
El periodista Evaristo Marín recuerda en estos apuntes sus primeras experiencias en el oriente del país. Es un recorrido geográfico pero sobre todo sentimental y reporteril. En este texto vuelve a palpitar el chico que entrevista a la figura del momento de paso por la provincia, el reportero ante el poder o el joven deslumbrado por la flamante Miss Mundo. Curioso e inquieto, Marín conoció y trató a los grandes personajes que le dieron una tonalidad determinada a la Venezuela en vías de liberarse de la dictadura. Como trasfondo, una Venezuela rural, irreverente, a ratos atrabiliaria, algo perezosa o irresponsable: un paisaje digno de conservar en la memoria por la desenvoltura, la impertinencia, el costumbrismo, la mamadera de gallo caribeña y el don de la amistad a rajatabla
Evaristo Marín
Ahora, entre lo poco que ha podido sobrevivir de mis viejos archivos, me veo joven, de paltó y corbata, con el gobernador Horacio Cabrera Sifontes en Ciudad Bolívar, año 1958. En esa noticia, con llamado en la primera página de El Nacional, Cabrera Sifontes anuncia que está listo el proyecto para el puente sobre el Orinoco. Estaba yo en mis comienzos de corresponsal desafiando el calor, que en la capital de nuestra selvática Guayana no da tregua, ni siquiera en los días lluviosos que es cuando el Orinoco se pone más turbulento: a veces los veranos son muy largos y en esa época es cuando la sequía es más recia. La Piedra del Medio se ve más imponente y negruzca, casi al otro lado de la orilla, en la cercanía despoblada de Soledad. Lo navegué muy poco, pero conozco mucho al Orinoco. Más allá de Barrancas, hacia el Delta, donde es más inmensa y sobrecogedora su presencia caudalosa, el horizonte de sus aguas es muy difícil de abarcar a simple vista, cuando va rumbo hacia el Delta y al encuentro torrentoso con el Atlántico, más allá de Curiapo, más allá de más nunca, como escribiría Rómulo Gallegos.
En junio del 58, cuando El Nacional me trasladó desde Barcelona hacia Guayana, eran días de mucha euforia política tras la caída del gobierno de Pérez Jiménez y la vecindad de las primeras elecciones libres en más de diez años.
En Ciudad Bolívar tuve la oportunidad de ver por primera vez a Rómulo Betancourt. Al líder fundador de Acción Democrática y ex presidente de la Junta Revolucionaria de Gobierno del 45, todos los sondeos de opinión le daban la primera opción como candidato presidencial (a pesar de la resistencia del estamento militar). «Contra el miedo, vota blanco» fue ese año su consigna partidista. Don Rómulo, a su regreso del exilio, se convertía en un político de lo más cercano a los periodistas. Hasta se dejaba entrevistar. Se mostraba amable y chistoso.
En noviembre de aquél año, cuando clausuraba su campaña en El Mirador, en el Paseo Orinoco, Betancourt me hizo subir a la tribuna, para que no me quedara duda de aquella multitud. «Este periodista que tengo a mi lado es el corresponsal del importante diario El Nacional y lo he invitado a que sea testigo de esta gran multitud». Era así. AD había movilizado a su militancia de todo el estado. Le oí su discurso a menos de tres metros de distancia. Como presidente, a esa distancia solo pudieron situárseles, excepcionalmente, los reporteros del Palacio de Miraflores. Durante su ejercicio como presidente, por elección popular, entre 1959 y 1964, nunca dio declaraciones a los periodistas en el interior del país.
Lo primero que hacían al llegar a Ciudad Bolívar ‒o a cualquier otra ciudad de la provincia‒ personajes como Jóvito Villalba, Luis Beltrán Prieto, Raúl Leoni, Luis Alfaro Ucero, Gustavo Machado, Wolfgang Larrázabal, Rafael Caldera y Pompeyo Márquez era invitar al corresponsal de El Nacional. Desayuné con todos ellos. Prieto y Villalba estuvieron muy cerca de mi afecto, porque por encima de sus posiciones políticas sentía mi afinidad margariteña, pues ellos también eran de la isla.
