


Esta es una nota sobre aladas obras del surrealismo expuestas actualmente en CaixaForum Madrid («Objetos de deseo: surrealismo y diseño 1924-2020»). A fin de cuentas son curiosidades de una puesta en práctica de lo onírico, alteraciones de las formas convencionales de la industria, exageraciones o trasgresiones de lo hasta entonces meramente utilitario
Sebastián de la Nuez
Un catálogo de excentricidades. No solo toca a las artes plásticas sino, por supuesto, al cine: no en vano le han puesto ese nombre a la exposición, que alude a un título de Buñuel, representado en esta muestra junto a Dalí con Un perro andaluz. Pero, sobre todo, esto es artes plásticas y deseo de romper con la mirada automática usual, la que imita y no imagina, la convencional percepción de las cosas.
Hasta hoy rebota el surrealismo, rebelión en la granja, actitud y no género o tendencia. Hasta este presente de pandemia y vandalismo llega con sus formas oníricas y su hipermetropía distorsionante. Detrás de todo, el hastío o la desesperación ante lo adocenado que animó al movimiento en los años 20. Estos objetos-Frankenstein de la CaixaForum, en esta muestra que se solaza en el diseño, es estimulante. El catálogo incluye la percha-cepillo, el taburete-rueda de bicicleta, la pipa con bandeja, la tetera-calavera… Cuatro salas donde destacan unos grandes labios como sillones (o viceversa), fotos de Picasso pintando haces de luz, caballos con una lámpara en la cabeza, sofás que no están en la sala sino que se desparraman en ella, aleaciones de mueble y utensilio contranatura. Una silla de cuernos y espolones que no sirve para sentarse sino para pensar en qué demonios quiso decir el autor con ella, por ejemplo. De todo como en botica.
Uno puede imaginarse a Kafka tomando apuntes o mirando fotografías de Man Ray con una mano en la barbilla o probando, a hurtadillas de los vigilantes, uno de esos asientos inquietantes. Quienes han estudiado el movimiento surrealista en la época de su esplendor, o sea, en los años treinta, dicen que los artistas expresaban «delirantes interpretaciones» destinadas a provocar un efecto lírico (con el deseo de «subvertir las categorías»). Los objetos tratados y re-tratados ya no eran aquello para lo cual en principio estaban destinados, sino otra cosa.
Partían los surrealistas de una idea política, abordaban la estética y al final desembocaban, o ese era al menos el cometido, en revolución. Agitar el mundo era la idea, En muchos de estos objetos está abolida la sensación de confort. En otros, por ejemplo en el caso de un gran sillón rojo (no el que semeja los labios de Mae West, aunque también podría ser), se abre una posibilidad insospechada, al ser re-convertido el mueble en útero acogedor y envolvente.
Dice uno de los rótulos de la muestra:
El repertorio surrealista incluía muchas técnicas que eran radicalmente diferentes a cualquier medio de expresión artístico previo, y con las que los surrealistas querían abrir las puertas de lo inconsciente y de lo fortuito.
De hecho se hablaba en artes plásticas del frottage o, literariamente, de la escritura automática y de las asociaciones libres. El frottage (del francés frotar) consiste simplemente en poner una hoja sobre un objeto con textura. Después, con un lápiz, frotar sobre el papel para conseguir las texturas de la superficie. Esto fue ideado por Max Ernst hacia 1925.
Es curioso que haya sucedido ‒pues el movimiento sucedió, acaeció ‒ en medio de dos guerras mundiales que probaron, de manera fehaciente, el salvajismo del ser humano, la primacía de la bestia y la sinrazón por encima del humanismo y la razón. En la exposición de CaixaForum, los curadores citan a Breton, quien hablaba de una «belleza convulsa», y a Salvador Dalí, quien aludía a «objetos de funcionamiento simbólico». Seguían al poeta Lautréamont: algo bello debe haber «en el encuentro fortuito entre una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección».
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