Plinio Apuleyo Mendoza trabajó en la revista Momento con Gabriel García Márquez, esto se ha contado en repetidas ocasiones. Lo que no se ha contado tanto: las características del director y propietario de la revista en ese entonces, Carlos Ramírez MacGregor (o McGregor), abogado exitoso que fue diputado por AD y quiso incursionar en medios impresos: primero compró el diario Panorama, en Maracaibo, y luego Momento, en Caracas. En este texto, Mendoza relata sus avatares como testigo de los días previos y posteriores a la caída de Pérez Jiménez pero, sobre todo, describe sin compasión a su jefe editorial. Ramírez MacGregor fue un gran personaje de la época, poco conocido por las generaciones posteriores. En el gobierno de Raúl Leoni sería nombrado embajador en Bélgica. Terminó sus días de forma aparatosa: decidió suicidarse de un tiro a las puertas de una clínica. Un adeco que fue jefe de un Premio Nobel. El texto reproducido aquí fue enviado a este blog por su propio autor
Plinio Apuleyo Mendoza
Flaco, calvo, nervioso, con lentes oscuros, estaba siempre al borde de la histeria, como una prima donna. Cuando se le contradecía, le temblaban las manos, el mentón; también en la voz había un temblor de cólera. «¿Quién es el director?», estallaba. «El director es usted». «Exactamente, el director soy yo», ‒y sus invariables lentes oscuros despedían destellos triunfales. «Soy yo. El director soy yo». Lo repetía una y otra vez, enardecido, como si quisiese convencerse a sí mismo, pero uno sentía que debajo de la fogosa afirmación latía una inseguridad profunda. De hecho, cualquier objeción a sus iniciativas lo dejaba desmantelado. Temblando aún, se levantaba del escritorio.
‒Ahí le dejo esa revista ‒decía con infantil amargura‒. Haga lo que quiera con ella.
Saliendo de la oficina de dirección, que compartía conmigo, se alejaba por la sala donde estaban los redactores, su blanco traje tropical flotándole desoladamente sobre los huesos. De pronto, a mitad de camino, se detenía como encandilado por una idea súbita. Volvía sobre sus pasos. En la puerta de la oficina, la calva y los lentes brillándole, tenía una expresión de triunfal desafío:
‒¿Sabe cuántos años hace que soy periodista? Treinta años.
‒Dirigir un diario no es lo mismo que dirigir una revista.
Abría la boca como si acabara de recibir un golpe. Se alejaba deprisa, hablando solo, esta vez sin detenerse.
Volvía en la tarde, sigiloso, como avergonzado.
‒Usted tiene razón. Ese reportaje que yo propongo es bueno para un diario, pero no para una revista. Para una revista no sirve. ‒Y dueño ahora del reparo, su voz volvía a enardecerse‒: No sirve. No sirve. No sirve.
Era explicable que todo el mundo en Venezuela lo llamara el loco. El loco Ramírez MacGregor. O simplemente, el loco MacGregor. Y era loco, en parte; en parte, como muchos locos, se hacía el loco.
Propietario del diario Panorama de Maracaibo, había comprado en Caracas la revista Momento, cuyas instalaciones de rotograbado eran las más modernas del país.
El caso de Ramírez MacGregor era típico de la Venezuela de entonces. La clase empresarial, por cuyas manos corría el dinero del boom petrolero del país, estaba llena de nuevos ricos, arrogantes y un tanto primarios, como magnates de Texas, que invertían dinero en toda suerte de empresas sin tener mayores conocimientos técnicos de las mismas, pero seguros de que cualquier negocio que acometiesen con autoridad y audacia, a la vuelta de poco tiempo les produciría fulgurantes utilidades. Ramírez MacGregor había puesto millones de bolívares en aquella revista y pretendía dirigirla para hacer sentir su influencia en el país, pero no sabía cómo.
Así, oscilando entre explosiones autoritarias y escrúpulos de modestia, trataba de poner a su lado, discretamente, gentes calificadas del oficio sin que estas proyectaran sombra alguna sobre su flamante condición de director.
No era fácil, sin embargo, hacer equilibrio sobre esta cuerda: o bien los periodistas que contrataba seguían con oportunismo sus instrucciones y al final, convertidos en proyección de sí mismo, no le servían para nada, o bien afirmaban sus propios puntos de vista y le resultaban insoportables. Como yo.
