Otro machista a la sartén

Una foto tomada hace cuarenta años puede contener más de lo que se ve a primera vista. Esta nota contiene en primer lugar un testimonio en primera persona del librero […]
Walter Rodríguez (izq.) y Borges en Librería Lectura, en 1982.

Una foto tomada hace cuarenta años puede contener más de lo que se ve a primera vista. Esta nota contiene en primer lugar un testimonio en primera persona del librero uruguayo radicado ‒para siempre‒ en Caracas, Walter Rodríguez; luego, un comentario del autor a propósito de una anécdota ocurrida cierta noche en Librería Lectura

Sebastián de la Nuez

«Manuel Jacobo Cartea era borgiano. Habló con María Kodama. A ella le pareció bien un eventual viaje a Venezuela. Salió barata la venida, la pareja llegaría desde Nueva Orleans e iba rumbo a Buenos Aires. Se armó una exposición en la Biblioteca Nacional, donde estaba Virginia Betancourt, con quien Cartea tenía una buena relación. Yo le dejaba a Virginia catálogos, le decía «aquí hay cosas para la Biblioteca» y ella fue y compró un montón de libros, pero pidió descuento… Como te decía, la idea de traer a Borges probablemente fue de Manuel Jacobo Cartea, borgiano empedernido, miembro de la directiva del Conac [Consejo Nacional de la Cultura] por ese entonces: 1982. Habló con María Kodama y a la argentina le pareció bien una parada en Venezuela. Ahí estoy, mira, con lentes, en esta foto junto a Borges aquella noche en Lectura.»


Se organizó, en efecto, una visita del escritor a Lectura en el centro comercial Chacaíto, para que lo abordaran sus lectores y él firmara libros. Esa fue la noche que relata Walter en Casi toda la verdad, su antología personal de anécdotas y relaciones con los epígonos del boom latinoamericano; ahí relata el instante en que se le acercó una señora muy pizpireta, muy caraqueña, a Borges, quien estaba ahí sentado conversando y firmando con sus ojos semicerrados y todo eso. Va la buena señora y le pregunta al autor de El Aleph por la colonia que usa, ¡qué bien huele usted, maestro!, le dijo, y se atrevió a preguntarle de qué colonia se trataba, y el maestro, por serlo, no tuvo ni soberana idea de la marca de colonia que seguramente su mujer le había esparcido con amoroso cuidado aquí y allá, debajo del lóbulo de las orejas o en el cuello o haciendo que él se frotara las manos con unas gotas; de modo que el poeta le contestó a la dama que no sabía, que mejor le preguntara a María Kodama, que debía de andar por ahí cerca.

Exactamente, ni más ni menos: el tipo de comentario por el cual, al día de hoy, Borges el ciego, Borges la efigie, Borges el genio universal, sería crucificado tras juicio sumarísimo por una legión de rabiosas feministas que le quemarían metafóricamente, acercándole la llama de la reivindicación de género, en primer lugar, a sus arrugados cojones o lo que quedara de ellos. A continuación buscarían una escuelita, una biblioteca, un aeropuerto o lo que sea que pudiese llevar su nombre para armar manifestaciones virtuales y marchas presenciales. ¿Para qué? Pues para borrar su ingrato nombre de la faz de los frontispicios.

Las autoridades responsables serían increpadas a gusto y de este modo otro rabioso gesto se sumaría al dossier de la cultura de la cancelación.