
Desde su atalaya de reportero con memoria que vivió los acontecimientos del siglo XX en el oriente criollo (o buena parte de ellos), con la boca abierta y una libreta en las manos, Evaristo Marín narra aquí, en primera persona, la llegada a una Barcelona de Anzoátegui ‒apenas 30 mil habitantes en esa época‒ de leyendas del cine y el vaudeville como Pedro Infante y la Tongolele; se pasea por campos de San Tomé y sitios de El Tigre y Puerto La Cruz siguiéndole la pista a las menudencias febriles de un pueblo nacido para cantar, bailar y celebrar. Ese oriente es una mescolanza musical, colorido retablo incluso en dictadura
Evaristo Marín
Eso es muy cierto: el oriente venezolano es una mescolanza de culturas musicales. Convive allá lo indígena con todo lo que vino después; suenan en el oriente y en Guayana la gaita margariteña, el estribillo de las costas de Paria y los bailes del Sebucán. Todo esto teje y desteje un rico acervo musical. Antes y después de la era petrolera, en Anzoátegui desbordó y desborda el sentido de lo musical. Después del estallido petrolero, el paisaje se ensanchó de cantos y ritmos. El anzoatiguense se regodea con los pasajes llaneros del Catire Carpio, las poéticas expresiones musicales de Enrique Hidalgo y Emil Sucre, los conciertos de Sir Augusto Ramírez y los éxitos discográficos que han llegado hasta Japón; con las tonadas de Gualberto Ibarreto y Chelique Sarabia.
Sir Augusto y Emil Sucre son los de mayor arraigo con la tierra nativa. Sir Augusto desapareció en un siniestro de tránsito, en 2013. Bajo su égida y la de su hermano Emil, las nuevas generaciones han logrado en El Tigre una formación académica de gran solidez. Sir Augusto había proyectado el cuatro venezolano hasta lejanos países del Asia. En Japón realizó exitosas presentaciones. Cuando Sir Augusto sucumbió entre El Tigre y Cantaura, la tarde estaba nublada, tormentosa, entre amagos de lluvia; él mismo fue como un relámpago. Su luz y la musicalidad de sus cuatros arrullarán eternamente el resplandor de los morichales.
En las tierras petroleras de Anzoátegui, la música llanera ha ejercido siempre una gran influencia. Arpa, cuatro y maracas prevalecen como los instrumentos predilectos en cualquier festejo. Es inevitable recordar que Juan Vicente Torrealba y sus Torrealberos dieron recia musicalidad a toda una gran época.
Ni las estrellas que alumbran el mes de abril tienen los mismos destellos de tu mirar No se pueden comparar con tu rostro juvenil los pétalos del rosal
En El Tigre de los años 50, los grupos de música llanera se hallaban en su apogeo. No había festejo en el cual el arpa no estuviera invitado. La rockola y los boleros de Julio Jaramillo también estaban de moda. Ninguna orquesta como la Billo’s para bailar. Se los digo yo que estuve en Ciudad Bolívar, enviado por el semanario Antorcha, para cubrir en 1955 la reinauguración de Radio Bolívar, adquirida ese año por Antonio José Istúriz. Los boleristas y guaracheros de la Billo’s eran la gran rumba orquestal venezolana. Allí estaban Rafa Galindo ‒Voy por la vereda tropical…‒ y Marco Tulio Maristany.
La Barcelona que aplaudió con frenesí a Pedro Infante no pasaba de treinta mil habitantes. La gente coreó sus canciones y lo llevó en hombros hasta el cine Central, en la vecindad de la Catedral, en 1948. Tal como alguna vez le oí decir al periodista Eleazar Mejías Motta, el carismático Infante prefirió que fuese allí –en una sala de espectáculos de arraigo popular– y no en el sofisticado teatro Cajigal donde tuviese lugar su primera actuación de aquella noche. La estrella llegó por tierra desde Ciudad Bolívar y El Tigre, en donde despertó gran admiración. Donde llegaba, era un tumulto. Sus admiradores luchaban por verlo, por tocarlo. En El Tigre, un popular homosexual margariteño, Juan Ruperto Cova, gritaba, eufórico, «¡si lo veo me lo como a besos!», pero cuando lo vio llegar al cine Ayacucho, de tanta emoción, se desmayó. Tuvieron que llevarlo al puesto de Socorro para atenderle la taquicardia. Se perdió la función.
