Esta es parte de la historia de una familia ucraniana que pisó Venezuela en 1950 tras un largo y tortuoso laberinto de angustia y dolor. Ucrania fue una de las repúblicas de la órbita soviética que más sufrió la Segunda Guerra Mundial. Pero cuando los nazis llegaron, ya Stalin había impuesto su trágico legado
Marisé J. Pérez Pawlyschin
Entrar a la casa de José da la impresión de estar en el hogar de un auténtico venezolano, pues una guacamaya roja con plumas de colores te saluda con un Hola, cómo estás. Esta primera percepción cambia segundos más tarde, pues en una de las mesas del salón de estar hay un diccionario ruso-español; en una de las paredes del mismo salón, el escudo de Ucrania enmarcado en un cuadro con bordes dorados; en un colgador de llaves a un lado de la puerta principal, una pequeña banderita azul y amarilla. Se puede notar que la casa está llena de pequeños detalles que han venido desde otro lugar. Desde Ucrania, país del este de Europa y antiguo miembro de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) hasta su disolución a finales del siglo XX. Ucrania vio nacer el 6 de enero de 1923 a José Pawlyschin, en la ciudad de Skala Podilska, específicamente en la óblast (provincia) de Ternópil, región en el sudoeste de Ucrania. Dicha localidad también sería testigo de su partida en 1939, cuando José fue reclutado por el ejército alemán.
Así como toda la casa, la habitación de José guarda detalles propios de su país natal. El primer objeto que llama la atención al ingresar al cuarto es un cuadro de grandes dimensiones, situado en la parte superior de la cabecera de la cama, en el cual se puede ver una imagen de la iglesia rusa ortodoxa. Del lado izquierdo de la cama se encuentran las pertenencias de José: una mesita de noche con una pequeña lamparita, otra pequeña mesa donde están sus medicamentos y una pila de hojas donde se pueden leer noticias ucranianas, pues uno de sus hijos, Tarás, le traía ediciones del periódico de ese país hace un par de años.
A primera vista, es muy fácil deducir que este personaje y su familia han logrado rescatar costumbres y tradiciones ligadas a sus raíces, y es importante destacar el claro esfuerzo por encontrar elementos que hagan sentir a este inmigrante como en su Ucrania natal.
José se sienta en su cama de caoba, toma sus lentes –su vista, al igual que su audición, no se encuentra en buenas condiciones− y comienza a leer la pregunta. Y la pregunta es ¿cómo te viniste a Venezuela? Entonces sus ojos verdes, enmarcados en las arrugas que deja el paso de los años, se pierden en el infinito blanco del techo; luego, le dedica una mirada de complicidad a su interlocutora, y su memoria comienza a trabajar.
Ya implantado el comunismo en la URSS, José Stalin, su máximo líder, inició el proceso denominado colectivización agrícola, el cual consistía en la creación de forma obligatoria de koljós [abreviatura en ruso de «hacienda colectiva»]. La formación de un koljós implicaba utilizar de manera común un terreno entre un grupo de campesinos, trabajarlo, pagar los impuestos al Estado, y repartir las ganancias a cada uno de los agricultores que ejercían labores en él. Esto se resume en una de las premisas básicas de los regímenes comunistas: el concepto de comuna. Esta medida de constitución obligatoria de comunas fue impuesta desde 1928 hasta 1937, tiempo durante el cual se reclutaron miles de personas para prestar servicio en los koljoses. Antes de que comenzara este proceso, ya el comunismo había llegado a Ucrania y con él una ola de separaciones, hambre y atrocidades de las cuales su familia no pudo escapar. En 1926, los chervoni [denominación usual ucraniana para los comunistas, «rojos»] tomaron a Paul Pawlyschin, padre de José, y luego de torturarlo físicamente lo fusilaron (… ).
¿Cómo murió papá? Bueno, preguntaron y preguntaron, y como no decía nada, mataron.
