El Museo del Prado, al alcanzar los 200 años, no es un universo de las artes plásticas sino muchos universos al mismo tiempo; un encuentro de miradas, una lujosa aglomeración de alucinaciones, un compendio de épocas y cada una de ellas envuelta en aproximaciones y técnicas que han dejado una impronta, un camino trazado. Es como asomarse a diez mil maneras de mirar, diez mil ventanas abiertas de par en par. En esta nota, apuntes sobre chinas que andan aprisa, retablos polícromos y un pincel piadoso: el de Fra Angelico
Sebastián de la Nuez
Hay una amplia sala circular en la planta 0 del Museo del Prado con un banco, redondo y de madera, en el centro, para descanso de los visitantes. Esta sala es como una rotonda con varias salidas y entradas a otras estancias. Conecta con pasillos con ascensores que van hacia los pisos 1 y 2 del edificio Villanueva. De repente se abren las puertas de un ascensor y sale en tromba un contingente de damas chinas que se dirigen raudas, con sus vestidos de colores vistosos ondeando como banderas, a ocupar asiento en el banco como si fuera el último que quedase sobre la Tierra.
Por cada quince chinas, quizás un chino.
A los dos minutos vuelven a abrirse las puertas del mismo ascensor y aparece una segunda hornada de chinas, pero estas se dirigen sin dilación a una de las salas a las que da acceso la rotonda. Las primeras, las que se han sentado a descansar, las siguen remolonamente.
En este sector verán tablones de madera trabajados con una paciencia que ya no se estila hoy en día. Mejor dicho, no es que no se estile; no existe. Es imposible que en la mente de un nerd —millennial o miembro de la Generación Y— entren las dimensiones de la constancia de un Juan de Juanes, por poner un caso. El retablo mayor de la iglesia de San Esteban de Valencia —pero evidentemente hace siglos dejó de estar en Valencia— muestra escenas de la vida pública del santo en una obra monumental del XVI que se debe al artista Juan de Juanes, representante del Renacimiento español. Es un retablo que fue desmontado hacia 1800 y ahora los museólogos no podrían saber en qué orden se encontraban las tablas; en todo caso, son seis imágenes de la vida del santo —que fue diácono— y tres de la Pasión de Cristo.
Producen asombro los retablos de la planta 0 y los de la recién estrenada muestra que le rinde homenaje a Fra Angelico y su Anunciación: esa tenacidad en el trabajo detrás de la cual solo puede haber una profunda fe religiosa, esa determinación conectada al espíritu bombeando entusiasmo al comienzo de cada jornada y el deseo conmovedor de alcanzar la Belleza. «La gloria, el espejo, el armamento de los pintores», dijo Fra Angelico. La suya es la exposición más visitada por estos días en El Prado.
Tenacidad, fe, búsqueda incansable de armonía, morosidad para el disfrute de la obra mientras se hace. De otra manera no es posible imaginar estos logros. Esta gente gozaba haciendo lo que hacía. Puede entreverse delicadeza al manipular la punta del pincel, materiales amasados con una lujuria inverosímil. Se dice que Angelico —un apodo posterior a su muerte— inventó, junto a tres compañeros de generación, «una nueva manera de ver que sería la dominante en el arte occidental hasta la época moderna», según recoge la publicación que acompaña a esta exposición. Él, en vida, habiéndose llamado de nacimiento Guido Di Pietro, pasó a adoptar el nombre de Fra Giovanni al ordenarse de dominico. Nació en Florencia. Su manejo de la luz y su manera de contar en sus retablos hechos de madera, oro, genio y pincel constituyen un documento del refinamiento elegante, gótico y piadoso.
Cada sala en este Museo bicentenario es un mundo. En sus estancias —también en sus recovecos— suenan todos los idiomas pero en especial el inglés, el italiano y el chino. Dondequiera, una huella perenne de la empeñosa ambición del Hombre por perpetuarse. Una retórica, una manera de narrar, una mitología. En ocasiones, también muestran las salas los horrores de la locura y de la guerra. Asistir al Prado es asistir a una escuela visual extendida sobre pisos y paredes, en techos y vitrinas. El talento trae constelaciones que rebosan color, perspectiva, punto de vista, formas de la sensualidad y de la armonía. Incluso la maqueta de madera del Museo recién expuesta en la galería central es una obra maestra, una joya. Aun construida en tiempos de nerds.
Literalmente lo han vestido, al Museo, como puede verse en la fotografía que acompaña a esta entrada. No podía faltar la referencia al ubicuo El Corte Inglés, financista del proyecto. El Museo, como todo en Madrid, fluctúa entre lo piadoso y lo comercial.
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