Gustavo Machado lo llamó «testigo y actor del periodismo venezolano». Vivió diez años en Venezuela y estuvo allí, en medio de los acontecimientos, tomando nota, el 23 de enero de 1958. A raíz del fallecimiento de Karmele Leizaola, con quien trabajó en la revista Momento, este blog ha retomado el contacto con Plinio Apuleyo Mendoza, quien, a los 89 años y desde Bogotá, sigue los acontecimientos trágicos que vive su segunda patria. Este texto originalmente fue publicado bajo el título «Entrañable país hermano»
Plinio Apuleyo Mendoza
La primera vez me pareció que Caracas tenía un aire rural y en todo caso provinciano. Bajo los tamarindos de la plaza de Bolívar había gente tomando el fresco. Grillos cantando en el crepúsculo azul y tibio, los faroles antiguos, el capitolio con su cúpula blanca y elevada como una torta de bodas, parecían pertenecer a otros tiempos, quizás a los de Juan Vicente Gómez, o los de Cipriano Castro. Yo era todavía un adolescente y aquel era mi primer viaje solo fuera de Colombia. Caminaba por El Silencio cuando un amigo de mi padre, Vicente Gerbasi, me reconoció por casualidad y me llevó a la fuente de soda El Lido, a comer helados. El Lido por entonces quedaba en un confín de la ciudad. Era un islote de luz en medio de prados donde titilaban de noche las luciérnagas y los grillos hilvanaban una letárgica sinfonía rural.
No podía yo sospecharen aquel momento, comiendo helados y escuchando los grillos, que Caracas iba a ser sacudida por tres décadas de vértigo; que la paz de sus patios y crepúsculos iba a saltar en añicos y que enjambres de inmigrantes italianos, españoles y portugueses llegarían a una ciudad de recientes autopistas que se abrían o se enroscaban como pulpos y arañas, con derroches de neón, artificios de vidrio y acero. Todo aquello iba a darle a Caracas otro perfil, sin dejar casi nada de lo antiguo, salvo el Ávila y un vago perfume de flores que todavía continúa sintiéndose cuando anochece.
Tampoco podía yo imaginar entonces hasta qué punto Venezuela sería una carta constante en mi destino personal. Allí viviría por toda una década dejando amigos, nexos, recuerdos que cualquier efímero regreso hacen revivir con intensidad. A los 22 años de edad, cuando dejé París, donde adelantaba estudios de Ciencias Políticas, para radicarme en Caracas por petición de mi padre que vivía allí un largo exilio, mi protector y guía fue Ramón J. Velásquez. Historiador, periodista, senador y muchos años más tarde presidente de la República, era el venezolano que mejor conocía a Colombia. Ha seguido la pista de todos nuestros personajes políticos. Nacido en el Táchira, Ramón Jota estaba tan cerca de Colombia como mi familia y yo lo estábamos de Venezuela. Murió a los 96 años y yo lo conocí cuando no había cumplido los treinta. Entonces era un abogado pobre y flaco que conspiraba contra la dictadura de Pérez Jiménez. Recuerdo su casa en el barrio El Conde, muy modesta, y los artículos suyos firmados con un seudónimo que yo iba a recoger para publicarlos en un suplemento del diario La Esfera, casi clandestinamente pues su firma era rehuida entonces por muchos directores de periódicos para no tener problemas con la dictadura. El día que agentes de la Seguridad Nacional irrumpieron en su casa a las cinco de la mañana y se lo llevaron preso, yo lo remplacé en la dirección de la revista Élite, en aquella época, en aquella época la más importante del país, dirección que él ejercía de hecho, pero no nominalmente. Me sentí muy extraño ocupando el escritorio de aquel amigo y protector que en ese momento, quizás con esposas en las muñecas, era llevado a una cárcel de Ciudad Bolívar, de donde saldría años más tarde, en la mañana del 23 de enero de 1958.
EL REGRESO DE LA DEMOCRACIA
Gabo y yo vimos desde el balcón de mi apartamento, a las tres de la madrugada, el avión que lo llevaba a República Dominicana. Yo no estaba en Élite sino en la revista Momento. Había conseguido que Gabo dejara de pasar hambre en París para trabajar conmigo. Me veo con él en una sala de Redacción desierta, escribiendo un editorial ‒el primero de la democracia‒ mientras la ciudad vivía, en la primera luz de la madrugada y en medio de pitos y sirenas, el delirio por la caída del dictador. «En esta primera hora de la democracia…». Tan cercanos estábamos a Venezuela que podíamos escribirlo así, impunemente.
