Buscar un sentido más allá de la lógica

Lee Marvin en el film ‘Cat Ballou’ (1966). Foto tomadas de internet.
En esta entrada, algunos apuntes que recogen leyendas, escritos, anécdotas y curiosas experiencias con libreros geniales y amarretes. Eso de buscar un sentido más allá de la lógica cobra más sentido aún —valga la redundancia— en tiempos de pandemia endemoniada

Sebastián de la Nuez

Desde el polvo de los libros viejos y revistas que han estado por años adornando alguna estantería umbría —o en un rincón de internet, ahora también, hibernando—  surge la fábula de los murciélagos invasores y el cazador enviado desde la autoridad municipal para atraparlos. Han avanzado por sus propios medios desde la oscuridad. Amy Wallace escribe sobre una llamada telefónica que recibe cierta mañana. Es Carlos Castañeda al otro lado del hilo o de la realidad. Al mismo tiempo que atiende la llamada se aparece el cazador de murciélagos tocando a la puerta con una red en una mano y un tarro en la otra. Ella vive en alguna parte del sur de los Estados Unidos. Carlos le habla de manera vehemente: los brujos tienen dos dichos, ¿sabes, Amy?

No importa cuál es el primero de los dichos. Lo cierto es que en el segundo andan mezclados Lee Marvin y un artículo de la revista Esquire titulado Lee Marvin está asustado. Eso pasa a menudo, no es algo extraño; el actor lo disimula muy bien en sus películas, pero eso es porque sus papeles así se lo imponen. Muy ufano de sí mismo en pantalla, montado a horcajadas sobre un caballo bronco, de espaldas a sus crines, o en rol de convicto elegido entre los doce del patíbulo, pero tras las cámaras anda bastante asustado, por lo visto, en eso no podría arrebatársele la razón a la revista, que puso redactores entregados al tema durante varias semanas. Amy Wallace, teléfono en la oreja, sigue desesperada con el asunto de los murciélagos invasores. Tiene un palacio de madera allá afuera donde, según su propio relato, anidan. Algunos se le han colado en la propia casa. Llegan y se instalan en la penumbra, detrás del resquicio de una puerta, en las molduras del cielorraso, en fin, un pavoroso inconveniente. Revolotean de un lado a otro.

(Los gatos de Amy los cazaban y a veces se los comían.)

Lee Marvin resultará por siempre un amigo entrañable, sobre todo cuando hace de malvado en las películas del oeste transmite esa autocomplacencia  noble y soberbia del tipo hecho a sí mismo enfrentándose a las condiciones más rudas. Claro que la revista Esquire llevará razón en su titular, cómo no va a llevarla si en esos tiempos —en los años cincuenta, digamos— andaban los platillos voladores sobrevolando cada noche el desierto de Sonora, de acá para allá y de allá para acá, y más al norte también.

El segundo dicho de los brujos nunca es aclarado del todo en el relato de Amy, no al menos desde una gramática convencional, pero cabe suponer que los murciélagos salen bien parados. Y Lee Marvin también. Como bendecidos por los chamanes de la frontera gringo-mexicana, estos a quienes descubrió Castañeda acostumbraban introducirse ingentes cantidades de peyote entre pecho y espalda. A propósito de Castañeda, Arturo Garbizu fue el primer librero de la librería Lectura, mucho antes que Walter Rodríguez y todos los demás. Cuando leyó a Carlos Castañeda, le dijo a Stephan Gold —el dueño del local— que trajera (a Caracas, of course) cien ejemplares de uno de sus libros. Ese autor era totalmente desconocido en Venezuela pero Lectura vendió cien ejemplares en dos semanas. Garbizu tenía ese olfato. Estaba en auge el sueño de «buscar un sentido más allá de la lógica» y el material de Castañeda caminaba sobre esa pista.

