Así empezó Walter, el gran librero

Walter Rodríguez fotografiado en 2016.

El periodista Daniel Torrealba, para licenciarse como comunicador social en la Universidad Católica Andrés Bello, realizó una semblanza de un personaje que le fascinó desde la primera vez que visitó Librería Lectura, en Chacaíto: Walter Rodríguez (1940-2022). Daniel, quien hoy vive y trabaja en Bogotá, hizo varias entrevistas a Rodríguez en días sucesivos, además de otras que sirvieron para documentarse sobre este personaje que hizo de Caracas su casa y su estafeta de afectos. He aquí un extracto sobre el periplo familiar del Walter que transita de la niñez a la juventud allá en Uruguay, mucho antes de poner pie en Venezuela. Es testimonio, crónica y semblanza ‒todo a un tiempo‒ de íntimo carácter revelador. El texto completo debe reposar en los archivos de la UCAB. El bachiller Torrealba realizó un meritorio trabajo de indagación, escribió con sentido de honra y precisión

Daniel E. Torrealba Febres-Cordero / Foto: Giuseppe Di Loreto

La tierra es eso, tierra. Un gigantesco sitio baldío. Los países se la disputan. Pero ninguno tiene gente para labrarla, cuidarla y cosecharla. Los indios la poseen, pero no es de ellos. Las fronteras hispano-portuguesas no son claras. Se la rifan brasileños y uruguayos. Esa tierra pasa a tener nombre por primera vez en 1829, cuando Fruto Rivera acompañado por ocho mil indios guaraníes funda Bella Unión, a las orillas de la desembocadura del Río Cuareim.

Pablo Rodríguez, el gallego, tiene buen ojo. Ha logrado casarse con una Artigas, familia, según dicen, del prócer José Gervasio Artigas. Algo está claro: donde Pablo pone el ojo pone 14 balas, y 14 son los hijos que tiene con esta distinguida dama, a quien la muerte sorprende antes que a él. Lástima que el tambor de Pablo siga lleno. La encargada de accionar ahora el gatillo es Emilia Echeverri, su nueva esposa, también gallega, con quien tiene diez hijos más, para dejar a Pablo Rodríguez con dos docenas de descendientes a lo largo de sus 80 años de vida.

La sangre Echeverri corre de forma distinta, alocada. Walter comenta las circunstancias:

«Muchos de la familia han salido locos, de terminar locos. Dos tías y dos primos, aparte de mi abuela. Algunos salieron ingeniosos y discutidores, no mala gente. Pero así es la sangre Echeverri. Lo malo es que después que mi abuelo se vuelve a casar, que se le muere la señora, los hermanos y hermanas de mi abuela Echeverri se casaron con hermanas y hermanos de los Rodríguez Artigas. Un despelote eso, además que la mayoría de los tíos tuvieron bastantes hijos. Por eso es que hay muchos Echeverri-Rodríguez y muchos Rodríguez-Echeverri».

Pedro María Rodríguez Echeverri es el último hijo del matrimonio de Pablo y Emilia, es decir, el descendiente número 24 de don Pablo. A principios de la década del treinta, Pedro vive en Paraguay, en la ciudad Coronel Bogado. Durante su estancia en tierras guaraníes participa en la Guerra del Chaco, conflicto que enfrenta a los paraguayos contra Bolivia por el control del Chaco Boreal, territorio limítrofe entre ambos países. La Guerra del Chaco va desde el año 1932 hasta 1935 y la labor de Pedro consiste en cavar zanjas para evitar el daño producido por las bombas.

De tierras paraguayas, el último hijo de Don Pablo se va al finalizar el conflicto bélico entre guaraníes y bolivianos, dejando mujer y dos hijos. La nueva residencia de Pedro será en Bella Unión, donde se labra una vida apacible como tendero y dueño de un bar. En tierras bellaunionenses Rodríguez consigue una nueva mujer, Luisa Pilatti. Es  uruguaya e hija de italianos, una perfecta brunetta de sonrisa tímida. Con ella sí contrae matrimonio en 1938.

Para el momento en que Daniel lo entrevista, Walter tiene un problema: no sabe a ciencia cierta a qué hora fue que nació, ¡y una señora le está haciendo su carta astral!