En Barcelona, Pedro Infante apareció antes de que se exhibiera su película Nosotros los pobres, protagonizando una velada estelar en un club privado. Luego siguió hacia Puerto La Cruz, donde se hospedaría en el hotel Miramar. La familia Hernández Pieretti lo recibió en su casa, a donde acudió para brindar una serenata a Marieta, barcelonesa todavía hoy recordada por su belleza y simpatía. Allí, en la casa de los Hernández Pieretti, Infante saboreó entre guitarras y canciones un trago del tequila que el jefe de aquella familia había traído entre los recuerdos de un viaje de vacaciones por la tierra azteca.

Para entonces, diciembre del 48, la antigua Barcelona aún exhibía balcones de madera y algunas casas de comercio abanicaban hacia la calle sus gruesas y abisagradas puertas, tal como había sido costumbre por generaciones, desde la Colonia. Al final de aquél año, en el país se respiraba una atmósfera política de mucha tensión y expectativas. El 24 de noviembre, Carlos Delgado Chalbaud, Marcos Pérez Jiménez, Llovera Páez y otros militares desplazan del poder al presidente Rómulo Gallegos y su gobierno de elección popular. El país se enrumba hacia una dictadura. Por esos días, los dirigentes adecos que no estaban presos, permanecían enconchados o se iban al exterior, exiliados. La lista de perseguidos era bien grande. Crecería mucho más en los diez años de aquel régimen de terror, paradójicamente uno de los que dio mayor progreso y modernidad al país en el siglo XX. En Barcelona, y eso también lo cuenta Mejías Motta en una crónica, el gran anfitrión del ídolo del cine mexicano fue Luis Ramos, Ramitos, quien era arrendatario del cine Central y del teatro Cajigal, obra edificada en 1895 por el general Nicolás Rolando durante su mandato como presidente del Gran Estado Bermúdez. El edificio fue convertido por Ramitos en la sala cinematográfica más elegante de la capital del Estado. Por otra parte, Ramitos consiguió con Cervecería Caracas, marca de la cual era distribuidor, el patrocinio para una presentación vespertina de Pedro Infante en Emisoras Unidas, única estación de radio existente para entonces en todo el norte de Anzoátegui.
Carlitos Lara Buriel no se despegaba de Pedro Infante. Era algo así como su improvisado asistente. Lara Buriel era el mozo de confianza de Ramitos para todos los espectáculos y demás actividades comerciales a las cuales se dedicaba. Donde llegaba el charro mexicano, ahí estaba Lara Buriel. No fue raro, por tanto, que los Hernández Pieretti, creyéndolo secretario del cantante, le dieran a probar una copa del tequila que destaparon en honor al actor y cantante de tantas rancheras y boleros exitosos.
Amorcito corazón yo tengo tentación de un beso que se pierda en el calor de nuestro gran amor, mi amor.
Oír en la propia voz de Pedro Infante Amorcito corazón fue un privilegio que muchos barceloneses disfrutaron, ufanos, aquella noche. «Por esta calle, yo cargué en hombros a Pedro Infante», se escuchó siempre decir a Cholita Arreaza, uno de los personajes más anecdóticos de la Barcelona de aquella época.
Otro hito que visitó Anzoátegui fue la Tongolele. Su paso en 1954 por El Tigre fue espectacular. Joaquín Salcedo, Virgilio Quijada y Concho Plaza ‒tres lugareños muy populares, divertidos y emprendedores‒ estaban aquella noche en primera fila para ver El show de cabaret presentado por María Montez. ¿Valor de la entrada? Cinco bolívares. Todavía se oye en la memoria del lugar el retumbar alegre, africanizado, de los tambores. Cuando la Tongolele se ponía de espaldas al público y sus caderas y sus lindas nalgas se movían al ritmo increíble de la música tamborera del Caribe, eso era puro frenesí. Los espectadores, en el colmo del desenfreno, aplaudían a rabiar. La bailarina presentó dos funciones, a lleno completo, en el cine Bolívar, para la época «el de más caché». Mi primo Gellito Quijada nunca pudo olvidar el acontecimiento: cometió la torpeza de dejar su bicicleta frente a la casa de la familia Orta, en la calle Aragua. Nunca más la volvió a ver.

Ya para 1955, Venezuela padecía una férrea dictadura militar aun cuando no se reflejara, en absoluto, en la cotidianidad de aquel campamento de grandes campos de golf y mucho verdor que era San Tomé. El deporte, y en especial el béisbol doble A, pasaba momentos de gran auge. El parque Medina atraía los sábados al personal de la empresa Mene Grande y a sus invitados con el sabor de la carne llanera al barbecue, acompañada de la mejor cerveza y del whisky con Coca Cola, trago preferido por los norteamericanos. De servir la carne asada se encargaba, invariablemente, Cayito El Trinitario: daba un gusto muy especial a la carne de ternera con el toque de sus caraotas rojas, casi siempre acompañadas con ensalada de papas y remolacha. Fue en 1955 cuando Susana Duijm, morena y espigada recepcionista de la Mene Grande Oil Company precisamente allí en San Tomé, dio el salto a la fama como la primera Miss Mundo venezolana. La noticia fue divulgada para todo el mundo petrolero mediante el boletín internacional de la Gulf Western. El gran consorcio petrolero, propietario de Mene Grande Oil Company, intervenía en Estados Unidos en los negocios más insospechados. Era socio mayoritario de uno de los estudios cinematográficos de Los Ángeles y de una de las cadenas de hoteles más grandes de toda Norteamérica: Western.