Castañeda fue un antropólogo y escritor nacido en Perú que obtuvo la nacionalidad norteamericana y vivió parte de su vida en México. Hay leyenda y polémica alrededor de su figura. Afirma en sus textos que heredó una tradición de brujería mesoamericana. Se ha dicho que sus libros comportan un carácter sincrético al mezclar autobiografía, experiencias alucinógenas, rituales toltecas, misticismo y religión. Han tenido un tremendo éxito de ventas. En verdad sus colegas antropólogos lo critican, o lo criticaron en su tiempo, por colar fantasía y ciencia. Amy Wallace, hija del escritor norteamericano Irwing Wallace, lo describe en Aprendiz de bruja, mi vida con Carlos Castañeda como un voluble individuo que tiraniza a sus acólitas, todas ellas mujeres. Había fundado una especie de secta. Su biografía contiene contradicciones y lagunas que él mismo buscó sembrar. Un poco loco, un poco hippie, un poco hombre de su tiempo abierto a la sensorialidad, hijo de varias culturas al mismo tiempo. Pastiche fascinante para sus seguidores. Sus primeros libros están ligados a la psicodelia y la contracultura.

Un buen librero, uno de raza, puede conducir al temerario visitante de su tienda hacia Castañeda, hacia Wallace, hacia Lee Marvin. Eso está rodeado de circunstancias aleatorias, completamente rodeado. Como decía la periodista Rosa Montero, no escribes para enseñar nada; escribes para aprender. El que escribe suele buscar en librerías lo que no sabe aún que se le perdió. O en bibliotecas familiares que han cruzado el Atlántico en un carguero.

Es posible que el librero de Stuttgart, el que describe Vila-Matas, se haya parecido alguna vez a Lee Marvin o a un murciélago escondido en la penumbra de una casona en el sur de Texas. Vila-Matas no lo describe con precisión. Sin embargo, hace que sus lectores le cojan afecto a pesar de lo amarrete y ladino que le resulta. El librero de Stuttgart lo ha invitado a su librería que, en efecto, queda en Stuttgart, pero el individuo es tan pichirre que no le paga hotel ni transporte ni honorario alguno y eso que Vila-Matas ha llegado desde Madrid o Barcelona por algún oneroso medio de transporte. El ávido librero ni siquiera está dispuesto a rebajar un céntimo cuando su invitado ha quedado fascinado ante una reliquia —la ha visto en su vidriera— que desearía llevarse a casa: una preciosa edición de las prosas microscópicas de Robert Walser. El precio del ejemplar le resulta prohibitivo, pero el librero de Stuttgart no cede ni un céntimo en su oferta.

Bien. Luego viene la presentación propiamente dicha del libro que el español ha ido a promocionar. Se abre el acto para que el autor se luzca pero no puede pues el librero de Stuttgart decide robarle el show hablándole él mismo a la concurrencia, que además lo sigue embobada, sobre literatura pura. De hecho, contesta las preguntas que el público dirige a Vila-Matas. Parece dudar de que, al responder, el propio autor sea capaz de  vender uno solo de sus libros. Y cuando por fin Vila-Matas logra contestar alguna de las preguntas del público, el librero se dedica a romper los celofanes que preservan los ejemplares y en esta operación hace tanto ruido que apaga las palabras del escritor mientras da a entender al público que de ahí no se va nadie sin comprar un libro.

La anécdota se halla en El viajero más lento (Anagrama, 1992).

A todas estas cosas que suceden en el mundo o a partir del mundo de las librerías habrá que buscarles un sentido más allá de la lógica. Seguro que Castañeda estaría de acuerdo con esto. Habrá que atar los cabos sueltos entre los apuntes que se ha encontrado un periodista a las tres de la mañana, encerrado en su apartamento de Madrid, y unos vestigios de la biblioteca paterna y algunas otras cosas sueltas que llegan misteriosamente sin necesidad (no hay prueba de ello, al menos) del peyote. Son tiempos de Coronavirus, una plaga mil veces peor que la peor invasión extraterrestre, que ha producido ya suficiente delirio.