 

 

A principios de enero del año 1940, Europa procrea su gran obra triste de la década: la Segunda Guerra Mundial. En pleno verano, las haciendas uruguayas revisan día a día que los corrales donde está el ganado ‒primer producto de exportación del país sureño‒ no tengan bicheras, o sea, moscas capaces de poner huevos en las heridas y mucosidades de los animales que puedan producir el aniquilamiento o muerte de los mismos. Además, en enero, la trilla del trigo está en pleno apogeo y la recolección de frutas se halla en su mayor intensidad: duraznos, damascos, ciruelas, algunos tipos de peras, etc. Todo esto pasa en el campo uruguayo y en el mundo cuando el día 13 de enero de ese año, día de Gumersindo según el santoral, nace en Bella Unión el primogénito de Pedro y Luisa. Los padres dudan, no saben si llamarlo Walter o Boris. Al final se deciden por la primera opción. El primogénito de los Rodríguez será conocido como Walter Mario Rodríguez Pilatti. Un año y medio después, en 1941, nace el segundo y último hijo de la pareja,  Lilian Teresita Rodríguez Pilatti.

―¿A qué hora naciste, Walter?

―En este momento tengo un problema, porque me están haciendo una carta astral, y la que me lo está haciendo va a trabajar con las dos horas que tengo: 7:30 am y 12 pm. Mi madrina, que murió en noviembre del año pasado, me dijo que yo había nacido entre las 11:30 am y las 12 pm. Si te digo la verdad, para mí que fue en la mañanita, a las 7 am.


Aquí empieza mi historia

Nosotros vivíamos en una casa muy grande, de esas antiguas que eran 50 metros pa’ un lado y 50 metros pa’l otro. En la esquina era un almacén tipo abasto y bar, que tenía una mesa de billar y otras más para jugar cartas y dominó. Todo eso era de mi papá y lo atendía la familia. Llegaba uno al zaguán y de allí se entraba a un patio grande. La casa tenía dos patios, en uno se encontraba el aljibe. El zaguán daba al patio principal, donde había muchos jazmineros, árboles de ciruelos y dos jaulas con canarios y cardenales. Era muy lindo todo eso, tenía muchísimas habitaciones. Hasta después del zaguán era un gran salón. Había cuatro habitaciones, dos estaban frente al patio, y después, sobre el otro lado, dos cuartos más, que daban ya hacia la calle. Una calle se llama Montevideo y la otra Mercedes, la casa ocupaba toda la esquina. No éramos muy humildes, pues a mi padre siempre le fue bien con el almacén y el bar.

Mi cuarto tenía una cama de plaza y media, que no es ni la pequeña ni la grande. Tenía  un escritorito y todo lo que necesitaba para estudiar. La ventana era muy grande y daba hacia la calle Montevideo, donde había un árbol que daba nísperos. El tamaño de mi cuarto era como de tres metros y medio por seis metros. Tenía dos puertas de entrada, una daba al patio principal y la otra hacia la habitación de mi hermana. Había otro cuarto que estaba frente al patio y yo dormía mucho allí, me gustaba y era gigante. Ese dormitorio estaba entre los dos baños, de esos en los que te bañabas poniendo al agua arriba, tirabas la manijita y te salía el agua. Me acuerdo perfectamente de eso.

Mi padre trabajaba toda la noche atendiendo el bar, donde había mesas de jugar tipo bacará y bridge. Él se acostaba muy tarde todas las noches. A la mañana abríamos el negocio, mi madre y mi hermana y yo antes de irnos a la escuela. Mi mamá se quedaba a atender con un primo mío que trabajaba para la familia. Mi padre podía dormir toda la mañana, porque ya a la tarde y a la noche sí se quedaba él encargado del bar y el abasto, que en el pueblo siempre se conoció como el Almacén de Pedro.

