Sala de Redacción de El Diario de Caracas, cualquier día de 1980 pasadas las cinco de la tarde (excepto en domingo): el movimiento de idas y venidas ‒periodistas, diagramadores, fotógrafos, jefes de sección‒ aumenta en intensidad y agitación. El murmullo crece y el tecleo en las máquinas manuales se vuelve frenético. Sin embargo, un redactor ha permanecido en su sitio todo el día, igual de concentrado, a la misma velocidad de crucero todo el tiempo. Se llama Luis José Cova, tiene un aspecto humilde ‒cualquiera podría confundirlo con el chico de los recados‒ y a esas alturas del siglo XX viene de regreso del trasnocho revolucionario. Algo habrá aprendido y por eso teclea con ahínco
Sebastián de la Nuez
Parece que lo moviera un motor fuera de borda que no se desgasta ni quema gasolina. Se ha sentado allí a las 10:00 am y ya no parará hasta la medianoche. Cobra horas extra. Solo se levanta de vez en cuando para ir a buscar cables en el cubículo del télex. Luis Cova puede que sea el reportero más humilde y afable ‒aunque habrá otro que le hará competencia en eso‒ en la sala donde se gesta El Diario de Caracas del día siguiente: es un oriental criollo a quien uno puede imaginarse al borde de un sancocho bajo una palmera en la playa, plácido, en paz con la naturaleza y echándose una Polarcita al buche. Es un hombre reservado, de una modestia a rajatabla y cualquiera que le conozca podrá intuir, seguro, que sus costumbres son espartanas. Hay en su trato y en su habla candor. La reportera de la sección Cultura, Miriam Freilich, a quien tiene enfrente durante la mayor parte del día, dirá años después que era el hombre más afable que había conocido jamás.
En El Diario de Caracas había solo dos géneros humanos: los tecnócratas sureños que mandaban sin que uno notara que mandaran ‒cuidadosos, no se imponían por sus órdenes sino dando ejemplo o señalando otra manera de hacer las cosas‒ y un regimiento de jóvenes recién salidos de las escuelas de Periodismo, o todavía en ellas y eran los pasantes. Pocos, muy pocos, se salían de estas dos categorías: un boliviano, algún español, un viejo periodista colombiano a quien se podía recurrir cuando todavía no había Wikipedia, un par de cubanos inteligentazos.
Luis Cova nació en Cariaco del estado Sucre, de modo que vino así al mundo, con la piel curtida y el ánimo dispuesto a la brega. ¿Acaso no son así quienes nacen junto al Caribe, en ese golfo asomado a las aguas que son una promesa permanente, la promesa azul que les hace pensar y soñar a los nativos con otros mundos en las orillas que se pierden de vista?
A Luis no le dio tiempo de nada de eso, ni de sancochos ni de promesas de conquistas lejanas, porque en realidad su madre querida lo arrastró hacia La Guaira primero y luego a Petare. Pero siempre, siempre, regresaría a esas costas orientales.
«Mi madre era de Cariaco. Cuando tenía como 20 años se fue a trabajar en una casa de familia, allí nací el 24 de agosto del 41 casi sin padre pero con la protección de la gente donde trabajaba mi mamá. Esa familia emigró a Caracas en 1942. Tres años después, bajo su protección, mi madre y yo viajamos a La Guaira en la cubierta de un barco de carga. Estuvimos unos días en Caracas y luego nos mudamos a una especie de casa de campo que tenía la familia que nos protegía en las afueras de Petare. Eso era monte, pocos vecinos. Ir a Caracas era un viaje de un día. Allí pasé mis primeros años, aprendí a leer y escribir con una tía y fui a una escuela rural, cuya maestra (una heroína llamada Ana Mercedes) había ido de casa en casa reclutando niños para su escuela. Mi madre se casó en 1949 y nos fuimos a vivir en un barrio de Petare llamado El Matadero porque había unas instalaciones para beneficiar ganado vacuno y porcino. La casa era de tabla y el piso de tierra; años después, con esfuerzo propio, mi padrastro arregló la casa. La nueva era de ladrillos y tenía piso de cemento. Iba a la escuela en Petare. Para ayudar en la casa hacía mandados, vendía agua o lotería o periódicos, limpiaba zapatos. Ya a los 14 años tuve varios trabajos hasta que me alisté de voluntario en la Marina de Guerra a mediados de 1960, en plena lucha armada. Salí de baja como cabo primero en diciembre de 1962. Luego de unos tropiezos, viajé a Cuba en julio de 1963 y estuve allá hasta enero de 1967.»
