La hija de Jóvito

María Eugenia Villalba es la viuda del profesor Jesús Sanoja Hernández y albacea de su legado, escaso en términos monetarios pero rico en libros y papeles. He aquí el testimonio de […]

María Eugenia Villalba es la viuda del profesor Jesús Sanoja Hernández y albacea de su legado, escaso en términos monetarios pero rico en libros y papeles. He aquí el testimonio de una mujer que habla con el corazón en la mano sobre su relación con quien contribuyó a formar varias generaciones de periodistas. En su periplo verbal pone al descubierto la manera de ser de Jóvito Villalba y Gustavo Machado, protagonistas de una buena parte de la Historia del siglo XX venezolano

Sebastián de la Nuez  / Fotos: Mariana Yépez

Yo me casé con Jesús en 1958. Nuestra primera casa estuvo en Colinas de Bello Monte, y diez años después nos vinimos para acá, a Santa Eduvigis. Jesús cae preso en la Digepol y conoce a un señor que se llama Germán Socorro, que era constructor, y le dice a Jesús que está construyendo unos edificios y que Mateo Manaure iba a hacer las fachadas. Mi mamá se entusiasmó con la idea de que nos mudáramos para acá y, según Germán, no íbamos a pagar nada. Vinimos a ver esto pero no estaba terminado; igual dijimos que sí, que lo comprábamos, porque supuestamente no íbamos a pagar nada.

Mi mamá es Elsa Vera, casada con Gustavo Machado. Pero mi mamá se casó en primeras nupcias con Jóvito Villalba y tuvo dos hijos, Alcides y yo. Y se divorcia. Cuando mi papá le anuncia que se va a casar con Ismenia, mi mamá se va para México. Mi mamá era una mujer muy bella pero Ismenia era sobrina de mi papá y no era una elección, se tenía que casar con Ismenia. En México, mi mamá conoce a Gustavo y se casa con él. A mi casa, siendo Gustavo comunista, llega Jesús exilado. Creo que eso fue en 1952. Gustavo editaba en México Tribuna popular y Jesús le llevaba a la casa artículos todos los días. Cuando mi papá sale expulsado a Trinidad, mi mamá me manda con él y yo estuve allí un año, cumplí doce años estando allí. Allí conozco, por cierto, a Rafael Cadenas, que también estaba expulsado, y a Alberto Ravel. Cuando a mi papá lo expulsan de Trinidad a Estados Unidos, yo no quise seguir con él y me regresé a México, y allí es cuando me empato con Jesús, yo tenía como catorce años y Jesús veinticinco. Pero a Jesús le dan entrada dos años antes de la caída de Pérez Jiménez, con unas visas que dio el partido para estudiantes. De modo, pues, que tenía que regresar. Cuando llega [a Caracas] se incorpora otra vez a escribir en los periódicos, le da entrada Ramoncito [Ramón J. Velásquez] en Élite, con seudónimos todo el tiempo. Mientras tanto nos seguíamos escribiendo hasta que yo regreso en 1958 y nos casamos. Cuando llego él está trabajando en El Mundo, tenía una columna  universitaria.

SOBRE LA BODA

Cuando mi papá supo que tenía amores con un comunista, se puso muy bravo y fue a México. Yo tenía catorce años, ni había terminado de estudiar. Pero cuando llega a México, Jesús ya se había venido, así que no se conocen en ese momento. Mi papá y Gustavo se llevaban muy bien. Cuando regreso, todo el mundo se estaba casando, y nosotros no teníamos plata. Jesús se redondeaba al mes con ochocientos bolívares. Cuando le digo a mi mamá que me voy a casar ella me dice que no puedo porque era menor de edad. Y como mi papá había reaccionado muy mal, pensó que no me iba a dar permiso. Le dije entonces que si ella no me daba permiso, iba a ir a pedírselo a mi papá, y así hice. Mi papá me dijo, pata de rolo:

—Dile que venga a hablar conmigo.

Así que le dije a Jesús que tenía que ir a hablar con mi papá. Mi papá vivía al lado de donde está El Coyuco [sitio de pollo a la brasa en Los Palos Grandes], en la casa de la esquina donde está ahora un restaurante chino. Mi papá estaba en plena campaña electoral. Ellos no se conocían y llega Jesús a presentarse e inmediatamente comienzan a hablar de política… y cuando ya nos íbamos, que yo ya estaba desesperada, mi papá le dice:

—¿Tú no venías a hablar algo conmigo?

