complejos como establecer una fábrica exitosa de condones, dirigir una película que según Rómulo Betancourt glorificaba la guerrilla, o competir en las elecciones de 1998, después de que un teniente coronel como Hugo Chávez Frías intentara un fallido golpe de Estado para apoderarse de la presidencia de la república.

Astor, también de CATANA, pasa a sustituir al fallecido Lido y hereda casi todo el porcentaje de mercado que tenía su predecesor. El rojo de su empaque lo emparenta simbólicamente con los comunistas. «Los rojos ni se crean ni se destruyen, simplemente se transforman». Gran verdad del novelista español Manuel Vázquez Montalbán. Se impone el azul, más ecológico y natural, y CATANA lanza en el 74 Astor Baby Blue. A principios de esa década se discute en el Congreso de Estados Unidos la eliminación de la publicidad sobre cigarrillos, un campanazo que anuncia lo que décadas más tarde sería una cruzada antitabáquica que defiende los espacios libres de humo y acosa por contaminadores a los fumadores. A los comunistas nadie los persigue. Permanecerán por largo rato en un limbo político, invernando y despertando en cada elección, a la espera de una nueva y perversa mutación que se hará sentir con la llegada del nuevo siglo.