¿Me prestas tu batería?

Reseña que retrata al timbalero y baterista Alberto Naranjo, creador de El Trabuco Venezolano y arreglista en discos legendarios de artistas no menos legendarios. Naranjo falleció en Caracas a finales de enero pasado

Sebastián de la Nuez / Fotos cortesía de Cheo Orellán

Era un fanático del equipo de béisbol de Boston, no se perdía ni uno de sus juegos. Criaba perros en su casa de San Antonio de los Altos, un bull terrier suyo fue a una competencia internacional y salió con una medalla. Alberto Naranjo no llegó a terminar la primaria; todo lo que aprendió de su oficio fue por sí mismo. Ha sido uno de los arreglistas musicales más destacados del periodo democrático. Fue el baterista de la orquesta de Radio Caracas Televisión en los años setenta, cuando la dirigía el maestro Eduardo Cabrera. Trabajó para el trompetista Arturo Sandoval, cuando este lo llamó y le propuso formar parte del soundtrack de la película Los reyes del mambo, un disco que fue nominado al Grammy. Le hizo la versión del tema I remember Clifford, tributo a Clifford Brown, gran trompetista norteamericano fallecido prematuramente en un accidente.

Pero, sobre todo, es conocido por haber sido el alma y la plataforma de lanzamiento del Trabuco Venezolano, una referencia de la salsa urbana y jazzeada en la Venezuela de los ochenta.

Le quedaba fácil encontrar su sitio de trabajo, al timbalero Alberto. Él y su madre, una cantante que llegó a conocer a Carlos Gardel (actuó en su mismo escenario, la misma noche), de nombre Graciela Naranjo, vivían en el edificio Radio, de Bárcenas a Río. Abajo había una cafetería donde a ciertas horas podías encontrarte a Víctor Saume y Renny Ottolina. Era una familia humilde, la de Alberto. Aun cuando Graciela fue una cantante reconocida, eso no le daba mucho para vivir. Y al padre apenas llegó a conocerlo.

Dibujo de Alberto Naranjo hecho por Kees Verkaik, que apareció en uno de los álbumes de El Trabuco.

El productor musical Orlando Montiel era su amigo, pero lo aprendió a apreciar mejor con esta historia menuda: el grupo pop italiano I Pooh, creadores de Tanta voglia di lei —tremendo éxito en 1971—, llegó a Caracas para actuar en El show de Renny y sus miembros pretendían despachar su actuación haciendo playback, o sea, moviendo los labios sobre una pista. Orlando los acompañaba porque pertenecían al sello CBS de Italia, y él era gerente de Artistas y Repertorio (A&R) de la filial venezolana. Renny lo llamó aparte y le dijo:

—Tenemos un problema, van a doblar, ¿tú los representas a ellos?

—No, solo represento a la disquera.

—Pero trata de hablar con ellos, porque si van a doblar, van a tener que devolverse. Yo no acepto eso.

Orlando consiguió que I Pooh cantara en vivo. Se habían traído sus guitarras y su bajo pero… les faltaba la batería. Alberto era un hombre más bien hosco, no tenía pelos en la lengua para decirle a cualquier músico, si así lo pensaba, que no servía para esto. Pero no dejaba de ser un caballero que sabía ser atento, respetuoso y generoso. «Solo que era muy exigente e imponía su criterio», recuerda Montiel. En todo caso, era imprescindible la batería para I Pooh, así que buscó a su amigo y lo halló en medio de un ensayo de la orquesta de la televisora. Le pidió el favor.

—Préstame tu batería.

Pausa como para pensárselo.

—Ok, por ser tú, te la presto.

Retrato de Alberto Naranjo, sin fecha.

Tiempo después, Orlando, relacionado con el sello Egrem cubano, se lo llevó para un proyecto con Arturo Sandoval, cuando Sandoval todavía no se había largado de Cuba. Viajaron varios arreglistas venezolanos. También se llevó Orlando una consola de grabación y unas buenas cornetas, en realidad no se fiaba mucho de los estándares tecnológicos de la isla. Alberto estaba destinado a realizar uno de sus mejores arreglos con Lamento borincano. Años después, ese arreglo sigue rodando por ahí, haciendo felices a los escuchas.

Murió, sin nadie de su familia alrededor, en su apartamento de Parque Central, en Caracas, el 27 de enero de este año. Uno de esos apartamentos de dos plantas y escalera estrechita. Sus tres hijos estaban ausentes y siguieron ausentes, en Estados Unidos. Un amigo, Cheo Orellán, lo acompañó durante sus últimos tiempos y ha quedado como albacea de sus cosas, de su legado. Le escribió una nota. Esa nota acompaña a una foto (ver más abajo) en la que aparece Albarto vestido de beisbolista y, en primer plano, una taza que reúne dos de sus grandes pasiones, los Red Sox y los perros.

Quedará su imagen acompañando al gran Tito Puente durante una gira, allá atrás, sentado, rodeado de tambores y platillos. Quedará el audio en YouTube de Los Melódicos, cuando Manolo Monterrey anuncia, en ‹El Pombo›, que ahí está sonando, señores, el bajo de Jaime y, a continuación, «el cencerrito de Alberto». Ese es él, el que prestó su instrumento de trabajo para que I Pooh pudiera actuar en la TV venezolana.

LA NOTA DE CHEO ORELLÁN

Hace un mes que Alberto nos dejó, y aunque la frase parezca trillada, en su caso es certera: nos ha dejado un vacío imposible de llenar. El talento y versatilidad de Alberto Naranjo son irrepetibles, qué duda cabe. Calidad humana incomprendida por muchos, pero plena para quienes supimos valorarla y compartirla. La gráfica compone su esencia: su pasión por la música y el béisbol,  con guiño cinematográfico que evoca a Campo de Sueños, el mismo cuyo césped imaginaba pisar con su puro en la boca. Se agrega a la composición una taza que hice a sugerencia suya con réplica en Cagua además de la resguardada en «Rancho» Central, cuestión de brindar con café y vencer las distancias, suerte de conexión que nos permitía generar ideas conjuntas a la par de recrear imágenes de cada inning sufrido y jugado por sus Red Sox, por quienes me inculcó su devoción. Una sola frase: ¡cuánto te extraño, Alberto!