Me había nombrado jefe de Redacción e inclusive había puesto mi escritorio al lado del suyo, como si fuésemos dos generales con igual rango en un Estado Mayor. Pero mis continuas objeciones a sus iniciativas, que eran por lo general inocuas, lo mantenían al borde del colapso. Lleno de desasosiego, pero incapaz de despedirme, se iba a jugar golf en los campos del Country Club o a visitar a su amante, una actriz de televisión cuya fotografía, con cualquier pretexto, aparecía en todos los números de la revista.
Yo estaba empeñado en formar un nuevo equipo de redactores, como única manera de sacar a flote la publicación. Pero no tenía autonomía para hacerlo: Ramírez insistía en traer periodistas de su diario. Con la excepción de un par de amigos que todavía conservo, eran por lo general redactores roídos ya por la herrumbre del oficio, agotados por la rutina y el calor canicular de Maracaibo: solo creían en su paga quincenal.
‒No hay mejores ‒decía MacGregor‒. Si conoce a alguien mejor, dígalo.
‒Conozco un periodista muy bueno.
‒¿Quién es?
‒Se llama García Márquez.
MacGregor me examinaba, desconfiado, como si estuviese escuchando las propuestas de un gitano de feria.
‒¿Venezolano?
‒No, colombiano. Y vive en Europa.
El mentón de loco empezaba a temblar.
‒¿Más extranjeros? Imposible, imposible. Mire ‒y aquí su voz tenía una vibración histérica‒, los venezolanos que trabajan en esta empresa nunca se comieron de muchachos un plato de caraotas. O una tostada de cochino. Son alemanes. O vascos. O españoles naturalizados. ¡Y ahora usted quiere traerme colombianos!
‒Yo no pretendo nada. Ni siquiera sé si a mi amigo le interesa venir a Venezuela.
Pero el temperamento del loco MacGregor estaba siempre cruzado de corrientes contrarias, de flujos y reflujos.
Así, un día, después de romper los originales de un reportaje propuesto por él y escrito de cualquier modo por alguno de sus redactores, se volvió impulsivamente hacia mí:
‒Deme la dirección de su primo.
‒¿Cuál primo?
‒García Márquez.
‒No es primo mío.
(Había descubierto que mi segundo apellido era García).
‒Es igual, deme su dirección. Voy a situarle un pasaje aéreo.
Nunca supe en qué términos le comunicó su propuesta pero supongo que debió de hacerlo a su manera, profusa y caótica. Le pedía una respuesta por teléfono. Gabo me llamó a mí:
‒Oye, un tipo que debe estar completamente loco me envió un telegrama contándome todos sus problemas personales y proponiéndome que vaya a trabajar allí. ¿Cómo es la vaina?
Le expliqué cómo era la vaina. Ocho días después García Márquez estaba en Venezuela.
País tumultuoso, país estrepitoso, país generoso, Venezuela recibe hoy a García Márquez con los brazos abiertos cada vez que aparece por allí, con toda su celebridad a cuestas, sus camisas tropicales, sus declaraciones truculentas (ejemplo: «Todos los hombres somos impotentes») y esas bromas suyas que larga impávido y que producen en los bogotanos de pura cepa, rígidos como paraguas, una contracción glacial de horror, pero una explosión muy sana de risa en todo aquel que haya vivido en medio del desorden, la luz, el calor y la falta de compostura del Caribe.
Venezuela, país joven con fervor por los ganadores, sean caballos de carrera, peloteros de béisbol, cantantes de moda, líderes políticos o escritores famosos, abruma a García Márquez con toda suerte de demostraciones calurosas (flashes, autógrafos, cócteles, enjambres de periodistas), a tal punto que en esta efervescencia reciente se diluye la imagen ya antigua del amigo flaco y pobre como un monje trapero, con una valija de cartón en la mano y meritorio traje de color café comprado en los saldos del bulevar Saint-Michelle de París que Soledad, mi hermana, y yo recogimos en el aeropuerto de Maiquetía la víspera de la Navidad de 1957.
Recuerdo que lo llevamos directamente del aeropuerto a la sala de Redacción de la revista y que todo lo que vio de Caracas aquel atardecer fueron autopistas vertiginosas, el Ávila color malva y quizás algunos letreros luminosos dibujando filigranas sobre una bruma de azoteas.
«¿Dónde está la ciudad?», preguntó después de haberla cruzado de un extremo a otro.
Veo las salas de redacción de Momento, sin ventanas y a toda hora iluminadas por tubos de neón, donde nos sepultamos desde su llegada para preparar el número de fin de año de la revista, y al loco MacGregor deteniéndose al pie del escritorio de su nuevo y demacrado redactor, examinando con desconfianza su bigote, sus huesos desamparados, sin contestarle siquiera el saludo.