Teníamos tres vacas que las iba a pasear sobre el río Uruguay, donde había un monte de eucaliptos y un riachuelo que salía del río. Yo tenía que dar toda la vuelta, por donde quedaba el bar, y entraba por un portón donde debía meter a las vacas. Siempre se enojaban conmigo porque las hacía entrar por el zaguán, entraba a las vacas por todo el patio y hacía que bajaran las escaleras, porque para llegar al patio había unas escaleras de piedra como de seis escalones. Las vacas se llamaban la Mocha, la Pampa y no me acuerdo el nombre de la otra, creo que era la Pintadita, mi padre les habrá puesto los nombres. Las vacas pastaban alrededor del riacho porque había mucho pasto que podían comer. A veces las llevaba  yo y a veces se quedaban allí. Antes de irnos en la mañana a la escuela, mi madre las ordeñaba y nos daba la leche caliente de la vaca. Entrábamos al colegio a las 8:30 am, entonces mi madre ordeñaba la vaca a las 7 am o 7:30 am para que nosotros tomáramos la leche. Como se hacía en el campo, de la vaca al vasito.

Antes de ir a la escuela, mi hermana y yo hacíamos unos refuerzos  en la casa, porque teníamos obviamente un negocio y había mucho fiambre, mortadela, queso y pan. Me preparaban para mí y yo a escondidas preparaba para llevarles a otros amigos que estaban esperando algo, porque a ellos no les daban nada. La escuela quedaba cerca de la plaza principal y era hasta mediodía.

En la escuela siempre me fue muy bien. No perdí ningún año, ni yo ni mi hermana. Las notas eran mal, regular, doble regular, bien, bueno, muy bueno, sobresaliente, y otra con la palabra bueno que no me acuerdo. Le llevaba los cuadernos a mi maestra, Olga Beatriz Curto, que vivía a una cuadra de mi casa y se casó con Hugo Rodríguez, que venía de Carmelo y lo trasladaron para el resguardo [punto fronterizo entre Uruguay, Brasil y Argentina]. Él vino y vivió en mi casa, en una de las habitaciones que daba hacia la otra calle, se le alquiló. Vivió con nosotros mucho tiempo, hasta que se casó con la Nena Curto, que no era muy bonita, linda de cara, pero medio gordita y altota. Tuvieron cuatro hijas y luego se fueron a vivir a Barcelona, España.

Salía en bicicleta desde pequeño, aprendí con cinco o siete años. Agarraba la bicicleta y me hacía todo el pueblo, llegaba hasta la estación de ferrocarriles, por esa parte del hospital y donde estaba la casa rosada, el prostíbulo del pueblo. A mi padre siempre le gustó el fútbol y su equipo era el Uruguay. Él era de la junta directiva y se reunían en mi casa una vez cada dos semanas. Los otros grandes equipos eran Santa Rosa y Defensor. Había otros equipos de pueblos en el distrito de Artigas, pero no eran tan poderosos como los de Bella Unión.  Yo jugaba básquet y fútbol. En esos pueblos  uno nace con una pelota debajo del brazo.

Recuerdo el Maracanazo, tenía 9 o 10 años. Mi padre y yo nos fuimos a la cancha. Jugaba Uruguay contra Santa Rosa, era el clásico. Cuando se terminó el partido dieron los dos equipos una vuelta olímpica y luego se salió a festejar. Recuerdo que regresando a mi casa hubo manifestaciones en carro. También se hicieron parrilladas afuera para los que querían comer. Quizás no le di la importancia que tenía que haberle dado. Fue como las historias que uno siempre escuchaba por radio, las de las Olimpiadas de 1924 y de 1928, y el Mundial de 1930.

Se hablaba de política en mi casa, mi padre era el representante de un candidato, de Eduardo Blanco Acevedo. Vamos a suponer que estaban los adecos y ellos estaban divididos en uno o dos candidatos, y un adeco independiente que no sólo abarcaba los votos de ese partido sino de otra gente también. Mi padre pertenecía al ala independiente del Partido Colorado. Recuerdo que en el año 1954 ya andaba yo con un micrófono y un altavoz haciendo campaña por nuestro candidato. Cuando Blanco Acevedo iba al pueblo se quedaba a dormir en mi casa. El Partido Colorado y el Partido Nacional eran los dos grandes partidos de esa época.