De modo que en 1980, cuando teclea fervorosamente en la sala de El Diario cada mañana desde su hora en punto, ya ha estado en La Habana y también en Praga; y en el Berlín bolchevique. Ya sabe lo que es eso. Luis había sido lo que él cuenta, un niño trabajador que a los 11 años ganaba alrededor de diez bolívares diarios, llevaba real a su casa y los domingos se iba al cine con su propia plata; podía permitirse incluso un buen helado. Estando en El Diario, cuando todavía faltan al menos ocho años para la caída del Muro de Berlín, desea especializarse en la fuente internacional y seguir ganando buen dinero con las horas extra y las pagas por domingos y feriados; desea, además, irse con sus ahorros a Estados Unidos a estudiar inglés y asuntos internacionales; de ser posible, becado.
Lo logrará. Eso es exactamente lo que hará.
Hacia los años 55 o 56 había conocido a un operador político que de alguna manera lo impresionó: Alfredo Maneiro, quien fundaría el partido La Causa R que se hará fuerte en Ciudad Guayana, luego en casi todo el país. Había trabado conocimiento con él estando Luis en una tienda por el centro de Caracas, Euroven, que en plena dictadura traía productos de los países socialistas: vinos y el famoso Pick Salami de Hungría, discos de Alemania oriental y Checoeslovaquia: cosas así, como de bodegón y melómanos coleccionistas. Él era el repartidor, iba a las casas de los afiliados o clientes ya que el asunto funcionaba como una especie de club: todos los meses, los clientes recibían un disco y pagaban diez bolívares. Una gran cantidad de ellos eran militantes de izquierda, que vivían tranquilamente en el país aun siendo eso, militantes de izquierda. Alfredo Maneiro era uno de ellos. Pero también iban por allí Oscar Sambrano Urdaneta, Aquiles Nazoa, Eleazar Díaz Rangel y Alexis Márquez Rodríguez.
Ya fuese por alguna influencia que habría ejercido Maneiro en él, o por los vientos que venían de Cuba y que animaban a la juventud que tuviese corazón en el pecho, lo cierto es que Luis marchó a La Habana más tarde, en julio de 1963 y a través de México; antes había estado dos años y medio prestando servicio militar en la Marina de Guerra de Venezuela, fue dado de baja en diciembre de 1962 y luego estuvo dando tumbos hasta que un familiar, militante del Partido Comunista, le propuso irse a Cuba a estudiar en una escuela de pesca. El familiar tenía contactos, de allí la oportunidad.
«Rápidamente entré en ese fervor revolucionario que se vivía en la isla por esos años. Trabajé en pesqueros al sur de Cuba y en un barco ruso en el Golfo de México que estaba siendo traspasado a una tripulación cubana. Entusiasmado por las noticias que publicaban los diarios de La Habana, decidí regresar a Venezuela para incorporarme a la lucha armada junto con otros dos venezolanos a quienes llamaré Margarito y Pepe. Los tres habíamos hablado con Maneiro. Este les había dicho a los cubanos que tenía un frente guerrillero en la serranía del Turimiquire, en el oriente del país. El 2 de febrero de 1967 abordamos un avión que tardó 17 horas en llegar a Praga, ciudad que serviría de puente para venirnos a Venezuela. Los tres nos alojamos en el mismo hotel. Al siguiente día se presentaron los dirigentes comunistas Carlos Arturo Pardo y Eloy Torres. Torres se había escapado de la Isla del Burro, en el lago de Valencia. Nos dijeron que el Partido Comunista había renunciado a la lucha armada y que lo dicho por Maneiro eran puras mentiras. Poco caso les hicimos. Luego nos separamos. Pero un contacto en Praga se dio cuenta de que a mi pasaporte le faltaba la hoja con el sello de salida de Venezuela.»
Luis dice que lo del pasaporte fue una travesura de los cubanos que manejaban a los enlaces con los focos de insurrección en América Latina. Se hicieron los arreglos para que viajara a mediados de marzo de 1967 a Berlín Oriental y, desde allí, Gerardo Pulgar ‒hermano del dirigente comunista Juvencio Pulgar‒, quien estudiaba en esa ciudad, iría a Berlín Occidental a tratar de renovarle el pasaporte. Dice Luis que lo pusieron a dormir en una universidad mientras le hacían la diligencia. Luis no podía pasar al otro lado pero dio dinero para que le arreglaran o renovaran el pasaporte que los cubanos le habían echado a perder adrede. Se quedó, pues, durmiendo en Berlín Oriental. Esa noche soñó que se le había presentado Pulgar para decirle «mira, Luis, una mala noticia, me quitaron el pasaporte». A la media hora se presentó Pulgar y le dijo exactamente eso, lo que acababa de soñar. Lo habían pasado a Hamburgo. Pulgar había viajado a esa ciudad del norte de Alemania occidental. En la sede consular se dieron cuenta inmediatamente de que algo raro ocurría con el pasaporte. Se lo decomisaron.