José desconoce la razón por la cual lo interrogaban pues, tal y como él explica, la intención principal de los chervoni era matar. A pesar de contar con tan solo tres años de edad al momento del asesinato de su padre, José muestra dolor al recordar la primera vez que el régimen le arrebató a un ser querido. Este hecho se repitió en muchas familias ucranianas, donde miembros del ejército comunista fusilaban a los kulaks, denominación que inicialmente representaba a los campesinos con capacidad de producción, pero Stalin los calificó como los rebeldes del régimen.La intención era, simplemente, trasmitir temor al resto de la población [esto lo toma la autora de la semblanza del libro El comunismo en Europa. Movimiento político y sistema de poder, de Jerzy Holzer]. En todo caso, el hambre fue una de las principales causas de muerte en los países miembros de la URSS durante el comunismo, acabando con la vida de alrededor de siete millones de personas.
Evita hablar sobre su experiencia en el koljós. No demuestra enojo, rabia, incomodidad o dolor. Solo evade el tema. Pero hay algo más fuerte que su intención de querer olvidar la época en la comuna. Recuerda a su abuela, la señora que iba a visitarlos al koljós a él y a su hermana.
A mamá no recuerdo cara ni nada, pero abuela sí, como si vi ayer. Los guardias la dejaban pasar porque un día ella dijo: “¿Por qué no dejan a una pobre vieja ver a sus nietos?” y desde ahí nunca más dijeron nada. Ella siempre dijo que Dios es lo más importante. Si no crees en Dios, estás como muerto.
Esa abuela abnegada es la responsable de que en la mesa de noche de José repose una Biblia escrita en ucraniano. José vivió durante toda su infancia y adolescencia junto a su familia en Skala. El primer cambio importante de su vida sucede en 1932, a los ocho años, cuando él y su hermana fueron trasladados a trabajar en una de las tantas comunas existentes en Ucrania. José explica desde su experiencia lo que fueron las comunas o koljós, una especie de grupos encargados de trabajar en los campos privados tomados por el Estado, con el fin de realizar labores de agricultura y ganadería como parte práctica de la implantación del régimen comunista en la URSS.

Pero la historia que le da a José la condición de emigrante comienza el 1 de septiembre de 1939, cuando las tropas alemanas invaden sorpresivamente Polonia. Skala formó parte del territorio polaco desde 1919 hasta 1941. Hitler, quien para ese entonces era el primer mandatario alemán, logró que el acto de invasión a la nación polaca le costara el inicio de uno de los conflictos bélicos más terribles de la historia de la humanidad: la Segunda Guerra Mundial. En su afán de expansión, comienza a maquinar una estrategia para debilitar a sus enemigos, siendo la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas el contrincante principal del führer. Tomando en cuenta que Ucrania, en ese momento miembro de la URSS, era considerada como «el granero de Europa» gracias a sus fértiles campos, el gobierno alemán no desperdició la oportunidad de desabastecer de alimentos a su adversario invadiendo Ucrania.
No solo buscaron despojar de provisiones a sus contrarios, sino que también se dedicaron a reclutar mano de obra. José recuerda este episodio con una claridad admirable, cualidad que suele perderse con los años pero que él mantiene intacta aun con el paso del tiempo.
Yo fui agarrado también, no fui porque quería ir a Alemania; fuimos agarrados.
Eso dice mientras su cara va mostrando gestos de asombro, como si aquella experiencia se apoderara de él. En realidad, aunque pareciera que José sufre los típicos achaques de la edad, esa emoción al hablar del tema no es más que su forma de lograr que quien lo escuche reviva la historia con él.
Cuando la URSS comienza a debilitarse, debido a la invasión alemana de territorios soviéticos, incluyendo a Ucrania, el sistema de los koljós es disuelto. Las personas que trabajaban en estas comunas fueron enviadas de regreso a sus casas mientras el régimen alemán decidía qué hacer con la gran cantidad de campos que poseía el estado soviético en su poder, campos de los cuales ahora los nazis tenían completo dominio. Así, José y su hermana regresaron a sus casas en 1940, pero él no estaría allí por mucho tiempo. Durante una tarde de invierno, se dirigía a uno de los abastos del pueblo. Jamás se habría imaginado que esa actividad cotidiana cambiaría su vida: de regreso a su casa fue interceptado por un grupo armado del ejército alemán y llevado a servir para ellos durante la guerra.