Veo los bistecs nadando en grasa que comíamos en una fonda de obreros a mediodía cerca de la revista, con Karmele Leizaola y Paul De Garat, dos vascos, compañeros de trabajo, que fueron en aquel tiempo nuestros más cercanos amigos; veo la pensión de inmigrantes italianos en San Bernardino, siempre olorosa a tallarines hervidos, donde alojamos a Gabo; el pequeño MG descapotable, color blanco, en el que yo iba a recogerlo o a depositarlo siempre a horas inhumanas, y el apartamento en los altos del mismo barrio donde yo vivía con mis hermanas, para las cuales, alegres y expansivas como son, Gabo se convirtió rápidamente en otro miembro de la familia: alguien fácil, cómodo, de lavar y planchar. Otro hermano.
Recuerdo, sobre todo, aquel primero de enero de 1958 en Caracas.
Es nuestro primer día de descanso desde que Gabo llegó de París. Después de las celebraciones de fin de año, que en Caracas se festejan estrepitosamente, la ciudad blanca, extendida al pie del Ávila, parece aletargada por el calor y la fiesta de la víspera.
Por el balcón de mi apartamento entra la claridad del mediodía y el constante, adormecedor, latido de las chicharras.
Hemos decidido ir a la playa. A Gabo, que está todavía verde por los ayunos de Europa y por las trasnochadas de una semana de intenso trabajo, le convendría un poco de sol, de aire marino.
Pienso en un pescado frito con rodajas de limón, en una cerveza helada bebida a la orilla del mar, mientras sopla la brisa y vuelan gaviotas sobre la playa. He puesto en una bolsa de lona toallas y trajes de baño, y ahora esperamos a mi hermana Soledad que debe recogernos en su automóvil.
Gabo, que está echado en una silla, no parece sin embargo muy entusiasmado con la excursión. La cara, inexplicablemente, se le ha ensombrecido.
‒¿Qué pasa, hombre?
Parpadea antes de responder.
‒Mierda, tengo la impresión de que algo va a ocurrir.
‒¿Qué cosa?
‒Algo que nos va a poner a correr.
Casi enseguida, como se presentan los efectos en una mala pieza de teatro, oímos por el balcón abierto un ruido seco, cortante, continuo: no hay duda, es bala: el latido de una ametralladora.
Luego, profundos, resonantes, con intervalos, dando la réplica a la ametralladora con la gravedad visceral de registro de un barítono aria de una soprano, los disparos de una batería antiaérea.
Nos precipitamos al balcón.
En casas y edificios contiguos, otras personas se asoman también a sus ventanas. Bajo el crudo resplandor del sol, vemos el fulgurante destello de un avión a reacción descendiendo en picada sobre una edificación del centro de la ciudad.
Luego, siempre veloz, el avión asciende verticalmente perseguido por ráfagas anaranjadas que en lo alto estallan convirtiéndose en densos hongos de humo.
La escena nos parece irreal. El chillido de unos frenos nos obliga a mirar hacia la calle. Es el automóvil de mi hermana, que acaba de detenerse frente al edificio. Ella sale del auto precipitadamente, y al vernos en el balcón, nos gritas desde el andén:
‒¡Se alzó la base aérea de Maracay, están ametrallando Miraflores!
Miraflores es el palacio presidencial.
En las escaleras del edificio hay un subir y bajar precipitado de gente: los europeos, muchos de los cuales vivieron la pesadilla de la Segunda Guerra Mundial, bajan con prisa hacia los sótanos. Los venezolanos, y nosotros con ellos, subimos hacia la azotea: no podemos perdernos el espectáculo: bombardeos, combates aéreos, solo los hemos visto en el cine.
Los férreos dictadores militares de América Latina, que habían llegado al poder mediante golpes de Estado, en aquella década del cincuenta, se estaban cayendo, uno tras otro, como manzanas podridas.
Odría había caída en el Perú en 1956. Un año después, en Colombia, había caído Rojas Pinilla (la noticia, discretamente publicada por Le Monde, nos había llegado una tarde de mayo a la terraza de Les Deux Magots). Y ahora, al parecer, antes de Batista, cuyo ejército luchaba ya contra Castro en la Sierra Maestra, le correspondía el turno a Pérez Jiménez.
Aquella dictadura, que había proscrito toda actividad política en el país, desarrollando un espectacular programa de obras públicas, abriéndole de par en par las puertas del país a una laboriosa inmigración de eslavos, españoles, italianos y portugueses, y des luego, enviando al exilio, a las cárceles o liquidando, tranquilamente, si era preciso, a cualquier opositor, duró tres semanas desde aquel primero de enero, cayéndose a pedazos.
