¿Cuál es el valor de un plato de sopa?

Judíos deportados al gueto de Kutno, Polonía, en 1941. Imagen tomada de internet.

Cesia Hirshbein es venezolana nacida en Bavaria (1949), actualmente reside en Ciudad de México. Acaba de terminar una novela basada en los testimonios que le ha venido dejando una prima hermana de la madre, sobreviviente del Holocausto, mujer que al día de hoy vive lúcida y de buen ánimo en Israel, junto a la única hermana de Cesia, Judith. El libro, titulado provisionalmente El hilo de Miriam, busca editor. Su lectura resulta desgarradora, es la mirada de una niña —a veces recuerda El diario de Ana Frank— sobre aquellos primeros días de la Segunda Guerra Mundial de cuyo fin ahora hace 75 años. En estos extractos —el texto, en total, tiene poco más de 200 páginas—, Hirshbein revive escenas a partir de su protagonista, una abuela que le cuenta a su nieta Débora cómo fue sufrir la invasión nazi desde los guetos de Kozminek y Lodz (Polonia). Son los meses y años que siguen a septiembre de 1939

 

Cesia Hirshbein

Miriam no le dijo nada a la nieta pero, ante su asombro, desbarató la labor. La niña la ayudó a abrir las ventanas de par en par para que se fuera el olor a quemado, ese temblor a delirio. La brisa trajo consigo el aroma perfumado del Mediterráneo. Los pájaros, que estaban pasando a vuelo raso, se llevarían los recuerdos y no volverían… ¿No volverían? El mar estaba sereno. Miriam la tomó del hombro, le dio un beso en la frente, y le entregó las agujas mientras le decía:

—Tenemos que comenzar de nuevo.

Mientras tejía pensó en la sopa. No en una torta, la que le gustaba tanto a su nieta y a Yehúda, sino en una sopa. ¿Por qué esa idea se le descolgaba de la cabeza mientras sus dedos saltaban en la mecánica de tejer? ¿Cuál es el valor de un pocillo de sopa? No pensaba en gustosos caldos servidos en banquetes de jerarcas, no. Pensaba en la que repartían a los presos en el gueto de Kozminek: agua turbia que llamaban, por pura costumbre, sopa. La tomaban, ella y las demás confinadas. Y se desvivían por ella. Podría decirse que bien valía su precio en vida cuando los hombres y mujeres se ponían en interminables colas; muchas veces se peleaban entre sí para obtener ese maldito y asqueroso platillo de sopa. He ahí la cuestión. La sopa era un asunto serio, de vida o muerte. Mal podría uno reírse de cualquier gesto para rogar que le echaran un poco de esa agua sucia en los pocillos, que cuidaban y escondían en el pecho.

En el patio, detrás de su barraca, donde estaba la cocina, Miriam tenía que pararse en una fila por horas para recibir una sola vez al día su ración. ¿Y cuánto tiempo más podría soportar? ¡Mientras se repartiera y se tuviera la ilusión de tener sopa!

Cada día se demoraban más en la cocina para traerla y repartirla, pero los comandantes nazis no les permitían sentarse. Hasta que un día la espera se hizo más larga que de costumbre, o tal vez era que ella se hallaba más cansada que nunca; el hecho es que se quedó dormida sobre su propio pie. Como ciertos animales. Los párpados hinchados y languidecidos, con un sopor de onda lenta. Miriam estaba así, parada con los pies tensos y el cuerpo a punto de desvanecerse en una dispersa fila que se perdía a la vista, en la que ya algunas estaban derrumbadas, otras hincadas de rodillas y las más con los hombros encogidos y la cabeza gacha, con la quijada rozando el esternón. Todas ellas expuestas a los golpes de los kapos de turno que las vigilaban.

En eso salieron las dos mujeres de siempre con la enorme cacerola llena de aquello a lo que llamaban sopa y no era sino una sustancia hirviente. Y la cola comenzó a moverse.  Miriam sintió cómo bajo sus pies el mundo se sacudía. Desde su sopor temió que ahí mismo, en ese mismo instante y lugar, sobre esa misma tierra mugrosa acabarían sus días de una vez por todas. Que un terremoto la hundiría en el más pastoso de los pantanos. Y como una reverberación pudo sentir el calor que despedía esa enorme olla que venía hacia ellas. Con un furor que no supo de dónde pudo salir, corrió, corrió sin darse cuenta de que las dos mujeres con la olla venían directamente hacia ella. Hasta el día de hoy no tiene ni idea de lo que la empujó en aquella dirección; simplemente corrió y fue inevitable el choque frontal de trenes a alta velocidad… Y aquellos setenta inmundos litros de agua se le vinieron encima. Solo se oyó el cloqueo de las burbujas que se fueron levantando y regando en la macilenta piel de su cuerpecito. Quedó muda del dolor.

