Barcelona ‒capital del estado Anzoátegui‒ y sus alrededores guardan una nutrida cultura musical. El piano ya sonaba en la cálida noche del siglo XIX, cuando los Monagas y los Bolet Peraza se reunían a pasar veladas en una casa de la calle Juncal. El oriente también ha sido y es la tierra de los kariña, la etnia que perpetua la gracia y el vaivén de unas caderas. El siglo XX se estrenó para estas tierras, entre otros hitos, con la fiesta que se armó cuando apareció el primer Ford modelo T, prosiguió con los paseos vespertinos de una victrola itinerante y con la tradición de la serenata ante la ventana de la mujer amada. El oriente logra la alegría del mestizaje en cada sarao y ha sacado provecho del aporte de la inmigración, incluyendo la técnica de fabricar e inventar instrumentos musicales. Hay atisbos de jazz, tango y bolero en esta historia, coros que salen de Anzoátegui para conquistar el mundo, muchachas enamoradizas que escuchan por primera vez a Daniel Santos. El periodista Evaristo Marín ha recogido testimonios, anécdotas y géneros dentro del propio ámbito de sus vivencias más entrañables. Este texto es parte de un gran álbum de estampas coloridas; habla de un país que sigue donde una vez estuvo, incluyendo el genio, la amistad y ‒por qué no‒ las ocurrencias de Cosmito y los inventos impertinentes de Juliancito
Evaristo Marín
El oriente venezolano es vasto, exuberante, variopinto. En el oriente venezolano pareciera que los insectos son más grandes de lo normal y que los sonidos autóctonos y entremezclados suenan más duro que en otras partes. También más armónicos. En esta geografía que antes poblaron el cacique Maremare (o Mare Mare, según recogen algunos textos) y sus tribus, conviven la gaita margariteña y el estribillo de las costas de Paria con el arpa llanera: hay armonía en todo ese ensamblaje. Al enfocar el siglo XIX aparecen los hermanos Monagas escuchando arrobados un piano tocado por los dedos de una mujer y, enfocando mucho más atrás en el tiempo, la pureza aborigen de los bailes del sebucán.
Diego Arreaza Monagas, estudioso de las tradiciones de los indios kariña, define al maremare como «un baile de sebucán, consistente en tejer y destejer una larga vara de madera con cinta de colores al compás de la música». Por lo común, el baile lo ejecutan muchachas indígenas en tres grupos de tres bailarinas cada uno. La letra se improvisa, se adapta en cada ocasión. El sebucán puede significar el utensilio con que se extrae el veneno de la yuca amarga pero también una diversión pascual que practicaban los indígenas en la zona guayanesa; los españoles influyeron, durante la Conquista, con sus modos de baile pero también hubo influencia africana que trajeron los esclavos.
En el siglo XIX, sobre las sabanas de El Tigre, se hallaban los hatos de los generales Monagas donde el ganado crecía cimarrón, por falta de pastoreo. José Gregorio Monagas solía detener su cabalgadura en la calle Juncal de Barcelona, frente a la casa de los Bolet Pereza, y extasiarse con las notas de un piano. En su vida civil de próspero ganadero y vecino de Barcelona, antes de su paso transitorio por la Presidencia y de su célebre decreto de abolición de la esclavitud, se regocijaba con aquellos conciertos vespertinos de María del Pilar Peraza en la cercanía de lo que todavía era la Plaza Mayor. En no pocas oportunidades, entregaba su caballo a uno de sus sirvientes y se sentaba a compartir una humeante taza de café con el médico Ramón Bolet Peraza y su familia.
