
Es una amistad de toda la vida, desde que se conocieron allá por 1957 en Barcelona de Anzoátegui, la del fotógrafo Augusto Hernández Agüero (Puerto Cabello, 1927) y quien firma esta nota, el reportero Evaristo Marín. Los dos son orientales. Augusto se fue a los 16 años a Caracas a buscarse la vida y fue empleado en una zapatería. Su padre, que ya vivía en la capital, lo ayudó consiguiéndole una habitación donde pernoctar. Siguió en el mundillo de los zapatos hasta que consiguió plaza como fotógrafo en El Nacional y ahí fue que le cambió la vida. Hoy vive, a los 94 años largos y plenos, en su Barcelona. De vez en cuando hablan por teléfono, Evaristo y Augusto. El primero ha querido recopilar en esta nota parte del ajetreo que vivieron juntos al cubrir los pequeños y grandes dramas del oriente venezolano, rindiendo a la vez tributo a la vieja y eterna amistad
Evaristo Marín
El pescador de la laguna de Unare, el muchacho de Naricual que exhibe en medio de la sequía las últimas iguanas que le quedan a esas montañas de Bergantín, la feligresa con su cara de fe alrededor de los cirios de un altar, el mendigo que extiende sus manos frente a la multitud que anda en busca de baratijas por los comercios de Puerto La Cruz o los artesanos del paseo Colón: todo eso forma parte del desfile de imágenes de Augusto Hernández Agüero. Nadie como él ha sabido retratar esos rostros y pequeños gestos de la cotidianidad de su gente oriental. Este maestro acaba de cumplir 94 años.
En su momento cubrió hechos de la historia contemporánea venezolana como el derrocamiento de Pérez Jiménez y los alzamientos militares conocidos como El Barcelonazo y El Carupanazo, que desafiaron en sus comienzos a la democracia representativa. O los frecuentes estallidos de oleoductos petroleros por acciones armadas clandestinas contra los gobiernos de Betancourt, Leoni y Carlos Andrés Pérez. De sus proezas como reportero gráfico puedo dar fe. Lo he visto cámara en mano, en medio del ruido y las llamaradas de una explosión petrolera o desafiando el oleaje de un mar de leva y con el agua casi a la cintura cuando, luego de mucho llover ‒era 1970‒, el río Neverí se metió de lleno hasta el propio centro de Barcelona. Cubrió tragedias aéreas como la del avión de Avensa en Maturín, con 75 muertos, el incendio del ferry Virgen del Valle, el terremoto de Cariaco: sucesos que conmocionaron al oriente del país y fueron primera página de los grandes diarios.
Hernández Agüero recibió el Premio Nacional de Fotografía en 1972, ha participado en exposiciones nacionales e internacionales, ilustró publicaciones de revistas y libros en el país y en el extranjero. Sus décadas de labores en el diarismo y su condición de meritorio fundador del Círculo de Reporteros Gráficos de Venezuela lo convierten en uno de los personajes de gran trayectoria del periodismo en Venezuela.
Haber trabajado con Augusto Hernández por casi medio siglo me permite retratarlo estupendamente pues tengo el privilegio de conocerlo, de vista y trato, como se decía en los antiguos documentos, desde 1957. En diciembre de ese año logré mi primer ascenso en El Nacional. Eso significó para mí el traslado hasta la corresponsalía de Barcelona, luego de haber pasado por Tucupita y El Tigre. Cuando me trasladaron para Ciudad Bolívar, en junio del 58, comenzábamos a sentirnos tan hermanados que al momento de la despedida lloramos como un par de muchachos. Era yo un fogoso y espigado muchacho de 22 años, Augusto y yo formamos parte de la historia de El Nacional en Barcelona desde esa época y eso incluye el tiempo en que Miguel Otero Silva ejerció como director y fue forzado a salir del cargo, cuando el periódico estuvo sometido a un boicot empresarial por sus nexos con la izquierda comunista, en los años 60.
Aquel reportero gráfico que conocí durante la cobertura de duros acontecimientos me maravillaba con sus fotos en blanco y negro. Reunía la agilidad para captar el acontecimiento y el ojo periodístico para trabajar los negativos en el laboratorio y optimizar las imágenes. Pocas veces he podido conocer a un profesional tan capaz para sacarle el máximo provecho a una toma fotográfica. Un día nos lanzábamos ida y vuelta hasta El Tigre para ver al famoso apagador mundial de incendios petroleros, Red Adair, combatiendo una estrepitosa fuga de gas en un pozo de la CVP o Corporación Venezolana del Petróleo, en Melones, y en otra ocasión se nos hizo larga la noche en Cariaco, cuando el dramático rescate de las víctimas del terremoto de julio de 1997.