Para mí, aquella conmoción electoral era totalmente novedosa y a la vez inédita, luego de vivir ‒desde 1954‒ mis comienzos como periodista corresponsal, en un régimen en el cual estaba prohibida la noticia política (de oposición). Bajo la bota militar, el ejercicio del periodismo era algo bien riesgoso aún sin estar involucrado directamente en política, tal como era mi caso.
El jefe de información de Provincia de El Nacional, Francisco Guerrero Pulido, «el Gocho Guerrero», era un buen ejemplo: en su época de corresponsal no se salvó de ir muchas veces preso, en Maracaibo y en Barcelona, pese a que acostumbraba jugar al dominó con Miguel Silvio Sanz, a quien Pedro Estrada ‒jefe de la Seguridad Nacional‒ al final del régimen se llevó a Caracas desde Barcelona para nombrarlo jefe de la brigada política de la temible SN.
Me veo con Cabrera Sifontes, gobernador transitorio de Bolívar, protagonista de una noticia que tuvo llamado de primera página. Anuncia que el MOP tiene listos los estudios para el puente sobre el Orinoco entre Ciudad Bolívar y Soledad. Recuerdo que por esa época era muy habitual para uno andar con muy buen atuendo, porque frecuentemente El Nacional publicaba las fotos con el entrevistado y el corresponsal que lo entrevistaba a su lado. Algo más: a los tribunales (en esa época de tantos juicios contra los esbirros del régimen depuesto) no se permitía entrar en mangas de camisa. El traje era obligatorio para los abogados y también para los periodistas. En camisa solo dejaban pasar a los presos.
Toda Venezuela nos conocía por fotos. Eran los comienzos de mi carrera, pero ya había sido en 1957 corresponsal exclusivo en Tucupita ‒Territorio Delta Amacuro‒ y me había desempeñado, temporalmente, como corresponsal interino en Barcelona, una de las principales oficinas del diario de los Otero en el interior del país.
Ciudad Bolívar significó mi primer gran ascenso profesional. Estaba fascinado con mi trabajo. Mi joven figura, mi fino vestir, me hacían lucir muy elegante ante los entrevistados. Fabricio Ojeda, uno de los principales redactores del periódico en Caracas, se convirtió en 1958 en uno de los líderes más carismático del país. Desde la fuente política en Miraflores, Fabricio saltó a la fama como presidente de la Junta Patriótica que lideró el derrocamiento de Pérez Jiménez. El propio dictador no podía creer que aquel joven reportero andino, de Boconó, estado Trujillo, a quien le tomó mucha confianza, fuese uno de los principales baluartes de la caída de su gobierno. Ojeda era maestro normalista y se hizo periodista en Maturín, cuando el gobernador Alirio Ugarte Pelayo lo designó director de Educación y lo incorporó a su equipo de prensa en los tiempos de la Junta de Gobierno que sucedió a Gallegos. Se cuenta que el propio Ugarte Pelayo se lo recomendó como periodista a Miguel Otero Silva y logró su incorporación a El Nacional cuando cesó en la gobernación de Monagas y se desvinculó políticamente del régimen militar. Ugarte Pelayo había sido cercano al régimen desde el ascenso de Pérez Jiménez de ministro de la Defensa a presidente provisional, en 1952, tras el desconocimiento del triunfo de URD.

Otros recuerdos de esos comienzos: desde el hato La Vergareña salían semanalmente dos o tres aviones con carne y leche hacia Miami. Aquel hato, de propietarios norteamericanos, era también el único del país con aeropuerto y matadero industrial. Su frigorífico podía almacenar, pulcramente tasajeadas para la exportación, hasta 200 reses, lo cual da una idea de su magnitud. Ese consorcio ganadero pertenecía a los Rockefeller. Gran parte de su personal era norteamericano. Los aviones de carga llegaban a La Vergareña desde la Florida, con escala para aprovisionamiento en Puerto España, Trinidad. No tocaban en ningún aeropuerto venezolano.