El alzamiento de los aviadores militares fracasó por falta de coordinación con las guarniciones de Caracas, pero marcó para el gobierno de Pérez Jiménez el comienzo del fin.
El primero en comprenderlo fue el propio jefe de los servicios de seguridad del dictador. Pedro Estrada, un hombre alto, atlético, elegante, cuyo nombre era mencionado siempre en voz baja, tal era el temor que infundían sus agentes y su cuerpo de informadores, se asiló en una embajada al anochecer del primero de enero, dejando en sus roperos docenas de trajes y un centenar de zapatos sin estrenar, y una brecha enorme en la hasta entonces blindada, casi invulnerable, dictadura de Pérez Jiménez.
(Condenado por su pasado a un exilio perpetuo, Estrada vivió luego en un lujoso apartamento de París, cercano al Bois de Boulogne. Muy poco quedó del policía cínico y eficiente que fue. Con el tiempo se convertiría en un hombre de manos y modales cuidados, que hacía refinadas citas de Camus bebiéndose un whisky e invitaba a su casa a antiguos adversarios suyos, incluyendo a activistas de izquierda que fueron torturados por sus agentes o, como él decía, con suave pudor: «Molestados por mis muchachos».)
Aquellos días fueron para nosotros, periodistas responsables de una revista semanal, muy intensos.
Mientras el dictador permanecía en un búnker del palacio presidencial con todos sus ministros, el país, amordazado hasta entonces, hervía de manifiestos clandestinos, proclamas y hojas-volante, bajo la coordinación de una invisible Junta Patriótica.
Redadas efectuadas precipitadamente por agentes de la seguridad iban llenando patios y celdas del edificio de la Seguridad Nacional de periodistas, escritores, profesionales, industriales o párrocos que hasta entonces habían permanecido ajenos a toda actividad política.
Una tarde los servicios de inteligencia aparecieron por las oficinas de Momento y se llevaron a todo el mundo preso. García Márquez y yo, por pura casualidad, nos encontrábamos fuera. Ramírez MacGregor, que debía estar en antecedentes del primer alzamiento, había viajado a Nueva York dos semanas atrás y allí permanecía observando los acontecimientos de su país a prudente distancia.
Sin posibilidad de editar la revista, Gabo y yo recorríamos la ciudad en un MG hasta la hora del toque de queda, respirando un aire de tensas expectativas, una calma electrificada que era rota aquí por un disparo, allí por un mitin relámpago o por un repentino diluvio de hojas-volante caídas desde una azotea, por gritos o carreras de policías provistos de cascos y fusiles en las calles, mientras toda la ciudad crepitaba de rumores acerca de muertos, combates en los suburbios y supuestos levantamientos de diversas guarniciones.
La caída del dictador se produjo, al fin, en la madrugada del 23 de enero. Durante buena parte de la noche, confinados en mi apartamento de San Bernardino por el toque de queda, Gabo y yo habíamos permanecido al pie del radio escuchando monótonos partes oficiales transmitidos en cadena en medio de largos trozos de música clásica, hasta que oímos un joropo y casi enseguida la voz sorpresiva de un locutor anunciando «la dictadura ha caído. ¡Viva Venezuela!»
Todavía arden en la memoria aquellas dos luces rojas que vimos desde el balcón, volando a poca altura bajo las pacíficas estrellas de enero: el avión que se llevaba a Pérez Jiménez al exilio. Florecían, una tras otra, luces en todas las ventanas, como si la ciudad hubiese permanecido horas a oscuras, en vela, aguardando aquel momento; reventaban en las calles las primeras bocinas de júbilo y un vecino, en la calle, señalando el avión que se alejaba en la oscuridad de la noche hacia el mar, gritó de pronto: «¡Ahí va el hombre!»
Todavía late en la memoria aquel brumoso amanecer de enero. Bocinas, campanas, sirenas de fábrica en la brisa gris, fresca y húmeda. Gritos, banderas, automóviles circulando velozmente en todas direcciones, llenos de gente sacudida por el mismo delirio, y en todas las emisoras, después de años de silencio, proclamas y discursos de líderes políticos, sindicales y universitarios, de escritores, profesionales.