Vivimos muy de cerca la reaparición de los partidos, el regreso del exilio de grandes dirigentes como Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba o Rafael Caldera, los entrevistamos y escribimos muchos informes políticos hasta que el propietario de la publicación decidió confiar aquella sección de la revista a un joven diputado de Copei, esbelto y de rotundo bigote negro: Luis Herrera Campins. ¿Podríamos imaginar que años después sería presidente de la República? «¿Te acuerdas cómo lo regañabas por sus retrasos?», me decía Gabo mientras reía. Luis Herrera nunca dejó de abrirnos los brazos al vernos cuando ya era presidente.
En realidad, ninguno de los más emblemáticos personajes de esa nueva democracia nos fue ajeno. La primera entrevista a Rómulo Betancourt, cuando fue elegido presidente, se la hice yo en su casa para el diario. A Carlos Andrés Pérez lo acompañé en un avión privado a sus parajes natales, en el Táchira. Me contaba, lo recuerdo muy bien, su cercanía a Colombia en aquella zona fronteriza. El día que fue elegido presidente por primera vez desayuné en su casa. De Gustavo Machado, fundador y dirigente del Partido Comunista venezolano, fui cercano amigo. Escribí, tras muchas horas de conversaciones con él, una completa biografía suya. Fue reeditada cuando cumplió 80 años y él me la envió con una nota, que todavía conservo, en la cual me llama «testigo y actor del periodismo venezolano».
PERSONAJES INOLVIDABLES
Son muchos. Por petición de su madre, me convertí en protector paternal de una jovencita venezolana de cuya vocación de cineasta me hice cargo haciéndola viajar a París para estudiar en el IDHEC. Hoy es famosa directora de cine: Fina Torres. Nunca he podido olvidar a Miguel Ángel Capriles, el más poderoso empresario de medios de Prensa del país. Nos veíamos todos los años, en Caracas o en París. Tampoco dejé de ver y dialogar con Miguel Otero Silva, el famoso escritor y director de El Nacional. Miguel Enrique, su hijo, libra hoy una heroica batalla contra el régimen de Maduro.
Teodoro Petkoff, fundador del MAS y también valeroso‒– director del diario TalCual, tiene para mí una connotación familiar. Hace muchos años –no recuerdo cuántos– hicimos un largo viaje en su automóvil por las riberas del lago de Maracaibo y luego por los Andes y los Llanos. Recuerdo que estuvo durmiendo en la sala de mi apartamento en París y que le presté unos zapatos míos cuando las lluvias del otoño agujerearon los suyos. Nunca olvidó él que gracias a una intervención mía, Gabo le dio a su partido, el MAS, los dineros del premio Rómulo Gallegos.
Teodoro (nunca lo he olvidado) me llevó en París a visitar al temible Pedro Estrada, el jefe de la Seguridad Nacional en época de Pérez Jiménez que lo había puesto preso. «¿Los muchachos de Pedro te molestaron?», le preguntó la esposa de aquel mientras comíamos en su casa. «Sí, doña Alicia, me pararon en el rin» (tortura de moda en ese régimen). «Muchachos locos», comentó Pedro Estrada como si hubiese sido ajeno a semejante travesura.
Luego de vivir en Venezuela en los años cincuenta, regresé a Colombia y luego viajé a Francia, pero jamás perdí contacto con ese, mi segundo país. Volví allí cada año. Dos hermanas permanecían en Caracas dirigiendo conocidas publicaciones. Sí, a medida que se aproximaba el fin del siglo XX no dejaba de inquietarme cierto deterioro de la democracia por culpa de una clase política, vinculada a los dos grandes partidos, que iba encerrándose, como la nuestra, en sus exclusivos intereses.
El fervor popular de otros días había desaparecido.
LA VENEZUELA DE HOY
¿Pude imaginar el desastre que iba a representar para Venezuela, incluso para el continente, la llegada de Chávez al poder? Francamente, no. Es más, »cercanos amigos, hoy perseguidos por Maduro, lo vieron en su momento como una nueva y promisoria alternativa. Más de veinte años después, el desastre dejado por el régimen chavista es monumental. Puede expresarse en tres palabras: despilfarro, corrupción y autoritarismo. Lo que todos ellos describen sobre la situación venezolana cabe en una palabra: tragedia. En veinte años de dictadura se registran 400 mil muertos y un millón de heridos por cuenta de una dura represión oficial de la cual forman parte los siniestros «colectivos». Más de tres millones de migrantes han salido del país formando hambrientas y desesperadas caravanas que recorren las carreteras de Colombia, Ecuador, Perú y Brasil. Como se sabe, hay una dramática escasez de alimentos y medicinas. Las fallas de los hospitales obedecen también a los cortes de luz, que a veces se prolongan por más de cuatro días, y a la falta de agua. La dura realidad económica es la causa de estas desventuras. No las olvidemos.
Excelente cronica, gracias
Excelente crónica. Yo agregaría al resumen del desastre, la palabra NARCOTRÁFICO.