‒Que venga él a buscarlo ‒le dijeron a Pulgar.
La historia de las consecuencias del trapicheo cubano con los pasaportes ‒no era solo a él que le hacían esto‒ llega mucho más lejos y ya entraría en otra crónica. En todo caso, a los pocos meses le llegó un paquete con un pasaporte nuevo engrapado junto al viejo y con una nota que decía que debía viajar con los dos documentos. No podría regresar a Venezuela al estar reseñado por vivir en un país comunista. En suma: el nativo de Cariaco aprendió alemán, convivió con nigerianos y árabes y chipriotas y latinoamericanos, trabajó en una fábrica de motores y se enamoró de una alemana.
En 1969, Rafael Caldera llega a la Presidencia y emprende una política de pacificación, permitiendo que militantes de izquierda ‒que estaban siendo buscados por la policía‒ pudieran llevar una vida normal. Igual se permite que regresen al país los exiliados políticos y quienes se habían refugiado en países de la órbita soviética. Cova, entonces, regresa a Venezuela en 1970 y encuentra un país completamente diferente al que había dejado siete años atrás. En julio de 1971 se casa con Meri ‒Luis, siempre reservado, ahorra detalles‒ y por consejo de una tía retoma los estudios. Él mismo se ha dado cuenta de que no ha tenido hasta entonces voluntad para estudiar con sacrificio: para ese año, ya bien crecido, solo tiene sexto grado de educación. Hace, entonces, los estudios del bachillerato libre e ingresa, después, en la Facultad de Ingeniería de la UCV, pero fracasa por no tener tiempo para estudiar. Trabajar y estudiar en una carrera con esas exigencias le resulta cuesta arriba. En 1975 ingresa a Comunicación Social y se gradúa con honores en 1980. De allí su puesto en El Diario. A partir de El Diario y de su graduación con honores, su estancia de estudios en Nueva Orleans y en Florida: es su nueva historia, la del descubrimiento y disfrute de la América del norte. Toda una experiencia. Es larga y llena de peripecias pero cabe sintetizarla de este modo, desde su propia voz:
«Semanas antes del acto de graduación, a mediados de 1981, me llamaron de la UCV y me dicen que gané una beca por haber sido primero de mi curso, pero que para disfrutarla tenía que estar inscrito en una universidad. De inmediato pensé en Estados Unidos, así mi familia y yo aprenderíamos inglés. A mediados de 1982 me fui solo a New Orleans y me inscribí en el programa de inglés de la Universidad de Tulane. Tres meses después llegó mi familia. En abril de 1983 decidí inscribirme en el programa de inglés para extranjeros de la Universidad Estatal de Florida (Florida State University): todos esos gastos por cuenta de mis ahorros. En agosto de ese año apruebo el examen TOEFL con 550 puntos (para entrar a la Universidad necesitaba sólo 525); con una carta de la UCV me inscribo para el Master en International Affairs. Allí la UCV comienza a pagar la matrícula hasta que me gradúo en diciembre de 1984 y regreso a Venezuela.»
La vida de Luis siempre ha estado salpicada de gente providencial, gente que le ha hecho el bien casi por casualidad, por habérsela tropezado en el camino o por el aprecio que sin duda despierta. Una de estas personas providenciales fue un funcionario de Fundayacucho en el estado de Florida. Luis ni siquiera se acuerda de su nombre, solo comenta que estaba lleno de dudas después de haber aprobado lo del inglés pero de pronto se topó o supo de un tipo de Fundayacucho. Lo llamó y se fue a las oficinas de la Fundación Ayacucho que se encargaba de los becados venezolanos en unos diez estados de USA. El tipo sabía perfecto inglés, es algo en lo que Luis se fijó. No recuerda su nombre pero sí que sabía perfecto inglés.
‒¿Qué quieres tú? ‒le preguntó.
‒Algo que tenga periodismo internacional.
De inmediato le recomendó la Florida State University, en Tallahasse, capital de ese estado. En un primer momento no le gustó la idea porque pensó que aquello debía de estar atiborrado de cubanos y que así no habría manera de aprender inglés.
Pero el tipo de Fundación Ayacucho lo convenció:
‒Pues no, ahí te vas a conseguir puro inglés, es una universidad muy buena.