Éramos católicos y estábamos metidos en la Iglesia porque mi madre tenía un grupo allí. Cada cierto tiempo bautizaban a todos los muchachos que no habían recibido el sacramento bautismal. Eran cerca de cien muchachos y fueron todas las madrinas, como cinco, y de padrino fui yo solo. Los otros padrinos no fueron, y había que bautizarlos. Tenía como 13 o 14 años. El problema fue con mi padre, pues luego venían los ahijados a pedir caramelos o un pancito con mortadela. Yo les daba y él se calentaba conmigo.

Por lo general, en la tardecita nos íbamos todos los muchachos al río Uruguay; íbamos caminando y comiendo de los árboles de pitanga, que es como una cereza, también comíamos burucuyá, que es como un mango, pero más pequeño y medio dulzón. Una vez en el río nos poníamos en plancha dejando que el pene saliera pa’ fuera y, bueno, algunos se dedicaban a cazar moscas, les quitaban las alas y las llevaban en cajas de fósforos; entonces, nosotros nos enjabonábamos la cabeza del pipí y nos poníamos las moscas allí y llegaba un momento en que todo el mundo largaba para arriba. Cosas de pueblo. Era una fuente mandando la leche pa’rriba, las mayores masturbaciones las teníamos en el río Uruguay.

Con 12 años, ya usaba pantalones largos. Hice el liceo durante los 13, 14, 15 y 16 años en el Liceo de Enseñanza Secundaria de Bella Unión. Allí jugué fútbol, estaba en el equipo de básquet y tuve mis novias. Tuve dos novias en serio, otras más porque me las encajaron. Los niños de otros lugares venían al liceo de Bella Unión porque no tenían donde estudiar. Una de mis novias era de un pueblo vecino, no tirábamos ni nada, solo un besito de vez en cuando y pidiendo permiso.

La vida en el liceo fue muy linda porque allí ya yo estaba jugando basquetbol de manera formal en el equipo del pueblo. Tú ves una foto mía y ves que era alto, flaco y tenía una cara de viejo que pareciera tuviera los mismos años de los otros que jugaban, algunos hasta me doblaban la edad. Era rebotero, no de los más altos, pero sí era mucho más ágil porque los otros eran más viejos. A veces, hasta jugaba de pívot. Entramos en un campeonato de básquet que eran como seis equipos y nosotros salimos campeones del departamento de Artigas; los juegos se llevaron a cabo en la capital del estado, en la ciudad de Artigas. Nos recibieron en Bella Unión con una caravana de carros viejos y unos whiskys.

Salí de Bella Unión porque no había para hacer el bachillerato. Por ese motivo, me fui a vivir a casa de mi tío en Montevideo. Habré ido como cuatro veces a la capital antes de irme a vivir para allá. Siempre iba con mi padre para visitar a la abuela Echeverri, quien estaba internada en una colonia de enfermos mentales.


WALTER RODRÍGUEZ LLEGÓ A MONTEVIDEO EN 1956, DONDE SUS PADRES LO ENVIARON PORQUE ALLÍ HABÍA MAYORES OPORTUNIDADES PARA TRABAJAR Y ESTUDIAR

Empecé las clases en el bachillerato del Vázquez Acebedo, en marzo de 1957. Un mes más tarde, en abril, Alba Julieta Margarita Rodríguez, mi prima, ya me había puesto a trabajar en La Feria del Libro, una librería de Montevideo. Empecé a trabajar con 17 años. Esta librería quedaba frente al Vázquez Acebedo, en la Avenida 18 de Julio con 1308. Trabajaba de día y estudiaba de noche. El único contacto que había tenido con el libro antes de tener esta ocupación había sido en la escuela. De leer, leía, pero en mis ratos libres de verdad que no agarraba un libro. Sólo leí Tabaré, de Juan Zorrilla de San Martín, y El gaucho florido, de Carlos Reyles, porque eran las dos obras que todos los uruguayos leían. Mi amor antes de entrar a trabajar en la Feria del Libro era con los libros de estudio, porque yo era muy estudioso, pero es solo hasta que trabajo con el libro que me enamoré de ellos de verdad. Trabajar con 17 años en una librería fue algo casual que luego marcaría el resto de mi vida.