En mis comienzos de corresponsal entrevisté a Susana Duijm, en un aeropuerto. Ocurrió en San Tomé a pocas semanas de su espectacular triunfo cuando, entre obsequios florales y aplausos, era recibida por quienes fueron sus compañeros de trabajo en las oficinas generales del campo petrolero. La foto en la cual me veía, libreta en mano, flaco y de bigotes, al lado de Susana Duijm, desapareció de mis archivos. Me hubiera gustado mostrarla a mis nietos.
Ahora, a más de 60 años de mis inicios como reportero en el semanario Antorcha [ver en este mismo blog «Partes de guerra a las puertas de una bodega»] debo confesar que el ajetreo de la noticia acabó con el artista que fui, cuando llegué de Margarita a El Tigre de Anzoátegui en noviembre del 53. Por entonces mi vocación iba hacia la arquitectura y la pintura… pero no pude, nunca logré dar rienda suelta a esa predilección por echar rayas. Los estudios de dibujante arquitectónico en la Academia Gregg, de la profesora Natividad Palomino, estaban muy lejos de mi capacidad de pago. A los diecinueve años, el pintor que había en mí se truncó por la libreta de apuntes de reportero en un periódico de 24 páginas: eso era Antorcha cuando se fundó –un mes antes había escrito yo por primera vez una noticia, en septiembre del año 54‒ en una población que apenas sí llegaba a los veinte años de fundada: todavía en El Tigre de esos años uno se tropezaba, a diario, en cualquier calle, con los primeros pobladores. Algunos de los trabajadores protagonistas de la perforación del pozo Oficina Nº 1, que reventó en producción con un viscoso crudo de muy alto grado API en 1937, aún formaban parte de la nómina de la Mene Grande Oil. Es más, entre los fundadores de El Tigre estaba un cercano familiar mío: Cleto Quijada, primo de mi madre margariteña, Chón Marín. Cleto fue el padre de los primeros muchachos que nacieron entre aquellos ranchos que una avalancha de gente llegada de todas partes levantaba, en la sabana, alrededor de «Oficina», como llamaban al primer campamento construido por los norteamericanos.
Tuve que aprender mecanografía, oficio que me sirvió de mucho cuando poco a poco, desde los diecinueve años, me metí al periodismo y me hice corresponsal del diario de los Otero Silva en el lejano Territorio Delta Amacuro, luego de una corta pasantía –también en el sur de Anzoátegui, entre el 55 y el 56‒ en Ultimas Noticias, periódico recién adquirido por la Cadena Capriles (ese periódico, con el diario La Esfera y las revistas Elite y Venezuela Gráfica, le daban a la Cadena Capriles singular importancia como primer grupo periodístico de Venezuela; la Torre de la Prensa, en construcción, los iba a congregar pronto en una sede única).
Trabajando para Últimas Noticias, por cierto, por poco me llevan preso: el cónsul de China en El Tigre, Robert Chang, me cedió los pasaportes de cinco chinos muertos en un choque entre El Tigre y Cantaura y a mí, novato y sin fotógrafo para hacer las reproducciones, se me ocurrió la idea de enviarlos a Caracas, a la redacción, en un sobre que consigné en la línea aérea Avensa. Ultimas Noticias registró la noticia a grandes titulares en la última página, pero yo tuve que salir hacia Caracas en autobús a buscar los pasaportes porque sin ellos no autorizaban el traslado de los cadáveres hacia Hong Kong, vía Maiquetía, desde el aeropuerto de San Tomé. La SN me dio un plazo de 24 horas para devolver los pasaportes. Afortunadamente el cónsul Chang, un hombre de fácil sonrisa, muy paciente y habitualmente amable, no me consiguió. Porque la verdad sea dicha, me quería matar. Tengo que admitir, ahora, que al cónsul no le faltaba razón. Pero yo, en esos primeros tiempos, me jugaba la vida por una noticia.
Recuerdo el parto cuádruple protagonizado, en el hospital de San Tomé, por una muchacha de dieciocho años residente de San José de Guanipa. La primicia, en apenas quince líneas y una foto, mereció, ampliada, toda la última página del periódico de los Capriles y fue divulgada para el mundo por la United Press. Los cuatro recién nacidos murieron a las pocas horas.