Fue su gran experiencia académica, allí siguió el curso de International Affairs. ¿Será necesario algún día edificar un monumento, en algún lugar privilegiado de Caracas, al Funcionario de la Democracia Desconocido? ¿Cuántos más les señalaron el camino adecuado a los miles de becarios, probablemente despistados, que comenzaron a pulular por las ciudades universitarias del mundo en esos mismos años?
Es uno de los protagonistas históricos de la Redacción de El Diario de Caracas, dentro de aquel periodo que arranca el 2 de mayo del 79 ‒o antes, porque hubo actividades desde finales de 1978‒ hasta el momento en que el grupo mediático 1BC toma por asalto al periódico. Recordar El Diario primigenio es recordarlo a él, aquel sujeto de chiva escasa y pelo en el cráneo no menos escaso que parecía desear pasar inadvertido de tan concentrado que se hallaba en su trabajo. Ahora recuerda:
«El Diario era una vorágine, allí todo el mundo era contestatario. Todos menos (Nicolás) Rondón Nucete. Te acuerdas, ¿no? Después fue jefe de Prensa de Carlos Andrés Pérez. Muy buena gente. Hubo un fenómeno en El Diario: tres jefes de Prensa de tres presidentes reunidos bajo el mismo techo y eran (José) Suárez Núñez, que fue jefe de Fulgencio Batista durante un tiempo; Jorge Jorquera, que fue jefe de Prensa de Salvador Allende; y Nicolás.»
El carácter de Luis probablemente fue sembrado o alimentado por la gente grande que tuvo alrededor durante mucho tiempo, esas tías y tíos y otros familiares, alguno de los cuales hoy, 80 años, le sigue protegiendo. Luis es un genuino espécimen de la mejor Venezuela del siglo XX, con todos sus avatares, con sus virtudes también. La que en buena medida se ha echado el país sobre los hombros desde que el país comenzó a rodar por la pendiente chavista, y hoy sigue cargando con esos restos que deja la tragedia del resentimiento como política de Estado. El mismo Luis se ha referido a esa gente mayor que ha tenido cerca y entre la cual él es, simplemente, uno más.
«Tengo unos tíos que si no caben en esa historia que estás haciendo no importa, pero de todos modos quiero que los conozcas. Tengo dos hermanos por parte de madre y tres por parte de mi padre. Con uno de ellos tengo una estrecha relación y es mi benefactor en estos tiempos tan difíciles. Con mi padre tuve una relación distante, pero me tendió la mano en varios momentos difíciles. En mi vida he gozado del cariño y aprecio de tres mujeres: mi madre en primer lugar. Mi madrastra, que me inculcó el gusto por la música clásica y la lectura. Y una tía que me empujó a retomar los estudios y me pagó el bachillerato y que también me educó culturalmente: cine, lectura, música, teatro e incluso ciertos gustos gastronómicos. Ellas más mi difunta esposa, que me acompañó en las verdes y en las maduras.»
Quedarán cosas por contar de Luis Cova, él solo está acá por aquella imagen del hombrecillo pegado a su puesto de trabajo en El Diario, el del pelo escaso, el sensato y calladito. El buena gente de la sección internacional que trabajaba con un chileno, Carlos Coello, que le caía mal a todo el mundo pero que con Luis, al parecer, se llevaba bastante bien. Siempre será el redactor de Internacional que ahorra para un día marcharse a Estados Unidos a seguir estudiando.
Hay un pequeño detalle que falta y que es importante porque se refiere al baúl de las sensibilidades caribeñas: creció oyendo a Benny Moré, Daniel Santos, Celia Cruz, Pérez Prado. Era la música de los bares donde limpiaba zapatos.
Estuve trabajando con Luis durante tanto tiempo y no me sabía esa historia, para que veas lo importante que es no estar contaminado con la polarización entre derecha e izquierda. El mejor recuerdo que tengo de él es que, estando en una fiesta en casa de Vaughan Salas, la mamá se molestó y tiró todo lo que estaba en la mesa, amenazando con llamar a la policía. Se formó un zaperoco entre los que estaban por continuar la fiesta y la mamá de Salas, pero Luis lo que hizo fue recoger el pan y los quesos y decir: «Esto no se puede tirar al piso, pero aún asi, están buenos».
Conozco a Luis desde el año 2001, es un gran ser humano, hombre respetuoso, dadivoso, amigo fiel, conocedor de todo y excelente compañero de viaje. Salud Genossen.
Para mi no es Luis José, para mi es Manote, hoy en día, también compadre. Una persona que influyó mucho en mi vida.
Mi primo, por quien siento gran admiración y respeto, el hijo de mi querida y adorada tía.