Jesús le contesta:

—Ah, bueno, que María Eugenia y yo pensamos casarnos.

—Bueno, cómo no. Pero se tienen que casar en diciembre porque yo estoy muy ocupado.

Nos casamos el 19 de diciembre no por la Iglesia, puro civil. La familia de Jesús sí era católica. La mamá de Jesús era una mujer del interior, muy discreta, incapaz de decir algo al respecto. El vestido me lo escogió mi tía Hilda Vera, la actriz, y como estaba muy a la moda, sabía escoger los vestidos. Pero no nos alcanzaba para comer, entonces conseguimos un apartamento alquilado en Colinas de Bello Monte e íbamos a almorzar a casa de mi mamá todos los días, a Los Palos Grandes, donde vivía con Gustavo. Ellos tuvieron relaciones estupendas toda la vida. Yo no me crié con mi papá sino con Gustavo, la verdad. Ismenia vivía peleada con mi papá porque él siempre le ponía los cuernos, de hecho Ismenia no fue a mi boda porque estaban peleados. La celebración fue en casa de mi tío Enrique, Enrique Vera Fortique, que vivía en una casa en Chacao, donde queda la Pastelería Francesa en la calle Mohedano. Nos casamos en la prefectura de Chacao. Vivimos en Bello Monte un año. Allí nació mi primer hijo. Compramos un automóvil con lo que nos regalaron en la boda, en cómodas cuotas. Era un Goggomobil. Una belleza. Un automóvil alemán, tipo cupé, que tenía sólo dos asientos y se usaba como una motocicleta. Atrás tenía una tablita, donde se sentaba Manuel Caballero. Nos duró cinco años. Cuando gana el Partido Comunista una buena representación en el Congreso, le ofrecen a Jesús el cargo de secretario de la sección parlamentaria. Y ya ganaba mil doscientos bolívares, entonces nos mudamos a un apartamento en El Bosque porque ya íbamos a tener nuestro segundo hijo. Allí tuvimos la niña y vivimos diez años, en la avenida Principal de El Bosque, cuando aún no existían las avenidas Solano ni la Libertador. Ahí quedaba la casa de Eugenio Mendoza antes de venirse para acá. Allí vivieron varios comunistas, entre ellos Pedro Beroes y Rodolfo Quintero. Allí fue que pusieron preso a Jesús, cuando empezó la represión de Betancourt. Ese apartamento todavía está a nombre de Jesús, porque lo toma mi tía Hilda cuando se estaba divorciando de Luis Salazar, y después ella se lo deja a Luis Salazar, y Luis Salazar se lo deja a su hijo cuando muere, a Luis Antonio Salazar, que es fotógrafo.

Mi mamá decide que este [se refiere al de Santa Eduvigis] era nuestro apartamento porque tiene una pared donde Jesús podía poner sus libros. El problema es que nosotros no teníamos plata. Pero Alcides sí, porque él trabajaba en el Banco Central y les daban unos préstamos muy buenos, y con muy cómodas cuotas para pagar. Jesús ya estaba como docente en la Universidad [Central de Venezuela] y yo trabajaba como secretaria también en la Universidad, pero los dos sueldos no nos daban para pagar este apartamento. Yo había viajado a Curazao con la mamá de Boris Muñoz, que era amiga mía, Nelly Olivo, casada con el poeta Muñoz, y ella fue la que me metió a trabajar en la Universidad. Inventamos ir a Curazao a comprar ropa para vender y poder sobrevivir, yo tenía ahorrado como diez mil bolívares; y así fue que pudimos pagar la cuota inicial. Cuando el Banco estudia si nos van a dar el préstamo, nos lo rechazan. Porque no teníamos entrada para pagar novecientos cincuenta bolívares. Pero tuvimos la suerte de que mi tía Hilda acababa de empezar amores con el presidente de todas las entidades de ahorro y préstamo. Y así fue que pudimos comprar el apartamento.

MEV ante lo que quedó luego de la donación de la biblioteca de JSH.

Cuando [el concesionario] Goggomobil se fue de Venezuela y no conseguíamos repuestos, le pedí a mi papá que me comprara otro carro. Él me dijo que me podía dar la cuota inicial si yo pagaba el resto. Mi papá me compra un Volkswagen y me lo da. Al final me lo pagó todo. Pero cuando viene la lucha armada, el Volkswagen estaba a nombre de mi papá. Entonces él me llama y me dice que quiere que el carro se pase a nombre de nosotros. Mi papá [se refiere a Gustavo Machado] nunca nos visitó, nosotros nunca lo invitamos; sólo vino para acá muchos años después.