Con el tiempo, el laboratorio desapareció. La nueva era trajo consigo la imagen digital y ahí está Augusto Hernández, cargado de años y experiencias, con sus cámaras a full color, automatizadas, computarizadas. El hombre asimiló el paso de los tiempos y se convirtió en un reportero de dos siglos, el de las pesadas cámaras de bombillos que se disparaban estruendosamente y el de las digitales, livianas y capaces de hacer gran parte del trabajo que el reportero debe cumplir. Cuando lo conocí en el 57 trabajaba con una Speed Graphic, cada vez que la disparaba con flash quemaba un bombillo y tenía que ponerle otro. Siempre andaba con los bolsillos llenos de bombillos.
Es admirable lo que hace con una cámara hoy, tiene todavía su ojo clínico para captar el color, para visualizar lo que debe ser una buena imagen periodística. Su paso por la Universidad no fue en vano. Eso le permitió estudiar y analizar la teoría, después supo transferir sus conocimientos a una legión de jóvenes reporteros que fue aprendiendo a su lado; tres de sus hijos, Augustico, Leo y Juan Carlos, lo han tenido como el más brillante y estupendo profesor que jamás habrían conseguido. Siempre hemos hablado de hacer un libro juntos, pero ese fue un proyecto que lo extinguió la falta de papel y lo costoso que es ahora editar un libro fotográfico. Le pasaría lo que a otros libros míos, que están por ahí, en los archivos de las computadoras, sin editores. Yo siempre digo que mi libro La Margarita inolvidable naufragó con la expropiación de Conferry, cuando estaba casi listo para ir a la imprenta.
En este oficio el suceso no tiene hora ni fecha ni sitio fijo. Eso sintetiza la vida de Augusto Hernández y su trayectoria en el periodismo. Muchas veces, los dos amanecíamos trasnochados entre los primeros que llegaban con las comisiones de rescate de avionetas caídas en la montaña de Bergantín, en la ensenada del golfo de Santa Fe, o en el más inhóspito lugar de una sabana o de una playa. Hubo una época en que ya parecíamos cronistas de la aviación civil y militar. En un solo año, contabilizamos tres desastrosos siniestros de bombarderos de la base aérea local. Un DC-3 que iba en ruta hacia Colombia –con una extraña carga de juguetes navideños desde Norteamérica‒ amaneció un día semienterrado en la arena de las playas de Caño Caimán, luego de haber rondado en la madrugada sobre el aeropuerto en desesperado intento de aterrizaje. La torre de control no respondió a sus llamados de emergencia. El piloto tenía antecedentes por drogas en Estados Unidos. De repente, en un caso como este, nos llamaban desde las agencias internacionales de noticias representadas en Caracas, en demanda de tomas fotográficas. Augusto también ha cobrado su trabajo en dólares.
Esas grandes tragedias que han convertido en escenario de dolor y llanto a las carreteras de nuestra región oriental, nunca faltaban en el recuento de los años durante los cuales anduvimos reporteando juntos para El Nacional en la extensa geografía del estado Anzoátegui y, a veces, de otras zonas del oriente del país. Hubo días y semanas en los cuales no parecía haber lugar para el descanso. Cuando llegaba el momento de las vacaciones, estábamos extenuados. Era la comadre Lulú la que alertaba: «No voy a pasar la vacación escolar con esos muchachos en la casa, el Pure se va de vacaciones», reclamaba ella, con justa razón. Además, las palabras de Lulú siempre fueron órdenes. Pregúntenselo al propio Augusto.
Cuando lo conocí en el 57 trabajaba con una Speed Graphic, cada vez que la disparaba con flash quemaba un bombillo y tenía que ponerle otro. Siempre andaba con los bolsillos llenos de bombillos.
MAÑICO Y OTRAS ANÉCDOTAS
Obviamente, el Augusto Hernández de los grandes acontecimientos fotográficos también recoge vivencias gratas, reconfortantes y pintorescas en el discurrir contemporáneo de Barcelona y Puerto La Cruz, ciudades que aprendió a querer quizás tanto como a su Puerto Cabello natal donde, de niño, admiraba el trabajo de Henrique Avril, el genial fotorreportero de El Cojo Ilustrado. En El Nacional y en una sección llamada «La Viñeta», de la cual fue iniciador, desfilaron hechos y personajes que forman parte de la historia de Barcelona.
Augusto relata siempre la fraternal relación que lo unió con el poeta Aquiles Nazoa y al célebre músico Ítalo Pizzolante. En los primeros años del gobierno de Pérez Jiménez, Aquiles frecuentaba la Redacción de El Nacional para llevar los poemas humorísticos que publicaba con el seudónimo de Lancero. Eso fue por poco tiempo porque sería desterrado del país por la dictadura y le tocó vivir unos años en La Paz. Por otra parte, la canción Puerto Cabello, de Pizzolante, era cantada y silbada por Augusto con mucha frecuencia. Era habitual oírsela cuando estaba revelando sus fotografías. Su esposa Lulú siempre decía que Augusto cantaba esa canción más que el propio Pizzolante, a quien conoció de muchacho en Puerto Cabello.