Mi prima me consigue el puesto en la librería porque era contable y había estudiado con el hijo del dueño del negocio, Domingo Maestro, que también era contador y librero de esa librería. El empleo era de 10 am a 5 pm, si mal no recuerdo. Tomaba el autobús desde casa de mi tío y en 15 ó 20 minutos ya estaba en La Feria del Libro. El primer día llegué y me presentaron a todos. Luego empecé como iniciaban todos allá, te ponían un tobo con agua y tenías que limpiar las estanterías. Creo que eso me enseñó que cuando tenía gente nueva en las librerías donde trabajé lo primero que hacía era ponerlos a limpiar, al igual que yo hice allá. Había que agarrar el libro y no solo limpiarlo, había que ver el título y luego mirar el lomo para encontrar el mismo título: eso se te iba a quedar dentro de la cabeza y si un día te lo pedían lo ibas a recordar.

Después me enseñaron a recibir la mercancía, ponerle precio y ordenarla; todo eso lo hacía para 1958, con 18 años, y lo sigo haciendo todavía. Además, aprendí que cuando llega el libro lo primero que hago es mirarle la carátula bien, lo veo, lo leo un poquito así pa’ ver de qué se trata, luego le miro el lomo y ya sé que nunca se me va a ir de la cabeza, lo voy a recordar; vuelvo a mirar y recién lo paso a la venta.  Pero eso no me lo enseñó nadie, lo hago yo porque sé que no lo pienso, lo veo y creo que se me queda en el subconsciente, porque me pueden preguntar dentro de 20 años y lo recordaré. En serio, te acuerdas de que viste el libro en algún momento. No sé si será memoria o cómo hago, pero lo recuerdo.

Una de las personas que más me enseñó en este oficio fue Héctor Rodríguez, el librero principal de La Feria del Libro. Yo había trabajado en mi pueblo en el abasto y el bar de mi papá, pero nunca había vendido libros. Lo que más aprendí de Rodríguez, a quien puedo recordar hasta ahora, es que era un gran conversador con los clientes. Luego, por mi cuenta, fui aprendiendo que mejor era escuchar: aprendes más y la gente se siente más cómoda. Con el tiempo uno se va haciendo librero; en menos de un año que llevaba trabajando con el libro lo tomé con tanta seriedad que lo demás era un hobby.

En La Feria del Libro marchaban muy bien los incunables y los libros usados. Todo el segundo piso era de libros usados; subías por una escalera que estaba al fondo del primer piso, justo al lado de la caja. La librería era de unos 10 metros de ancho por unos 30 metros de largo. A cada lado del primer piso estaban unas mesas que mostraban las novedades, y detrás de estas mesas estaban las repisas con el resto de los libros.

Cuando llega la Navidad de 1958, los de La Feria del Libro me pasaron a una librería que tenían en el Palacio Salvo, el edificio más alto de Uruguay, que queda en la Plaza Independencia, Avenida 18 de Julio y Andes. La casa de gobierno está frente a esa plaza. Yo les veía pasar a ellos, a muchos de los presidentes de esa época y los de ese gobierno colegiado, que fueron siete u ocho, no recuerdo. Venían caminando al Palacio Estévez y todos los días les veía. Los presidentes siempre han sido muy accesibles.

Ellos me pasaron a la librería del Palacio Salvo para que pudiera estar en la hora pico, de más gente, que era en la tarde-noche.  Yo trabajaba en La Feria del Libro hasta las 12 pm o 1 pm; luego me iba hasta la librería del palacio donde me quedaba hasta las 8 pm y me pagaban horas extras. Otro librero se quedaba hasta las 12 am, que era cuando cerraba la librería de la Plaza Independencia.

De La Feria del Libro salí con 19 años, a finales de 1959. Me fui para donde unos señores ecuatorianos que compraron tres librerías: eran los dueños de la librería y editorial Ciencia, que se dedicaba a libros de medicina, y tenían dos librerías más que eran Los Apuntes y Olivera. De La Feria del Libro me fui porque Eduardo Sanseviero, que también era librero allí, arregló con estos ecuatorianos una buena paga. Estuve primero en Olivera, ocho meses, y luego, un año, en Los Apuntes. Eduardo fue al revés.