No teníamos susto porque Jesús no estaba metido en la lucha. Gustavo estuvo siempre en contra de la lucha armada y Jesús también. Lo desaparecieron varias veces. Lo que hacían era ruletearlo. Había un artículo que decía que si no le llevaban a cabo juicio tenían que soltarlos, entonces, para no soltarlos, les daban la tarjeta de excarcelación y los volvían a meter presos. Y eso fue lo que pasó con Jesús. Lo tenían preso en la jefatura de San Agustín, lo soltaron, y cuando lo fuimos a buscar nos dijeron que ya lo habían soltado, pero nosotros no lo conseguíamos.

Jesús empezó a dar clases en Letras, en la UCV. Cuando comenzaron los cuestionamientos se fue, aunque a él no lo habían cuestionado como profesor. Él era un tipo muy modesto en su forma de ser. Un día le pregunté por qué se quería ir si él, junto a Rafael Cadenas, era uno de los profesores a los que no habían cuestionado, y él me dijo: “Es que yo a esta gente no tengo ya nada que enseñarles”. Y se fue para Periodismo. Él iba como profesor invitado.

Jesús fue un hombre muy feliz, hizo todo lo que le gustaba hacer, y de los problemas económicos me encargaba yo. No es que no trabajara, porque él trabajaba y me lo daba todo, pero no le importaba lo que ganara: no sabía ni dónde firmar un cheque. Un día entró por la puerta y me dice:

—¡Me encanta mi casa!

Le contesté:

—¡Cómo no te va a gustar si no has puesto ni un clavo en ella!

Nunca. Una vez mi mamá me regaló unas lámparas de cristal que me había traído de México. Entonces yo, brava, digo:

—Tengo años queriendo poner las lámparas y no tengo a nadie que me lo haga.

Entonces él me contesta y me dice:

—Ya va, ya te las voy a poner. ¿Dónde van?

Y agarra una silla y se monta y la silla se resbala y destroza las lámparas. ¡Bueno, ni siquiera ponía la cinta de la máquina de escribir! Hay un cuento de Caballero, que te dice que un día vio los artículos en papel carbón y le pregunta a Jesús que si ahora estaba haciendo copias de sus artículos. Resulta que Jesús le contesta:

—¡No, chico! Es que María Eugenia no había llegado, no había comprado la cinta, no me la había puesto, entonces le puse papel carbón para poder escribir.

La última máquina de escribir que tuvo fue una eléctrica que yo le compré y que al final no le conseguíamos la cinta. Entonces regresó a las de antes; incluso tuvo una de Miguel [Otero Silva], que Miguel había botado y Jesús la recogió y la usó. La tuvo muchos años. Yo la boté, honestamente. La primera que tuvo utilizaba cinta de papel, y esa no me servía porque no duraba nada y era costosísima. La cinta no duraba sino para 25 o 30 páginas. Entonces conseguí una de cinta de nylon y cuando ya no se conseguían cintas, entonces vino la tragedia de cómo iba a escribir. Tuvimos que rescatar unas que tenía allí, conseguí a alguien que las medio arreglara y así fue que siguió escribiendo. Se le compró un fax para que pudiera enviar los artículos y no tuviera que ir, porque él iba a entregar los artículos a El Nacional, a 2001, todas las semanas, y estaba escribiendo para el interior también; y llegó un momento en que tenían tantas correcciones que empezaron a reclamarle que no se leían, etcétera. Él había comenzado a trabajar como asesor en El Nacional. Había una muchachita aquí, de la conserjería, que no conseguía trabajo. Y a mí no me gustaba trabajar con él, a pesar de que yo ya estaba jubilada de la Universidad, porque siempre peleábamos. Yo no entraba para nada en la biblioteca. Nadie entraba a limpiarla. Creo que por eso se enfermó, sinceramente. La última vez que entré a la biblioteca me caí, me resbalé con los periódicos, porque él tenía la manía de comprar todos los periódicos y recortarlos y dejaba las pilas en el suelo. Le pedí a la muchachita de la conserjería que me ayudara a arreglar esa biblioteca siempre que Jesús saliera. Le dije:

—Cada vez que veas salir a Jesús, subes. Yo te voy a pagar por hora.