En 1955, Susana Duijm Zubillaga, una esbelta oficinista de Mene Grande Oil, puso a vibrar los teletipos de todos los grandes periódicos al ser electa Miss Mundo en Londres. La muchacha llegó a Inglaterra con poco equipaje y escasos dólares. Conseguirse, al azar, en el aeropuerto, con un periodista británico que desde el primer momento la vio ganadora y hasta le ahorró el costo del taxi al hotel, fue estupendo. Eso y haber aprendido inglés con los gringos en San Tomé fue de mucha ayuda. En mis comienzos de corresponsal también tuve la suerte de entrevistarla, en un aeropuerto. Ocurrió en San Tomé a pocas semanas de su espectacular triunfo cuando, entre obsequios florales y aplausos, era recibida por quienes fueron sus compañeros de trabajo en las oficinas generales del campo petrolero. La foto en la cual me veía, libreta en mano, flaco y de bigotes, al lado de Susana Duijm, desapareció de mis archivos. Me hubiera gustado mostrarla a mis nietos. No todas las veces se tiene la oportunidad de estar al lado de una mujer tan bella como aquella espigada morena que copó las primeras páginas cuando teníamos de presidente a Marcos Pérez Jiménez y el país político estaba sometido a la más rígida clandestinidad, con muchos adecos y comunistas presos, exilados o perseguidos.
La CTV o Confederación de Trabajadores de Venezuela había desaparecido. Su lugar era ocupado por una federación de sindicatos de tendencia oficialista. Por lo demás, el dictador militar no era hombre dado a declaraciones. Pérez Jiménez salía en los periódicos, eventualmente, cuando inspeccionaba o inauguraba obras o se hacía presente en actos oficiales.
Héctor Mujica, un joven periodista de El Nacional, tuvo la ocurrencia de preguntarle en Barquisimeto, en 1952, si habría amnistía para los presos políticos. Eso fue suficiente para que la Seguridad Nacional lo hiciera preso. Está demás decir que el periódico –sometido como estaba a muy rígida censura oficial‒ se abstuvo de publicar la detención de su osado reportero larense.
En El Tigre petrolero de los años 50 todo parecía noticia para mí. Confieso que cuando no las conseguía, ponía a volar el ingenio. Por las cosas que me sucedieron, llego a creer que, por entonces, era yo notablemente ingenioso. ¿De qué otra manera podría uno sobrevivir en el ejercicio de un oficio tan versátil y sorprendente, cuando las noticias no podían transgredir la rígida censura dictatorial? Sucesos, espectáculos artísticos y deportivos copaban la escena periodística. Los diarios dedicaban grandes espacios a eso y a la noticia internacional. Era la Venezuela de dólares a Bs. 3,35. Se desconocían por completo fenómenos como los de la inflación. El país tenía pocos economistas, pero sí muy rígidos administradores. Por aquellos años, Luis López Diez, contratista del gobernador del estado Anzoátegui, Manuel José Arreaza, dio impulso en El Tigre a una plaza monumental. Esa fue, sin duda, la plaza Bolívar de El Tigre, inaugurada en 1956. Pérez Jiménez gustaba recordar, como el gran día de su gobierno, el 2 de Diciembre, fecha en la cual ‒tras el fraude electoral de 1952 contra Jóvito Villalba y URD‒fue proclamado presidente provisional en nombre de las Fuerzas Armadas. Obviamente, El Tigre tuvo su avenida 2 de Diciembre, ahora llamada 23 de Enero.
¿Qué noticias ocuparon, en esos años, mi diligente actividad como corresponsal de Ultimas Noticias en la zona petrolera de El Tigre y todo el sur de Anzoátegui y Monagas? Recuerdo una espectacular y fue el parto cuádruple protagonizado, en el hospital de San Tomé, por una muchacha de dieciocho años residente de San José de Guanipa. La primicia, en apenas quince líneas y una foto, mereció, ampliada, toda la última página del periódico de los Capriles y fue divulgada para el mundo por la United Press. Los cuatro recién nacidos murieron a las pocas horas. ¿Vivirá aún la madre?
