Partes de guerra a las puertas de una bodega

Evaristo Marían entrevista a Jóvito Villalba. Febrero de 1958.

Él es parte del periodismo que se hizo en Venezuela cuando hacer periodismo era alguna especie de epopeya, un desafío al poder (como hoy) y, sobre todo, la gran oportunidad de ver los acontecimientos sociales, económicos y políticos desde sus mismas entrañas, cogiéndole el pulso a un país que transitaba hacia la democracia. Evaristo Marín ha vivido para contarlo y tiene, por cierto, una excelente memoria

Sebastián de la Nuez / Foto: archivo personal de Evaristo Marín

Esta historia podría comenzar como una imagen cinematográfica: plano general de paisaje isleño en el Caribe; un niño atraviesa de derecha a izquierda la pantalla montado sobre un burro y acompañado de su madre, a principios de los años cuarenta. El niño, que resulta margariteño y va camino de La Asunción, se llama Evaristo. Madre e hijo venderán la sarta de pescados que llevan ese día, tal vez sábado. Se van deteniendo en los poblados intermedios del camino.

O podría comenzar con ese mismo niño escuchando, de tarde en tarde, más o menos entre las 6:00 y las 10:00 pm, cuando se pone la electricidad en la isla, los despachos sobre la Segunda Guerra Mundial en el aparato de radio que enciende Lencho Narváez a las puertas de su bodega, en el pueblo de Pedro González. La bodega no es más que un mostrador, un armario atrás y una nevera a kerosén. Pero ahí afuera está ese gran aparato sobre una mesa (el transistor no se ha inventado todavía, o no ha llegado a esas latitudes) voceando noticias sobre los avances de Hitler y la contraofensiva de los aliados. El niño Evaristo se hará periodista.

La historia continuará y estos son, apenas, fragmentos de una infancia bucólica y feliz. Evaristo Marín ha escrito sobre su vida, tiene ya terminado un libro con su memoria y su oficio, dos cosas que van juntas en él. Es una memoria tejida desde aquellos días de playa, barcos y escuela en una isla pobre, caliente, voluptuosa y de aspecto rural. La memoria de Evaristo enseguida se traslada a su carrera de periodista; antes, consigue acomodo como anotador de topógrafo  en la Cartografía Nacional de El Tigre, estado Anzoátegui. Estamos hablando del oriente de Venezuela. En esa primera experiencia pasajera no se detiene pues su memoria que, como todas las memorias, es selectiva, parece desechar automáticamente aquello que no le dejó mayor huella. El chico margariteño enseguida entró a colaborar ‒y después quedó fijo‒ al semanario Antorcha, que salía los sábados y era de un tipógrafo de los de verdad, de los que se daban gusto con las cajas de tipos que venían del exterior y eran una belleza, sobre todo aquellos de madera para grandes titulares. El dueño del negocio y artesano de las letras ‒que debían colocarse al revés para que apareciesen al derecho sobre el papel‒ se llamaba Edmundo Barrios. Luego vendría  el linotipo y más tarde el moderno sistema offset. Esta prehistoria de imprenta y olor a tinta queda formando parte de Evaristo desde los años cincuenta hasta hoy, cuando habla por wasap desde su refugio en la isla donde nació. Quizá sea su mejor recuerdo vívido y perenne, el de los tipos de madera y olor a tinta en Antorcha.

Había comenzado allí tras llevar una nota escrita sobre Armando Reverón: le impresionaba al joven aquel señor casi ciego que pintaba de aquella manera maravillosa, pues ¿cómo podía pintar como pintaba? También hacía crónica deportiva y sucesos como el de la señora de 70 años que se encaramó a una mata de guayaba y se cayó. Descubrió el aprendiz que en realidad la mata era ajena y que la mujer lo que buscaba era robarse unas guayabas. Detrás de un suceso simple en un rincón del país podía encontrarse, lo aprendió entonces, otra historia que fuera más real y cercana a la verdad que aquello que le había llegado desde la inmediatez a los oídos. Un hurto de frutas era el tipo de sucesos que podía llamar la atención en los periódicos de la época y en aquellos parajes. ¡Un hurto de guayaba y un golpe del destino que tampoco fue fatal!

Comenzó en el semanario Antorcha, en la población de El Tigre, a la cual había llegado en 1953 con la intención de convertirse en arquitecto o pintor. Pero lo del periodismo sería fulminante, dice que acabó con el artista que era.

Vendría para Evaristo un periplo por Tucupita, capital del Delta, y otros sitios del oriente venezolano ‒pero también Zulia y Caracas‒ y asistiría en primera fila a una transición, la que va de la dictadura a la democracia representativa a partir del 23 de Enero. Desde Tucupita enviaba notas para El Nacional como corresponsal que era, bajo la jefatura de Francisco Guerrero Pulido. Era 1957 y tenía 22 años el único periodista en aquel pueblo. Los indios warao habitaban una comunidad en el sitio precisamente llamado Vuelta de los Indios, cerca de un río. Por allí pasaban barcos transportando hierro ‒vapores de 300 toneladas de Puerto Ordaz hasta Puerto de Hierro, en el estado Sucre‒ una vez a la semana, al parecer a demasiada velocidad, lo cual provocaba marejadas violentas que invadían las precarias viviendas de los indígenas. El agua todo lo inundaba. Aquello era un desastre, un problema innecesario que se repetía cada semana. El gobernador recurrió al representante de la prensa nacional para que le ayudase, le preguntó al único reportero de la zona si podía hacer un reportaje para que más allá de sus límites las autoridades se enteraran. Aceptó la propuesta y el gobernador lo mandó en una lancha para que conectara luego por tierra y hablara con el jefe de Provincia. El trabajo que hizo fue publicado a toda página, los barcos empezaron a disminuir la velocidad y los indígenas y el gobernador andaban de lo más agradecidos con Evaristo.

Allí aprendió, seguramente, por qué a la prensa la llaman el Cuarto Poder.

Evaristo Marín, a sus 80 y pico, sigue siendo el mismo chico que escucha los partes de guerra en las afueras de una bodega menesterosa: la misma pulsión curiosa, el mismo afán por atrapar la Historia y reírse de sus propias invenciones. Evaristo se recuerda de sí mismo por aquellos años cincuenta como un joven buen mozo, delgado y esbelto, «con mis bigotes al estilo de Pedro Armendáriz y mis 60 kilos. Para mi estatura de un metro y setenta y cinco centímetros, un peso ideal. Hasta tenía dientes de oro, por lo que mi sonrisa, como es de suponer, era muy luminosa».

Después de Tucupita y Barcelona de Anzoátegui, donde se desempeña como corresponsal interino, pasa a Ciudad Bolívar, donde la familia Otero mantiene una de las principales oficinas de El Nacional. Sería un paso definitivo en su carrera, un ascenso. Es inolvidable el periplo que hizo para llegar hasta allá: al pasar por Soledad, desde El Tigre, antes de tomar las chalanas o el ferry para cruzar por el río Orinoco, los pasajeros eran obligados a pisar una especie de colchón con creolina, porque la ganadería de Guayana era la única del país libre de aftosa. Esos eran los tiempos.