Estuvo hospitalizada varias semanas.

—No te imaginas lo que fue, tenía quemaduras en todo el cuerpo. No me pudieron ayudar mucho, no había ungüentos, había que cambiar los vendajes todos los días, pero los cambiaban dos veces por semana. Al final no tenía ya fuerzas y extrañaba mucho a mi familia.

Se lo contaba a Débora mientras el tejido que estaban haciendo juntas crecía como un inmenso mantón.

Generalmente a los heridos les daban un tiro de gracia. Sin embargo, el médico de guardia la conocía del pueblo y la hospitalizó con discreción y usó las pocas vendas que había. A los días la envió a su casa que tan solo quedaba a pocas cuadras de ahí, del hospital y del gueto de Kozminek. Miriam encontró a sus padres, que no habían sabido de ella en varias semanas. No los habían deportado aún. La casa estaba siempre con las luces apagadas, las persianas bajas y las ventanas cerradas. Parecía, así, desierta, desocupada. Cuando la vio llegar, su padre Mordejai Baumgarten le dijo:

—Alabado sea el Señor que nos salvó a nuestra hija. Alabado sea.

Y rezó. Y se puso las filacterias. Él todo lo solucionaba rezando. Parecía como si en ese momento nada estuviese ocurriendo ahí afuera en el pueblo y que ya, al salvarse su hija, el peligro hubiera pasado.

Débora oía sin mover un músculo, con los ojos bien abiertos y los labios apretados.

Pero ella, que había estado en un gueto tan cerca de la casa, que había sentido la fetidez de sus paredes y pisos, tan cerca de las SS, que pudo percibir su hedor desde  lejos, tuvo miedo de quedarse en su casa, de que la vieran y la reconocieran. Además, estaban frescas las heridas de las manos y no podía trabajar. Decidió dormir cada día en casa de otra persona: un familiar, un amigo, un conocido. Comenzó a entender muchas cosas aún antes que los adultos. En su casa le enseñaron, a ella, a sus hermanos y a todos los pequeños, que lo más sagrado era el respeto a sus mayores. ¡Alabado sea el Señor!, así estaba grabado en el cuarto mandamiento que Dios le dictó a Moisés. Los amaba y los respetaba. Nadie podía dudar de eso. Ella amaba al Señor. Pero ahora estaba aprendiendo, por la fuerza de las circunstancias, que no se podía vivir en la inercia, viendo a los rabinos tratando de resolver al elevar las manos hacia el cielo, esperando alguna señal desde arriba, resignándose.

Esa revelación —pues eso fue, una revelación—, entre otras, la convirtió en un ser humano maduro sin pasar por la adolescencia. Aprendió algo sobre la raza humana que mucha gente a su alrededor desconocía aún. No fue un envejecimiento paulatino. Apareció como un rayo que la iluminó para poder actuar entre las tinieblas, soportar, sentir compasión por el prójimo y sobrevivir a todo aquello. Sobrevivir para algo. Una motivación que la permitió permanecer entre los vivos.

. . . 

Miriam solía caer rendida por las noches después de su trabajo en el gueto de Lodz. Horas interminables sin descanso. Era una rutina de semanas, meses que se convirtieron en años solo interrumpidos por los cambios de lugar y asignaciones. A veces en la cocina, a veces en la limpieza de las casas de los comandantes nazis o en calles de los alrededores. Un día respiró un aire extraño, distinto, en el infierno del gueto. Los comandantes habían comenzado a actuar impulsados por un frenesí mayor del acostumbrado. Estaban más vehementes y rudos, si eso era posible. Pasó la noche presa de gran agitación. Dormía, se despertaba, volvía a dormirse y no dejaba de pensar en lo que estaría sucediendo. No fueron muchas horas de sueño, de todos modos. A las cuatro ya debía estar de pie. Al levantarse los gritos de las jefas de sección y los comandantes de barracas se confundían con la respiración agitada de las presas que no sabían dónde ubicarse, qué hacer o cómo ponerse. Algo era cierto. Debían salir de ahí, del gueto lo más rápido posible. Ordenadamente…latigazos para que se pusieran en fila… firmes… más latigazos… Pero no se preocupen…no se alteren…todo va a ser para mejor…

Según el comandante de su sección, se irían de paseo, las trasladarían a un buen sitio. Y una buena noticia: No tendrían que marchar kilómetros y kilómetros, las llevarían en tren. ¡Oyeron, se van a montaron en uno de los trenes que las están esperando en la estación! ¡Así que adelante, rápido! ¡Schneller! ¡Scheneller! ¡Scheneller! Qué lujo, pensó. En las últimas semanas se oía con mayor frecuencia el sonido chirriante de las ruedas deslizándose sobre los rieles de trenes pasando por la zona. La estridencia de las órdenes de los ferrocarrileros, de los custodios, los soldados de la SS, el estruendo de las puertas que se deslizaban, abrían y cerraban. Cerca, muy cerca de donde ella trabajaba.