Ella subía y fuimos limpiando desde abajo, hasta que llegó el día en que se dio cuenta y dijo:

—Pero bueno, ¿qué está pasando aquí? ¡Me están botando mis cosas!

Le dije que sí, que me iba a divorciar, y como había decidido divorciarme, tenía que mostrar el apartamento, y como tenía que mostrar el apartamento, tenía que mostrar también esa área. Entonces se limpió toda. Le dije que no se preocupara, que Marlene le iba a organizar los recortes en sobres identificados por materia. Es que yo de repente lo encontraba escribiendo en la cocina, agarraba la máquina y escribía en la cocina porque ya no podía entrar a la biblioteca. Llegó un momento en que no podía entrar. Cuando logré hacer eso [ordenarle su biblioteca], el tipo empezó a producir no te imaginas cómo. Es que si él iba a hacer una investigación, sacaba veinticinco libros y los dejaba por ahí y se le iban perdiendo. Entonces a esta muchacha, con el dinero que Jesús recibía de la asesoría en El Nacional, le pagaba para que todas las mañanas fuera a mantener eso. A la biblioteca se le pasó pulidora por primera vez, se limpió por primera vez. En ese momento se murió mi papá, me regalaron su biblioteca y le pudimos hasta poner más estanterías y organizar sus sobres en cajas. Yo fumigaba cada seis meses. Entonces, las cajas las metimos en un cuartico, pero nunca sacó un papel de ahí porque ¡no podía; eran pilones de cajas! Pero pudo disfrutar de su biblioteca por primera vez. Tenía sus libros a mano y empezó a producir más. Compraba todos los periódicos y los botaba después de recortarlos.

El caos según Jesús Sanoja Hernández. Foto de una foto colgada en la casa de Santa Eduvigis.

EL DESORDEN Y LA PC

Fue muy desordenado toda la vida. Este último libro [de la editorial Debate] fue una tragedia. Lo ayudó el nieto porque se le perdió la bibliografía. Él confiaba mucho en su memoria, pero ya le estaba fallando, tenía ya setenta años. Ya no tenía la secretaria que lo ayudaba, entonces comenzó el desorden otra vez. Ya no era Marlene, la de la conserjería (que como la entrenamos tan bien consiguió trabajo en un banco. Después de ella vinieron tres más). Pero antes vino la computadora: él escribía sus artículos en máquina, Marlene se los pasaba a la computadora y los mandaba. Pero en 2002 suspendieron el pago de la asesoría en El Nacional y tuvimos que prescindir de la persona que nos ayudaba. Entonces entre mi hijo, el mayor, que es ingeniero electrónico [Gustavo Sanoja], quien le había regalado la computadora a su papá, el nieto y yo (me puse a aprender, porque si no aprendía yo él no iba a aprender), nos pusimos en eso. No era una máquina muy moderna pero sí tenía una pantalla muy grande. Un día en la computadora se le perdieron como ochenta páginas y no sabíamos cómo respaldar la información. Y no las había impreso. Tuvimos que volverlas a hacer. Y la bibliografía se le perdió, porque ya la biblioteca estaba desordenada otra vez. Y el nieto fue quien lo ayudó, porque tiene una memoria igualita a la del abuelo.

Jesús no tenía ningún sentido práctico. No sabía usar un fichero. Escribía rapidísimo, en la máquina de escribir. Jesús tenía muchas mujeres atrás, ¡trabajaba en la Universidad!, conozco el medio, sabía cómo eran las cosas. Y le dije: no es que no hayas tenido a alguien con quien dejarme, sino que no estás seguro de quién te va a soportar esto, por más intelectual que sea. Le dije un día:

—Vamos a hacer un trato, tú te traes a tus intelectuales para acá para que te ayuden a organizar y yo me divorcio.

Hasta me traje libros de él desde México.

Cuando Jesús se vino de Tumeremo, llega con una hermana de él y su esposo. Él se vino a estudiar bachillerato. Llegó a casa de una tía que tenía una pensión. El padre de él se enferma con diabetes y decide venirse a Caracas. Compraron una casa en San Antonio, la avenida que da hacia los Estadios. Entonces viven todos en esa casa y es cuando se incorpora al Partido Comunista. Y también cuando lo ponen preso. La hermana era una maniática de la limpieza y le limpiaba la biblioteca todos los días. Tenía la biblioteca en el garaje con unos estantes y guardaba allí lo que le mandé de México y lo que se trajo de su estadía de París (tres meses se fue a bonchar). Su inteligencia era muy abarcadora.