Un comerciante margariteño, Santos Sarabia, fue localizado muerto en su negocio de víveres, en la calle Girardot, completamente desnudo dentro de una nevera. Extraña manera de suicidarse. La puerta del negocio de víveres estaba cerrada por dentro. El misterio se despejó cuando alguien quiso tomar agua y abrió la nevera.
Otra vez casi voy preso el día en que el corresponsal de Ultimas Noticias en Valencia, Fernando Reyes Maita, anzoatiguense de Soledad, tuvo la ocurrencia de desplazarse hasta oriente para hacerle un reportaje a Mariana Orsini, la prefecta de El Pao de Pariaguán, quien tenía gran predilección por las peleas de gallos. Intuitiva, al ver periodistas en el pueblo aquel domingo, desistió de visitar la gallera, donde era habitual su presencia como insigne y desafiante apostadora. Muy amable, pero inflexible, no quería fotografías; el reportero gráfico Ángel Sánchez, sin embargo, hizo como que reparaba su cámara y así logró unas tomas magníficas de aquella austera y muy respetada mujer mientras relataba sus experiencias de recia llanera.
JEFA CIVIL Y GANADERA DEL PAO DE ANZOÁTEGUI JUEGA A LOS GALLOS COMO CUALQUIER HOMBRE
Tal fue el titular del reportaje que se llevó las dos páginas centrales del periódico de los Capriles. Me salvé de la SN porque el reportaje lo firmaban, desde Pariaguán, los enviados especiales F. Reyes Maita y Sánchez. Mariana Orsini no me perdonó jamás que, valiéndome de la amistad entre su familia y la de quien por entonces era mi esposa, Irma Martínez, hubiera llevado hasta su propia casa a esos dos periodistas «embusteros y fantasiosos» que la describían como una suerte de marimacha, que «monta a caballo, juega a los gallos y anda siempre con un revólver al cinto».
A Mariana Orsini, ciertamente, le gustaban los gallos –cosa común entre las llaneras– pero no era ninguna Doña Bárbara ni se exhibía armada cabalgando o domando.
A Reyes Maita lo volví a ver después de la caída de Pérez Jiménez. Perseguido por su eufórica participación en el alzamiento de Martín Parada, con la aviación militar el primero de enero de 1958 en Maracay, logró asilarse en la embajada del Brasil luego de llegar a Caracas disfrazado de sacerdote. De regreso del exilio, tuvo una resonante participación como reportero de la revista Venezuela Gráfica y otras publicaciones de la Cadena Capriles.
De todas maneras, pronto iría yo a los calabozos. De la manera más ingenua, reseñé desde El Tigre que Alfredito Alvarado, famoso ladrón y bailarín, llamado el Rey del Joropo, se había cortado con una hojilla las venas de ambos brazos. Que eso ocurriera dentro de un calabozo en la comandancia policial de El Tigre encolerizó al gobernador Arreaza. Lo de ingenuo lo apunto porque yo desconocía la gran fama del frustrado suicida. Ultimas Noticias –con una foto de archivo, en la cual Alvarado se veía en alpargatas, tocando maracas y bailando– publicó mi información con gran despliegue en la última página. Titular de aquel día:
EL REY DEL JOROPO TRATÓ DE SUICIDARSE EN UN CALABOZO EN EL TIGRE
Arreaza reaccionó colérico, primero porque la novedad no le había sido trasmitida por telégrafo y luego porque consideró una falta grave de seguridad que a los presos se les permitiera guardar hojillas en los calabozos. Ordenó, en consecuencia, vía telegráfica, al prefecto Calatrava Gago, arresto de 48 horas para el comandante policial, Francisco Méndez, mejor conocido como el Flaco Méndez. Méndez, a su vez, ordenó mi arresto. Dijo:
‒Me lo buscan y me lo ponen en un calabozo por una semana.