Esos nexos de amistad y vecindad se fortalecieron cuando uno de los Bolet Peraza, Nicanor, escritor y también futuro militar, contrajo matrimonio con una de las Monagas. Entre los años 40 y 50 del siglo XIX, la casa de los Bolet Peraza era sitio habitual de tertulias literarias y veladas musicales. La revista El Oasis, en la cual Nicanor hizo sus primeras crónicas y que su hermano Ramón ilustró con formidable gusto artístico, fue la primera publicación ilustrada en Venezuela. Un detalle adicional: ver a Nicanor Bolet Peraza imitar los modos de caminar, gesticular y hablar de ciertos personajes connotados de su época, constituía un espectáculo divertidísimo. Algunas de sus experiencias literarias y musicales en Barcelona quedaron para la posterioridad, en las crónicas costumbristas que le dieron popularidad como escritor.
Es poco lo que se sabe de los gustos musicales de los grandes jefes de la Independencia, pero es obvio que para los generales Monagas –José Tadeo y José Gregorio, avecindados en Barcelona después de la Guerra Magna‒ el cuatro y la guitarra les eran familiares desde su niñez. En la región, esos instrumentos fueron habituales en las casas de la gente pudiente. Tampoco era raro que los ricos de la época tuvieran un piano en sus casas. En la finca de los Monagas, en el sector El Roble de Aragua de Barcelona (ciudad capital del municipio Aragua, uno de los 21 que conforman Anzoátegui), fue habitual que los negros esclavos y sus familias se divirtieran, en el atardecer, durante veladas musicales en las cuales el tambor era un elemento sobresaliente. Los hijos de los negros eran adiestrados en la elaboración de los tambores, flautas de bambú y otros instrumentos con los cuales, por generaciones, perpetuarían costumbres de sus antepasados africanos.
El tiempo en esa región se partiría en dos: antes y después del pozo petrolero Oficina Nº 1 (1933-37). Pero antes y después del petróleo, la de Anzoátegui es una pasión musical que se desborda.
Las fiestas por acontecimientos notables siempre han estado presentes en la vida de Barcelona. Eso ocurrió con la llegada del primer carro, en 1913. En las calles se bailó en grande para celebrar ese Ford T, reciente modelo, adquirido en Caracas y trasladado a Guanta, por barco, desde La Guaira. Hubo música y cohetes para celebrarlo. Aun siendo muy joven, Ángel Móttola (1881-1966, de origen italiano, creador de la música del himno del estado Anzoátegui) fue muy aplaudido al estrenar para la ocasión uno de sus valses, a pedido del presidente del Estado, que era el doctor Guzmán Guevara. Este dio algunos pasos de baile con una de las jóvenes asistentes. Luego montó en el reluciente automóvil con su esposa, para dar un primer paseo hasta la plaza Boyacá.
De las veleidades que tuvieron por la música destacados barceloneses, debe recordarse al sabio Juan Manuel Cajigal, exquisito ejecutante del piano. De su época bohemia en París, a mediados del siglo XVIII, Cajigal recordaba al generalísimo Francisco de Miranda, célebre venezolano con nombre grabado en el Arco del Triunfo, caballero tenido en la capital francesa como magnifico pianista e intérprete del clarinete. De diferentes generaciones, Cajigal y Miranda coincidieron en la pasión por la música.
«Los margariteños armamos la primera gran parranda en El Tigre, cuando estalló el primer chorro de petróleo del pozo Oficina Nº 1», contaba Cosmito Villarroel, quien desde muy joven tenía fama de estupendo guitarrista en Santa Ana del Norte. Una muchacha a quien dejó embarazada le pidió, por carta, «una cuna para el muchachito, que ya nació y tiene tu nombre». El chusco personaje que siempre fue Cosmito le mandó un mapire con pescado salado. «Mi amor, te mando unos cazones. Cuna no conocí». En Margarita, tal es el nombre que le dan a uno de los pescados más exquisitos a la hora de cocinar un buen sancocho. Aquella era la manera chistosa de Cosmito de echar su cuento. La verdad es que viajó, en pocos días, a buscarle en El Tigre una cuna a su recién nacido y la compró a buen precio, en una de las tiendas árabes de la calle Bolívar.