No pude ni despedir de hermana, de mamá, de abuela. No pude despedir…
Al decir lo anterior, su mirada se desvía hacia abajo. José fue trasladado a Alemania en 1939, recién iniciado el conflicto bélico. En realidad, nunca estuvo en territorio alemán, pero para ese entonces el régimen nazi había anexado a Austria como parte de su territorio, y fue allí adonde fue llevado, específicamente a una ciudad llamada Wels.
Pero, ¿cuál sería la labor provechosa que prestaría a los alemanes? Mecánica y aviación. Esas fueron las palabras claves en la vida de José, no solo durante ese momento de enfrentamientos entre naciones, sino más adelante cuando tendría que comenzar de nuevo en otro país. José trabajó durante cuatro años para los alemanes como mecánico de aviones, directamente ligado al servicio militar. No tenía ningún conocimiento previo sobre mecánica, por lo cual fue enviado junto con otros hombres a una ciudad llamada Wiener Neustadt al sur de Viena, capital de Austria. Allí aprendió todo lo que pudo sobre mecánica en general durante dos años; en 1943 fue trasladado a Olmouc, ciudad al este de la República Checa, donde sería instruido en el oficio de la mecánica aeronáutica. Un año después fue llevado de regreso a Wels, donde se localizaba uno de los aeropuertos más importantes de Austria. Allí trabajó José hasta el final de la guerra como mecánico de aviones. Pero trabajar para los alemanes le costaría, años más tarde y luego de culminada la guerra, ser considerado un traidor.

Entre bombardeos e invasiones ocurría una historia paralela, la de quien años más tarde se convertiría en la compañera de vida de José. Nadia (o Nastia, origen de dicho nombre en idioma ucraniano) nació en Bereziwka, una pequeña aldea en la ciudad de Krasnokuts de la Ucrania oriental. Esta joven ucraniana, con tan solo dieciocho años, también fue reclutada por los alemanes en 1941. Los caminos de José y Nadia se cruzaron gracias al destino. La política de reclutamiento alemán consistía en llevar a un integrante de cada familia para prestar servicio en tiempos de guerra. En la familia de Nadia, los Odowieka, su hermana mayor era la destinada a marcharse. Pero Nadia, inmersa en el infinito amor hacia su sobrino Anatoly, no permitió que madre e hijo fueran separados y, con la valentía que da la adolescencia, hizo que fuese a ella a quien los alemanes subieran en un camión cargado de otros paisanos, mientras se desvanecía a lo lejos la figura de su madre persiguiendo al vehículo. José recuerda este episodio rescatando las palabras de Mama, quien a pesar de haber muerto en el año 2008, sigue presente en su corazón, en su mente, y según él, en su habitación.
En un país donde la agricultura siempre fue una actividad de tradición, mujeres y hombres conocían de las labores del campo, así que Nadia fue llevada a Wels para encargarse de la alimentación de los militares alemanes. Los caminos de José y Nadia precisamente en Wels en 1943, cuando José regresa de Olmuc y comienza a trabajar en el aeropuerto de esa ciudad, muy cerca del campo en donde Nadia cumplía con sus labores.
¿Cómo nos conocimos? Ella vivía en una barraca, se llamaba La Barraca 170, porque 170 muchachas ucranianas vivían ahí (…). Americanos bombardearon esa barraca, ¿Mama no contó? Entonces murieron 30 ucranianas, y Mama casi muere ahí también, corrió para que no cayera bomba.
Esta aclaratoria no está hecha al azar. Se percibe que José quiere transmitir y hacer sentir que el hecho de que él esté sentado donde está y pueda disfrutar de la familia que formó, es simplemente un tema de destino, pues en ese preciso instante del bombardeo pudo haberse privado de la posibilidad de conocer a su futura esposa.