Era la primavera de 1944. Miriam acababa de cumplir los veinte años. No eran momentos de festejar, desearse entre ellas felicidad ni mucho menos regalar, pero ella se imaginaba sentada y descansando —durante los largos kilómetros de camino que suponía iba a estar en aquel tren— en asientos con respaldar mullido y mirando por la ventana el paisaje en esa época del año. Con un esplendor que la bañaría… Los pájaros en bandadas haciendo figuras de aeroplanos, las colinas más verdes que las manzanas del patio trasero de su casa, los campos amplios, abiertos llenos de amapolas como manchas de sangre. ¡No, no habría manchas ni sangre…! No lo quiera más Hashem. Ningún problema. El traslado sería durante la aurora, apenas apareciera el nuevo día.

En realidad, no sabía qué estaba pasando ni a dónde la llevarían. Antes de que siguiera elucubrando, el kapo encargado de su barraca les repitió hasta el cansancio que no se preocupen, chicas, todo el trabajo en el gueto de Lodz está listo, van a un sitio muy bonito, limpio, podrán descansar. En ese estado de agitación era imposible ver sus gestos de sarcasmo, o más bien, no querían darse cuenta. Mejor soñar un rato, trascender y levitar. La imaginación podía volar, no les estaba prohibida. En realidad todo era mágico en los guetos, se le ocurrió pensar a Miriam.

Debía creerle a los kapos. No tenía otra opción. O iba en el convoy o le disparaban. Eso sucedía muchas, infinitas veces. Ella fue testigo de tantos disparos que había perdido la cuenta, aunque no la impresión. Todavía corría sangre por sus venas, no quería perder la sensibilidad que la separaba de los animales. Necesitaba creerle.

Después de una caminata de un par de kilómetros llegaron a la estación del tren, si pudiera llamarse una estación a esa construcción improvisada con techos disparejos y puertas herrumbrosas. Trenes por todas partes, unos venían, otros partían y algunos esperaban para subir a los nuevos pasajeros. ¡Y qué trenes! Estos tampoco parecían de pasajeros, con tablones de madera desgastada y pegados casi herméticamente unos de otros por donde difícilmente entraba la luz, sin ventanas, con apenas dos pequeños orificios con mallas de alambre a nivel de la cabeza de un cuerpo parado, con una barra de hierro que calzaba en unos aros que se trancaba por fuera. El mal olor llegaba hasta más allá de donde estaban ellas. Eso era una jaula, no un vagón…

En cada uno de esos carros, con capacidad para unas veinte personas, embutían a grupos de más de cien mujeres. Con rapidez y eficiencia. Hasta que llegó el turno al grupo donde estaba Miriam: fueron empujadas todas entre sí. Ella no quería perder de vista a la hermana o a las primas. Se sostenían unas a otras con disimulo. No existía eso de la compasión por la hermandad o cosa por el estilo. Cuando un guardia o cualquier soldado de la SS descubrían algún nexo entre los prisioneros, se cortaba por lo sano.

Ellas lo habían aprendido. Los comandantes y los kapos de sección seguían y seguían empujando a las mujeres con mayor fuerza, más rápido, rapidísimo, eran muchas. La orden superior era la de evacuarlas a la mayor brevedad posible, y había que hacerlas entrar en los vagones a todas. Ninguna podía quedar, ni por fuera ni en el gueto. A veces ran pisoteadas unas por otras, estrujadas las narices, los labios o partidos los brazos.

—¡Schneller! ¡Schneller! ¡Schneller! ¡Más rápido! ¡Corran! ¡Móntense!

No era fácil subir por esas escalerillas que no llegaban hasta el piso. Además, estaban exánimes. Una tenía que jalar a la otra para no quedarse varada. De nuevo los latigazos, las caídas, los garrotes.

En cosa de segundos le tocó el turno de entrar a Miriam y en cosa de segundos se dio cuenta de que no había asientos, de que el piso rústico estaba lleno de clavos oxidados y de inmundicias, que había un solo cubo dentro que sería posiblemente de agua o para las necesidades. No importa, pero era un solo maldito cubo.

Se deslizó de entre sus hermanas y de entre todas aquellas mujeres que más que caminar eran empujadas, comprimidas, aplastadas, y se tiró bajo el tren. Nunca supo explicar por qué lo hizo ni tampoco cómo no la mataron. Quizás fue que nadie la vio, quizás el apuro mantenía ocupado a los guardias, quizás una carretilla con deshechos de la fábrica de madera que estaba al lado del tren la ocultaba…

Cesia Hirshbein en una librería de Madrid (octubre de 2018).