EL PODER

Jesús les dejaba de hablar a quienes llegaban al poder. Cuando Simón Alberto [Consalvi] nos invitaba a eventos de la Cancillería, era yo la que le decía que fuéramos. Llegábamos, y cuando veía que se acercaba el presidente a saludar, se alejaba. Yo siempre le respeté eso. Jesús era incapaz de preguntarle a la gente [que lo contrataba] cuánto le iban a pagar, y le pagaban siempre lo mínimo. Jesús se jubiló de la UCV con el sueldo mínimo porque se negaba a hacer el trabajo de ascenso. Hizo sólo un trabajo de ascenso, tardó quince días y fue cuando el allanamiento de la Universidad durante Caldera, cuando dijo que iba a botar a todos los profesores que no hubieran ascendido. Pero después no logré más nunca que hiciera un trabajo de ascenso. Ahí tiene miles de trabajos que hubieran podido servir para eso. Hasta decía que no estaba de acuerdo con los años sabáticos: yo le decía que los agarrara para que los muchachos aprendieron idiomas. Yo trabajaba en la Facultad de Ciencias como jefe de Control de Estudios. La cuestión económica no le interesaba, y como se encontró conmigo, que me encargaba de todo… Me casé muy joven, nunca me habitué a pedirle dinero. Empecé a trabajar y tenía mi independencia económica. Jamás tuvo una chequera. Una vez le di una extensión de mi tarjeta de crédito, me dijo que el partido le iba a dar para pagar el pasaje de una conferencia a la que fue. Y le dije que hasta allí llegaba la tarjeta de crédito y no me dijo nada porque sabía que el partido no le iba a dar nada. Con lo de Cadivi fue que se sacó una tarjeta de crédito, porque íbamos a ver a nuestra hija que está en Estados Unidos.

Una vez me llamó Miguel para que convenciera a Jesús de que entrara a El Nacional, pero él dijo que no. Dijo:

—No voy a estar haciendo, cada vez que se muera alguien, la nota de que se murió.

Lo llaman para lo del libro de Odebrecht. Él ya se había comprometido con Simón Alberto Consalvi para el libro de Gómez. Lo llama Luis Vezga Godoy para firmar el contrato y discutir sobre los honorarios. Él me pregunta cuánto podría cobrar. Yo le dije que cobrara cien bolívares por cuartilla. Eso eran como cinco millones. Se va a la entrevista. Y cuando regresa se pone como un muchachito y me cuenta que iba en el carro y Vezga Godoy recibe una llamada de Arráiz Lucca, que estaba cobrando veinte millones. Y le pregunta a Luis si él iba a cobrar eso también, y Luis le contesta que tenía que cobrar más que Arráiz Lucca y terminó cobrando treinta millones. Con eso nos compramos el carro que tengo.

ELLA Y JÓVITO

Papá y yo tuvimos una época muy separados, por el proceso político. Realmente me crié con Gustavo, y el mundo de Gustavo era muy diferente al de mi papá. El mundo de papá era muy adulante, y eso no me gustaba. Fíjate que mi primer hijo se llama Gustavo. Mi papá no era muy familiar. Gustavo, en cambio, era un hombre muy tierno, muy agradable. De hecho, cuando Jesús se regresa a Venezuela yo le decía a Gustavo que tenía que ayudarme a escribirle las cartas, porque no le iba a mandar cartas con errores ortográficos. Entonces Gustavo se sentaba conmigo, todas las semanas, a escribir las cartas conmigo. Eso no lo hace cualquier padre. Esa diferencia sentimental era muy fuerte. Uno iba un domingo a casa de mi papá y siempre estaba llena, era como un club social. Yo me vine a reencontrar con mi papá ya en su vejez. Pero él admiraba mucho a Jesús, y siempre les decía a los otros hijos que la que mejor se había casado era yo. Era el único que era político. Y él estaba con Jesús y siempre hablaban de política. Cuando se graduó mi primer hijo, él estaba muy orgulloso, por supuesto; me preguntó qué le iba a hacer y yo le dije que algo pequeño y familiar porque no tenía plata. Pero él mandó a hacer una fiesta y pagó mesoneros y demás. Y cuando nació por supuesto que apareció en todas partes como “el primer nieto de Jóvito Villalba”.