Musicalmente, El Tigre y todas nuestras zonas petroleras son muy polifacéticas. Arpa, cuatro y maracas reinan en zonas petroleras del sur de Anzoátegui. Obviamente, entre aquellos pobladores petroleros de El Tigre procedentes de distintas regiones y nacionalidades, el gusto musical era muy diverso. En San Tomé y por más de 30 años, el saxo de José Gustavo Contreras y su música de jazz animó la vida nocturna de Campo Norte y Campo Sur.
Fueron famosos los bailes con Luis Colmenarez y su orquesta. En 1955, nuestra primera Miss Mundo, Susana Duijm, fue recibida en el aeropuerto local bajo los acordes del acordeón de Mario Orsini, un italiano. Hasta esos momentos, ella formaba parte del personal de secretarias de la Mene Grande Oil Company.
Deben recordarse también las célebres serenatas; pero no deja de ser muy desafortunado relatar que la inseguridad personal haya exterminado tal romántica costumbre en Guanape, Valle de Guanape, Cantaura y Aragua de Barcelona, y hasta en pueblos colindantes del Guárico con Anzoátegui, como Zaraza, donde según los lejanos recuerdos de las hermanas Ruggiero también se estilaron con bandolín y violines. «En otra época no hubo romance que no se estimulara con una melodía al pie de los ventanales», habría de dejar escrito Jesús Saume Barrios en su libro Silleta de cuero. La excepción de todas las reglas, según Saume Barrios, no fue otra que su propio hermano Juliancito. Primero, porque este fue un serenatero con victrola, el primero de los artilugios que antecedieron a los populares tocadiscos. Casi siempre acompañado por sus amigos Tito López, Medardo Ytriago y Pablo López, Juliancito Saume montaba su victrola en una carretilla y los cuatro se iban de serenata por Guanape.
Desde luego que aquello tenía muy serios inconvenientes: había que escoger la pieza musical alumbrándose con una linterna; luego, la carretilla no podía tener ningún tipo de inclinación, para que la aguja no resbalara sobre el disco. Eso significa que debían cargar, a mano, un nivel de esos que usan comúnmente los albañiles para colocar ladrillos y nivelar. Con esa especie de rockola ambulante improvisada por Julián Saume Barrios, las muchachas de Guanape oyeron ‒por vez primera‒ a Pedro Vargas, supieron de la existencia de la orquesta Lecuona Cubans Boy’s y se emocionaron con las primeras canciones grabadas por Daniel Santos. Después de nivelar muy bien su victrola, con la ayuda de trozos de palo y con piedras, Juliancito le daba cuerda con una manilla y el aparato comenzaba a sonar a través de su único parlante. Tenía una especie de trombón y un perrito pintados acompañando la marca RCA Víctor.
En cierta oportunidad, Juliancito Saume le llevó una serenata a su novia, Violante Martínez. Luego de hacer escuchar más de veinte discos, quien se asomó a la ventana fue el padre de ella, Roberto Domínguez, para decirle de la manera más simpática: «Muchas gracias, Juliancito. Es una lástima que haya tenido que disfrutar de esas canciones yo solo, porque toda la familia se fue esta tarde para la finca.»
Cuando el fonógrafo sustituyó a la victrola, Juliancito Saume Barrios fue a Caracas y se compró una pequeña planta eléctrica. La electricidad llegó a Guanape primero que a Barcelona. La planta adquirida por Saume Barrios tenía capacidad notable: podía generar corriente hasta para quince bombillos.
No era Julián Saume hombre que se apocara ante los obstáculos. Un día se entusiasmó con su primo Tito López y los dos montaron en un burro el fonógrafo, la planta eléctrica, los cables, los bombillos. Se fueron a darle una serenata a María Teresa, una muchacha de Guaribe Tenepe. La llegada de aquel extraño cargamento, a lomo de una bestia, intrigó a todo el pueblo. Es que nadie conocía lo que era una planta eléctrica y mucho menos un fonógrafo. Laboriosamente, los serenateros tendieron cables, colocaron en una mesa el tocadiscos, prendieron la planta y se hizo la luz, pero aparentemente el ciclaje del aparato se dañó con el vaivén del viaje y los discos sonaban muy rápidamente, tal como si estuvieran en una vieja función de circo. El padre de la muchacha, Neptalí Ytriago, les hizo muy caballerosamente esta observación:
‒Juliancito, mi familia y particularmente yo, estamos muy agradecidos por su gentileza y la de Tito, pero la música suena tan rápido que da la impresión que se quieren regresar de una vez para Guanape.