En esa época, la redacción y talleres de Antorcha estaban contiguos a la impresora El Tigre en la calle Sucre. Sonia Bermúdez, la secretaria, me alertó sobre la presencia policial en mí búsqueda y fue así como pude montar en mi bicicleta y refugiarme en la casa de Patricia Camero, vecina de mi tía Claudia Marín, en la calle Negro Primero. Con el pretexto de que «él salió para Cantaura y no sé cuándo vendrá», mi madre, Chón Marín, se mantuvo muy atenta con los policías que estuvieron haciendo guardia frente a mi casa, en la Avenida 6, con una patrulla lista para llevarme a presencia del comandante.
Cuando me presenté el lunes a la Policía, los ánimos del Flaco Méndez estaban más calmados. El director del periódico, Edmundo Barrios, logró persuadirlo de que la noticia no tenía la intención de malponerlo con el gobernador. Estuve preso, por tanto, solo una mañana.
***
Si mal no recuerdo, Ultimas Noticias era en esos años dirigido por Marconi Villamizar. Miguel Ángel Capriles también compró La Esfera de Ramón David León y designó director a Oscar Yánez. Por cierto, Capriles revela en sus memorias que la compra del viejo periódico de Ramón David León fue el único mal negocio de toda su vida.
***
Bajo la severa y temida vigilancia de la Guardia Nacional, yo estuve entre aquella multitud, congregada a un lado y otro de la carretera negra, tan pronto se supo que Pérez Jiménez iba a pasar por El Tigre, en su carro, hacia Ciudad Bolívar. Aquél día, entre El Luchador y el taladro de la Flint, se aglomeró tanta gente como la que se veía en las competencias de ciclismo, deporte que en esa época tenía un gran auge en El Tigre. Cuando aquel hombre que gobernaba al país con mano de hierro bajó de su Mercedes Benz deportivo a surtir gasolina en la estación de servicio Méndez, el despachador, sorprendido al verlo tan de cerca, sólo atinó a preguntar «¿usted es el general Pérez Jiménez?» y, a causa de los temblores que aquello le produjo, casi no atinaba a quitarle la tapa del depósito de gasolina al carro. Afortunadamente, el dueño de la gasolinera, Nicolás Méndez, acudió en su auxilio y surtió combustible al carro mientras un Pérez Jiménez sonriente, en vestimenta militar de campaña y con las manos enguantadas, le comentaba que había hecho el recorrido desde Puerto La Cruz en menos de una hora y quince minutos.
No era difícil de creer, porque desde que Pérez Jiménez y su lujoso auto deportivo desembarcaron en una fragata por Guaraguao, la carretera hasta Ciudad Bolívar estuvo totalmente prohibida para automóviles que no fueran el suyo y los de la Casa Militar. El dictador iba hacia Puerto Ordaz, a inspeccionar los trabajos de la Siderúrgica, a cargo del consorcio italiano Inozentti. Fue la única vez que pude ver a Pérez Jiménez a muy pocos metros de distancia y con la advertencia de no hacer preguntas.
Ver también:
Una crónica agradable, con datos interesantes de una época turbia de nuestra historia, muy en la línea que siempre ha exhibido ese gran periodista que es Evaristo Marin.
Como siempre, la amenidad acompaña estás crónicas de vida de un periodista de altos quilates como el entrañable amigo Evaristo Marín. Leerlo es como abordar una máquina del tiempo y evocar esa Venezuela que se transmitía a través de la prensa escrita.
Fue un verdadero deleite leer estos «Apuntes de un reportero en dictadura». Evaristo Marìn evoca con nostalgia esa Venezuela que se nos fue hace años, con los personajes que cimentaron la democracia y abrieron los cauces a un nuevo país. Ademàs, en las historias de El Tigre, la del comerciante Santos Sarabia, me devolviò a mi ninez ya que pude burlar a la comisiòn policial, para ver, acurrucado por el frìo, el cadaver dentro del refrigerador del bodeguero, a quien conocíamos como Pàstor. La Bodega quedaba en la esquina de la Calle Girardot con Nueva, frente a la muebleŕìa Aurora de Josè Joaquin Rojas. Nunca he podido borrar esa imagen de mi mente. Saludos, estimado Evaristo
Gracias, Nicomedes. Habrá más textos de Evaristo. Gracias también a Eddy León y Alberto Troconis.