Después del bombardeo fuimos a visitarlas, ahí conocí a Mama. Pregunté: ¿dónde trabajas?, y ella dijo nombre del campo, y yo le dije «¿sí?, yo trabajo cerca», y ahí comenzamos a vernos.
José y Nadia siguieron viéndose durante un tiempo, y las visitas se transformaron en una hermosa relación en medio de la guerra.
Culmina la Segunda Guerra Mundial. En 1945 José finalizaba su trabajo al servicio de los alemanes, pues el territorio austríaco, donde aún permanecían él y Nadia, fue tomado por Estados Unidos y la URSS al consolidarse como las fuerzas vencedoras.
Puesto que su salida de Ucrania fue totalmente involuntaria, igual que la de todos aquellos ucranianos que permanecían bajo el mando de los nazis, su mayor deseo era volver a casa. Posteriormente, los americanos reunirían en Styer, ciudad austríaca situada cerca de Wels, a todos los que trabajaron para los alemanes;, y así los rusos podrían devolverlos a sus respectivos hogares… Pero Rusia había quedado muy pobre después de la guerra, por lo que no disponía ni siquiera de medios de transporte para regresar a casa a todas aquellas personas originarias de países miembros de la URSS.
Rusia tenía que venir a llevarnos, pero no pudo, Rusia estaba pobre (…) y nosotros ya un mes esperando que vienen rusos a llevar y nada…
Son las palabras con las que José describe la espera por volver con su familia. Si José hubiese recibido en ese momento la noticia de que su madre había muerto, probablemente las cosas habrían sido diferentes. Deseaba volver porque no sabía que su madre había muerto. Barazka Kozar había fallecido de hambre en 1944, cuando los alemanes utilizaron los alimentos producidos en Ucrania para abastecer y mantener con fuerzas al ejército de Hitler. Baraska fue víctima de una de las peores consecuencias de la Segunda Guerra Mundial. (José recibiría la dura noticia estando ya en su nuevo destino, años más tarde, a través de una carta de su hermana donde le contaba lo que había ocurrido. No hubo detalles. Si la carta existe o no aún, solo José lo sabe.)
Desconociendo todo lo que ocurría en su tierra natal, José anhelaba regresar a Skala, sueño que se vio parcialmente cristalizado cuando la URSS consiguió cómo transportar a ese gran grupo de personas que había servido a los alemanes y les aseguraban que serían devueltos a sus países y ciudades natales.
Cuenta José con expresión de asombro:
Los engañaban, los llevaban a Siberia. Los rusos no cumplían con su palabra; la realidad era muy diferente.
Pero, ¿cómo se enteró de lo que ocurría? Debido a la insuficiencia de transporte, quienes deseaban regresar con sus familias eran movilizadas en grupos, pues miles de personas no podían ser trasladadas al mismo tiempo. José no formó parte del primer grupo que partió de Styer, por lo que tuvo que permanecer allí, junto a Nadia y otros compañeros, esperando que los rusos llegaran de nuevo por ellos.
Mientras esperaban, un grupo ‒también de quienes habían prestado servicio en la guerra‒ que ya marchaba en el tren supuestamente camino a sus hogares, descubrió que su destino no sería precisamente el esperado sino la muerte en Siberia. Se escaparon del tren como pudieron y regresaron para advertirles a los demás sobre el peligro de confiar en los rusos.
Vinieron cinco personas y les preguntamos “¿qué pasa?” y dijeron: “Es que no nos llevan a la casa, nos llevan a Siberia; escapamos del tren”. La noticia se fue por todas partes.
Los que escaparon llegaron a un campo donde otro grupo ya estaba preparándose para ser trasladado; los que escaparon, unos doscientos, pudieron advertirles. José va contando su historia y su voz se hace cada vez más aguda pero, a la vez, más intensa y llena de emoción. Se acerca el momento en el que debe narrar el episodio decisivo de su vida: una de las grandes proezas de la historia.