‒No es así, don Neptalí, no queremos regresar así tan pronto. Aquí el único que está apurado es el tocadiscos y, como está tocando tan apuradito, nosotros aprovechamos para bailar bolero a ritmo de joropo.
Hijo de un célebre músico y serenatero, el escritor Denzil Romero, quien siempre exteriorizó gran orgullo por la tradición musical y cultural de Aragua de Barcelona, su pueblo, evocaba a su madre cuando lo arrullaba en su cuna con los tangos de Carlitos Gardel y las canciones de Conchita Piquer y de Lupita Palomera. El autor de La esposa del Dr. Thorne ‒polémica novela erótica sobre Manuelita Sáenz‒ siempre habría de decir, en alusión a la vida bohemia de su progenitor, que en su familia le combatieron mucho cualquier posible vocación musical. «De muchacho me aparecí en mi casa con un cuatro y por poco me lo rompen en la cabeza», me dijo alguna vez, de lo más jovial. Su tía, Eva Romero, lanzó un grito de terror y se desmayó en medio del corredor cuando vio a Denzil (muy pequeñito, catirito y de rizos rubios) montado sobre un gran cunaguaro que el poeta Tomás Alfaro Calatrava había capturado en las montañas de El Chaparro y llevado hasta Aragua de Barcelona, con bozal y amarrado con una cadena.
Alfaro Calatrava tuvo que salir con su fiera de aquella casa (en la cual se le quería tanto) con la premura del caso, mientras madre y tías de Denzil tuvieron que ser atendidas con Valeriana en una farmacia cercana.
Las nuevas generaciones se expresan en las tonadas y alegres interpretaciones de José Aguirre, maestro del cuatro y del arpa. Con su liquilique blanco y su sombrero ala ancha semeja un llanero de comienzos del siglo XX. Dice:
‒Cuando estoy en trance de inspiración, un espíritu me susurra letras y notas musicales.
Busca entre sus antecesores musicales ese guía espontáneo que acude en su ayuda cuando repite una y otra vez alguna nota que se le hace difícil. Si lo ven cantando en voz baja no es que está loco, es que está inspirado.
Tiene (o tuvo) antecedentes, Aguirre; como los tiene cualquiera de raigambre en este sector. El antecedente fundamental es Maremare, quien ha debido ser un indio alegre, jacarandoso y enamorador. De otra manera no se recordaría todavía su muerte, quién sabe de cuál mal, cuando iba camino del Orinoco hacia la lejana Angostura. Maremare era fuerte como la madera de corazón de sus arpones; llevaba fama de muy certero con el arco y la flecha y quién sabe si era verdad que vivió muchos y muchos años sin conocer jamás los achaques de la vejez. De Maremare siempre se dijo que fue el más hábil cazador y pescador de todas las tribus kariñas que poblaron, por largo tiempo, esos rumbos de Mapire, de Aribí, del Caris, hasta Soledad, por entre ríos y vecindarios indómitos que antecedieron, por siglos, a la industria petrolera y eso que ahora se conoce como Faja Petrolífera del Orinoco.
Maremare se murió en el camino de Angostura, yo no lo vide morir, pero vi la sepultura
CORALES Y LUTHIERS
De la música coral cabe destacar el aporte de la Academia. Eso, a partir de la presencia del escritor Alfredo Armas Alfonzo como director de Cultura de la Universidad de Oriente. En esa época, Modesta Bor, la musicóloga margariteña, dirigió el primer coro infantil de Puerto La Cruz. Fue una proeza. Armas Alfonzo logró que Modesta Bor se radicara con tal fin en el estado Anzoátegui, a comienzos de 1970. Así, la Coral Universitaria de UDO Puerto La Cruz adquirió resonancia internacional, representando a la Universidad y al país en numerosos festivales en distintas partes del mundo.