He recogido testimonios de quienes lo han tenido como vecino de Barcelona. De allí, de esas relacione4s cultivadas durante tantos años, han salido sabrosas anécdotas. Mañico Silva, propietario de la única funeraria que hasta avanzada la década de los 50 tuvo la capital de Anzoátegui, se ufanaba de tener «medido de vista» a los principales personajes de la ciudad para asignarles, a la hora del fallecimiento, el tamaño de la urna. No dejaba eso al azar. Los medía mentalmente y anotaba nombre y talla en lo que llamaba Cuaderno Nro. 2. En perfecto orden alfabético allí estaban desde el gobernador y todos los funcionarios del gobierno hasta el jefe de policía, los jueces y el director y los maestros del grupo Chile. Cierta vez, Mañico observó que al pasar frente a su negocio ‒cercano por obvias razones estratégicas al antiguo hospital Luis Razetti‒, el reportero gráfico de El Nacional comenzaba a caminar con gestos extraños, tal como si estuviera paralítico de tanto andar con esa cámara al hombro. «Mañico, tengo que hacerlo así para que no me midas», le dijo Augusto. A continuación, el comerciante funerario le sorprendió, sonriente, con esta confesión:
‒Uff, Augusto, tu medida la tengo en el Cuaderno Nro. 2 desde hace años. A la gente hay que medirla viva. ¿Tú no sabes que la gente, al morir, se encoge?
Todavía, a su edad, su salud no da mucho que decir. Hasta este momento y a pesar de la edad, mi compadre Augusto sigue disparando el flash de su cámara. Los gastos médicos no han hecho mucha mella en su presupuesto familiar de jubilado. Hasta el momento, los médicos lo único que le han podido sacar es la vesícula.
Otra anécdota: por pura circunstancia nada más, el recordado escritor y cronista de Barcelona, Salomón De Lima, administrador de la gobernación durante parte del mandato de R.A. Fernández Padilla, quedó en cierta ocasión «encargado del despacho» como se dice en el argot oficial. Eso exactamente fue lo que pasó cuando Fernández Padilla viajó al exterior invitado por el Departamento de Estado norteamericano y el secretario general de gobierno, Luis Echeverría Alfaro, tuvo que ausentarse a Ciudad Bolívar para una gira con el presidente Leoni. En esas circunstancias, don Salomón acudió, como gobernador encargado, a una cena de gala del Country Club y al llegar a su casa de regreso, poco antes de la medianoche, se encontró una no muy grata sorpresa: tenía en los bolsillos del paltó unos cubiertos. No lo pensó dos veces: «Esta vaina solo puede ser una ocurrencia de Augusto Hernández», pensó y, seguro de que era así, despertó a Augusto de un telefonazo cerca de la una de la madrugada:
‒Augusto, aquí tengo los cubiertos que me pusiste en el bolsillo y no sé si mandarte preso por mamador de gallo o devolverle estos cubiertos al Country.
Afortunadamente, optó por lo último. El propio Augusto cuenta lo que vivió cuando tenía de vecino a Cristóbal Colón. Obviamente, no al que llegó a Macuro con sus tres carabelas sino al que Augusto y muchos otros conocemos –de vista y trato‒ como comerciante nativo de la ciudad capital de Anzoátegui, por algún tiempo residente en la planta baja de los bloques del Banco Obrero, en la avenida Cajigal. Un día, durante uno de esos grandes aguaceros que periódicamente azotan a Barcelona, a Colón se le inundó el apartamento y cuando llamó al cuerpo de Bomberos de Barcelona y dijo su nombre, la emergencia que vivía con su familia, la llamada fue tomada como un chiste.
‒¿Cómo dijo usted que se llamaba? ‒le preguntaron.
Cuando insistió en decir su nombre, una gran carcajada se apoderó de los bomberos. El fotógrafo de El Nacional tuvo que ir personalmente a explicar que el Colón que estaba con su familia y con el agua casi hasta el cuello no era precisamente el descubridor de América, tan admirado por cinco largos siglos pero ahora tan fustigado por grupos que han llevado su furia a los extremos de derribar sus estatuas y de querer desterrar su nombre del paseo que lleva su nombre en Puerto La Cruz. Esas son las cosas que le gusta contar a l maestro Augusto todavía hoy. Y también le gusta contar aquella vez en que vio a Juan Vicente Gómez paseando a caballo por Maracay. Su madre yaracuyana lo llevó de visita a la capital de Aragua cuando tenía entre cinco y seis años. Gómez pasó cerca de madre e hijo, lo recuerda, en un desfile de muchos caballos y pocos carros, en la mañana de un domingo. De repente era un 24 de julio.


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