A las cinco de la mañana estamos con Gabo en las oficinas de Momento, convocando a obreros y redactores a través de una emisora y escribiendo a cuatro manos, en la combustión alegre de la hora, un editorial, el primero de la revista, saludando la llegada de la democracia, sin pensar por un momento que somos extranjeros (en realidad no lo somos: no en Venezuela, no en aquel momento).
De la edición aquella, en la que trabajamos durante 48 horas seguidas, manteniéndonos en pie con tazas de café negro; de aquella edición llena de fotos excelentes tomadas por nuestros fotógrafos, asumiendo responsabilidades que no nos correspondían, ordenamos una impresión, entonces desmesurada, de cien mil ejemplares (que se vendería, por cierto, en pocas horas). Todavía arde en la memoria el recuerdo de aquellas noches que siguieron a la caída de la dictadura: el toque de queda, la ciudad ‒de ordinario rutilante de luces y llena de bullicio‒ ahora quieta y fantasmal, sin policías (el primer policía que ha salido a la calle ha sido linchado por la multitud); la ciudad patrullada por niños boy scouts, que apenas pueden sostener un arma con sus manos, y nuestro MG blanco, con salvoconducto de prensa en el parabrisas, tarde, avanzando por las avenidas desiertas, húmedas de llovizna, bajo el resplandor huérfano de los avisos luminosos.
Se oye todavía algún disparo, a lo lejos. Frente al edificio de la General Motors, nos detiene una patrulla de boy scouts.
‒¡Tengan cuidado! Hay carros fantasmas con esbirros de la Seguridad disparándoles a los carros con salvoconducto. Allí, en la Andrés Bello, mataron a una familia.
Después de aquel anuncio, cualquier automóvil ocasional, cuyos faros divisamos desde lejos, acercándose con lentitud, nos parece sospechoso. Aguardamos en cualquier momento el fogonazo de un disparo. Sería tonto morir así.
Gabo se hunde en su silla, sin decir una palabra, la tensión de un músculo dibujándosele en la cara. Igual que cuando se sube en un avión.
(Aprendí con el tiempo a descubrir que aquellos terrores lívidos, hoy desaparecidos, se relacionaban con su vocación literaria: no tenía ningún deseo de morirse sin haber escrito lo que tenía que escribir. Así, cada vez que tomaba un avión, primero tenía que emborracharse. Después de publicar Cien años de soledad y, aún más, después de El otoño del patriarca, su sentido del riesgo cambiaría. Ahora aborda un avión como quien se sube a un taxi.)
Noches, días intensos, que la memoria guarda fragmentariamente y que, articulándose en torno a un episodio, tan típicamente latinoamericano ‒la caída de una dictadura militar‒, serían el germen de El otoño del patriarca.
Aquella noche, en el Palacio Blanco. Sentados en la antesala del palacio presidencial, aguardamos la constitución definitiva del nuevo gobierno. Militares demócratas y militares simplemente golpistas interesados en asegurar el monopolio castrense del poder, miden dentro, a puerta cerrada, su fuerza.
De pronto, bruscamente, se abre la puerta del despacho. Caminando de espaldas, con una ametralladora en la mano, vemos salir al oficial perdedor de aquellas intensas, secretas y agotadoras deliberaciones. Un golpista. Sus botas de campaña van dejando manchas de barro en la alfombra, antes de desaparecer escaleras abajo rumbo al exilio. «Fue allí donde tuve por primera vez la idea de escribir la novela del dictador», me ha dicho Gabo años después. El otoño del patriarca.
Es posible que la idea aquella haya hundido sus talones en el encuentro que días después tuvimos en Miraflores con un antiguo mayordomo que en aquel caserón colonial, donde se respira un aire de otros tiempos, había servido durante cincuenta años sin hacer mayor distinción entre sus amos, civiles o militares, dictadores o demócratas. Parecía recordar con una sombra de nostalgia al general Juan Vicente Gómez, que cuarenta años atrás había colgado su hamaca en un cuarto de aquel caserón y prodigaba cuidados al mejor de sus gallos de riña. El dictador que había gobernado con puño de hierro a Venezuela durante un cuarto de siglo era visto por él como una especie de abuelo de hábitos sobrios, venido de los Andes, perjudicado solo por intrigas de compadres y parientes y civiles llenos de mañas.
Diecisiete años después, oyéndole leer a Gabo, en mi casa de Mallorca, el manuscrito de El otoño del patriarca, seguía viendo sobre cada página del libro la sombra de Gómez, tal como lo evocaba aquel mayordomo que había servido al dictador en otros tiempos.
Foto del encabezado: Plinio Apuleyo Mendoza durante su entrevista con Juan Domingo Perón en Caracas (1957).
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