No vaya, enférmese

Ese fue el consejo, o más bien la advertencia, que le brindó el poeta Nicolás Guillén a su colega Manuel Díaz Martínez —hoy en día radicado en Las Palmas de […]

Ese fue el consejo, o más bien la advertencia, que le brindó el poeta Nicolás Guillén a su colega Manuel Díaz Martínez —hoy en día radicado en Las Palmas de Gran Canaria— cuando estaba por estallar en la Cuba revolucionaria el caso Heberto Padilla. Díaz Martínez debía asistir a una reunión donde se confirmaría el premio que enfurecía a los Castro. Desde la primera fila de los acontecimientos, he aquí parte del episodio, apenas un extracto del volumen Solo un leve rasguño en la solapa, autobiografía de Díaz Martínez (nacido en Santa Clara en 1936), quien trató largamente y trabajó con Lezama Lima. El caso Heberto Padilla prendió las alarmas sobre el carácter despótico del régimen castrista y prueba que, siempre, para que una dictadura prospere, son necesarios los secuaces, los pusilámines, los cobardes y los que se pliegan con facilidad a las arbitrariedades

Manuel Díaz Martínez

La sección de Literatura de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), a través del que entonces era su secretario, el poeta César López, me invitó a formar parte del jurado del Premio de Poesía «Julián del Casal» correspondiente a 1968 por haber ganado yo ese premio el año anterior. Al aceptar, supe que compartiría responsabilidades (casi inmediatamente supe que también compartiría angustias) con otros dos cubanos, José Lezama Lima y José Z. Tallet, y con dos extranjeros, el inglés J. M. Cohen y el peruano César Calvo.

Desde los primeros contactos que los integrantes del jurado tuvimos para comentarnos las lecturas que íbamos haciendo, se patentizó el interés que despertaba en todos el libro titulado Fuera del juego, que concursaba con el número 31 y bajo el lema «Vivir la vida no es cruzar un campo», que es un verso de Pasternak. Sabíamos (el anonimato en los concursos suele ser una impostura) que el autor de este libro era Heberto Padilla, como sabíamos que el otro libro que también nos interesaba, aunque menos, era de David Chericián. Lo sabíamos porque ambos autores se habían encargado de decírnoslo. Además, algunos poemas de sus libros habían sido publicados en revistas.

Una mañana, avanzadas las labores del concurso y cuando ya nadie ignoraba que el candidato más fuerte al premio era Fuera del juego, el poeta Roberto Branly me visitó en el despacho que como redactor jefe de La Gaceta de Cuba yo ocupaba en la UNEAC. Venía alarmado: acababa de verse con el teniente Luis Pavón, director de la revista Verde olivo, de las Fuerzas Armadas, y este oficial, que estaba directamente a las órdenes de Raúl Castro, le había comentado “confidencialmente” que si se le daba el premio al libro de Padilla, considerado contrarrevolucionario por “ellos”, iba a haber graves problemas. Entre Branly y yo existía una amistad entrañable, bien conocida por Pavón, y no me cupo duda de que éste había utilizado a mi amigo para trasmitirme, sin que lo pareciera, un mensaje que era toda una amenaza.

No me di por enterado. En la reunión que el jurado celebró al concluir la lectura de los libros concursantes, sostuve que Fuera del juego era crítico pero no contrarrevolucionario (más bien revolucionario por crítico) y que merecía el premio por su sobresaliente calidad literaria. Los otros miembros del jurado eran de igual opinión. No hubo cabildeo de Cohen, como presumió Nicolás Guillén y ha dicho Lisandro Otero. Nadie tuvo que convencer a  nadie de nada: la coincidencia entre nosotros fue tal desde el primer momento, en lo que a ese libro se refiere, que no se produjo debate.

Uno o dos días antes de la fecha fijada para la reunión en que el jurado acordaría el premio y firmaría el acta, Nicolás Guillén me hizo ir a su despacho. Me pidió  (su voz y semblante denotaban una crispada contrariedad) que no asistiera a la reunión. «No vaya, enférmese», me dijo. Le pregunté por qué y me respondió que le hiciera caso, que me lo rogaba en nombre de la vieja amistad que nos unía. Ante mi insistencia en preguntar, añadió, impaciente:

—Díaz Martínez, si usted se empeña en asistir a la reunión, la policía podría impedírselo.

UNA GRAN CONSPIRACIÓN

Después de la firma del acta y del voto razonado que acordamos añadir —redactado por mí y en el que Lezama intercaló dos párrafos: el sexto y el séptimo—, la ejecutiva de la UNEAC convocó a los integrantes de los jurados a una asamblea para explicarles los problemas que habían surgido en el premio de poesía con Fuera del juego y en el de teatro con la obra de Antón Arrufat, Los siete contra Tebas, que también fue tachada de contrarrevolucionaria.

La asamblea no fue presidida por Nicolás Guillén (siguiendo el consejo que me había dado, el poeta se enfermó) sino por el suplente de oficio José Antonio Portuondo. A Félix Pita Rodríguez, de gustos afrancesados, en el casting le tocó el papel de fiscal como Fouquet-Tinville. En una alferecía jacobina, Pita «aclaró» lo que, según el libreto que le dieron, estaba ocurriendo:

—El problema, compañeras y compañeros, es que existe una conspiración de intelectuales contra la revolución.

Ante semejante denuncia, pedí la palabra y lo conminé a que dijera los nombres de esos «conspiradores». No los dijo.

Lo que existía era una conspiración del gobierno contra la libertad de criterio. Por aquellas fechas llegaban noticias a Cuba acerca de brotes de disidencia entre los intelectuales de países del Este, sobre todo de la Unión Soviética, Polonia y Checoslovaquia, y los dueños del poder en Cuba decidieron poner sus barbas en remojo y curarse en salud. Esto explica la desmesurada importancia que le dieron al premio de Padilla y la política que desde aquel momento empezaron a diseñar para nosotros. El prólogo que la UNEAC impuso a Fuera del juego —para la mayoría, redactado por Portuondo; para algunos, por Lisandro Otero; para otros, por ambos al alimón; para todos, dictado o sancionado por los guardianes de la palabra de Castro— revela por dónde iban los tiros y por dónde irían los cañonazos. En ese prólogo se dice:

Nuestra convicción revolucionaria nos permite señalar que esa poesía y ese teatro sirven a nuestros enemigos, y sus autores son los artistas que ellos necesitan para alimentar su caballo de Troya a la hora en que el imperialismo se decida a poner en práctica su política de agresión bélica frontal contra Cuba.

Lo de siempre: el enemigo externo utilizado, a la sombra de una «convicción revolucionaria» esgrimida como ley natural o ciencia infusa, para atar en la picota a los que en algo no piensan exactamente igual que el amo de la casa. Si esto no se llama terrorismo ideológico, ya me dirá alguien qué nombre ponerle.