Sir Augusto Ramírez, Gualberto, Chelique, la bella Marieta, Enrique, Emil, Lara Buriel, Ramitos, Mottola, Susana la miss, Rosa Banús y muchos más forman parte de esta polifonía, sean músicos, académicos o nada más asomados
De la música culta, debe decirse que estuvo, por siglos, muy circunscrita a conventos y escuelas. Fundamentalmente, los frailes misioneros venidos de España la utilizaron con fines catequistas, religiosos, de conversión de los nativos a la fe y devoción católica. Sin que al parecer hubiera sido ese el propósito, al final, lo español conservó musicalmente su esencia y las danzas y cantos de nuestros aborígenes lograron conservar, a su vez, raíces y tradición. Tal como ocurrió con la población negra trasladada desde África por los mercaderes de esclavos hasta América. Para recordar al África, es suficiente mirar hacia las costas de Paria y Barlovento: sientes «la tierra alegre y del tambor». Eso es así desde Paria hasta Yare y Naiguatá, Borburata y Aroa: al son de la curbeta y el taquititaqui sobre la mina… hasta muy lejanas tierras occidentales.
La música es, entonces, parte sustancial de la grandeza oriental.
Y en la actualidad, dos nombres son inevitables al recoger el aporte de la zona al archivo musical contemporáneo: Rosa Banús y Ángel Mottola, llegados desde lejanas tierras con casi un siglo de diferencia. Catalana de origen –como dos de sus lejanos antecesores, Juan De Urpí y Sancho Fernández de Angulo, fundadores de Barcelona–, Rosa Banús llenó de música a este Estado con las orquestas sinfónicas juveniles, hoy día esparcidas por toda la geografía regional.
Mottola viene de la provincia de Aventino, Italia, a pedido del general Nicolás Rolando [la ficha en internet de Ángelo Michele Mottola Martucci da cuenta de su nacimiento en Santa Lucía de Severino, en 1881; y de su fallecimiento en Caracas, en 1966]. Hablamos de los tiempos iniciales de la Banda Marcial, creada en 1897. De él puede afirmarse que le dio valor y prestigio a nuestra música épica; es autor del himno de Anzoátegui, mérito que de por si lo sitúa en la historia regional.
Banús llega a Venezuela desde el cono sur, por El Tigre, en 1967, luego de un periplo por demás enriquecedor para su formación musical: primero en los gélidos polos del Canadá y luego en Uruguay. Eso le da mayor relieve a su condición de inmigrante en una tierra que hizo suya a fuerza de servirla con devoción. Mottola, por su parte, parecía condenado a una labor altamente itinerante tras una primera estancia en 1897 en Barcelona. Por un tiempo asume en la capital del país, a pedido del autor del Alma llanera, maestro Pedro Elías Gutiérrez, la subdirección de la Orquesta Marcial de Caracas. Luego vuelve a oriente, otra vez a Barcelona; luego se va a Maturín, a partir de 1945. Como director de las bandas marciales de Anzoátegui y Monagas, Mottola es una cátedra abierta que forma nuevos talentos musicales en ambas regiones y también forma a quienes proceden de Sucre y Nueva Esparta. La banda marcial de Puerto Cabello se inicia en la década de los 50, bajo su experta conducción. Dos matrimonios y muchos hijos forman parte de su legado hasta el instante final de su vida, en Caracas. No es cualquier cosa decir que la escuela de música del Estado lleva su nombre.
Hay otras muchas referencias dentro del colorido ámbito musical oriental: lo que vino en cuanto a corales a partir de la presencia del escritor Alfredo Armas Alfonzo como director de Cultura de la Universidad de Oriente. Para saber más sobre esto y otros valores de la composición e instrumentistas orientales, ver estos enlaces:
Extraordinario relato del curtido periodista Evaristo Marin, un margariteño que escogió Anzoátegui como su tierra nativa. Leer estas crónicas de la música preferida por los orientales y conocer anécdotas tan ciertas que se vivieron entre Pedro Infante y la Tongolele.