La cantoría Inocente Carreño, dirigida por Geisy Silva, es otro esfuerzo digno de exaltar. Con sus integrantes, la música coral oriental también ha logrado resonancia internacional.
Las bandolinas morochas del luthier Alfonso Sandoval dan la vuelta al mundo.
‒Cuando construyo una mandolina utilizo el cedro, que es muy criollo; el palisandro o palosanto de la India; el pino armónico de Alemania y el ébano de África.
Alfonso Sandoval es, además de luthier, arquitecto. Llegó desde Chile aventado por la dictadura de Pinochet. Ahora es uno de los más finos fabricantes de instrumentos de cuerda, no solo de Puerto La Cruz sino de todo el país. Cuando lo entrevisté para Ultimas Noticias en 2013, en su casa taller de Chuparín, dijo que las maderas de cuatro continentes le dan un carácter único a sus instrumentos. Sandoval exterioriza el orgullo de sentirse un innovador. En esos momentos estaba por fabricar una guitarra de siete cuerdas, ya popularizada entre las nuevas generaciones musicales del Brasil. Gran parte de las piezas las hace por encargo, desde el exterior. Eso incluye Chile, Argentina, Brasil, España, Francia, Luxemburgo, Estados Unidos y Japón.
Sus mandolinas morochas, de dos cabezales y hasta 24 trastes, casi similares a las que hicieron famoso a Cruz Quindal en Cumanacoa, le están dando la vuelta al mundo.
Uno de sus hijos, Ricardo Sandoval, radicado en Francia, está entre los más renombrados concertistas de mandolina de Europa. El padre le fabrica, desde Puerto La Cruz, sus instrumentos. Se muestra ufano de ser el padre de tan cotizado intérprete, famoso en las grandes salas de París, Berlín y Viena. Sandoval llegó de su Chile natal a los 24 años, con dos maletas y muy escaso de dólares. Aún no se había graduado en arquitectura. Pinochet estaba en el apogeo de su régimen militar.
Inspirado en el bandolín morocho del músico y artesano Cruz Quinal, Sandoval diseña instrumentos de doble brazo como la bandolalina (nombre que le asigna a una combinación de bandola oriental con una mandolina), la bandola llanera-oriental, el cuatro doble brazo y los cuatros de 22 y 24 trastes. Explica:
‒Al graduarme de arquitecto y dedicarme a la realización de planos y maquetas de nuevas edificaciones, me involucré, de manera paralela, con la artesanía y el arte popular, hasta que en febrero del año 2006 decidí probar en el mundo de la luthería.
Además de fabricante y de restaurador de instrumentos musicales de cuerda (cuatros, guitarras, bandolas, violines), Sandoval es un perseverante coleccionista. Cuenta con 120 instrumentos de cuerda originarios de distintas regiones venezolanas y latinoamericanas.
‒Con ellos hay suficiente para comenzar un museo del arte musical de cuerdas. Ese es uno de mis más ambiciosos proyectos.
Eso me anunció, visiblemente emocionado.
Estos son, pues, algunos de los personajes que poblaron las calles de Barcelona y repartieron fiesta y cultura en esta ciudad y en aquellos pueblos, en esos ríos generosos y en aquellas llanuras prolijas en riquezas naturales. Todo junto constituye una bonita porción de la mejor Venezuela posible, muestra ‒además‒ del humor travieso del oriental y de sus virtudes para sobreponerse ante lo precario o menesteroso.
Foto del encabezado. Pintura, seguramente óleo sobre tela, de Luis Alberto Villegas, tomada del libro Pinores venezolanos del común, publicado por CANTV en 1975. Alude a una escena del folklore y la danza del maremare.
Ver también:
¡¡Excelente como siempre!! Gracias, Evaristo.
Excelente y bien documentada.