
Marisé Pérez Pawlyschin, joven venezolana de ascendencia ucraniana, autora de la semblanza de grupo «Huir hacia el sol» (ver prefacio), reside y trabaja actualmente en Buenos Aires. Desde allí envía este artículo en donde explica sus motivaciones al recoger parte de la historia de sus abuelos y bisabuelos en la Ucrania que sufrió horrores bajo Stalin y los nazis. Los abuelos lograron huir a Venezuela
Marisé Pérez Pawlyschin
En Buenos Aires hace frío, es otoño. Extraño el Caribe en abril, cuando ya comienza a sentirse el calor, tal vez con un poco de lluvia, pero calor al fin. Así como mis abuelos, yo también soy inmigrante. Tal vez sea la herencia que me dejaron los dos ucranianos más increíbles que conocí. Quizás fueron las tardes, recostada al borde de una cama de caoba, donde los relatos sobre nuevos horizontes me inundaron la cabeza de deseos por otras tierras. Y aquí, en mi escritorio y con mi tesis apoyada a un costado de mi teclado, comienzo a escribir esto que es, en principio, un reencuentro con una triste excusa.
«Huír hacia el sol» decidí llamar a esa semblanza que con tanto amor escribí. Conté, entre otras, la historia migratoria de los padres de mi mamá, quienes salieron de aquellas tierras de trigo y frío, hacia un paraíso tropical de cacao y sol constante. Meses después de terminarla, Tato, mi abuelo, ya no estaba entre nosotros y sin duda esto que hoy plasmo en estas líneas es mi mejor manera de alzar la voz, esa que él me dejó casi a modo de legado para hablar sobre esa eterna opresión de un mal vecino.
Aquel 24 de febrero de 2022 habría sido para Tato un déjà vu, un recuerdo amargo, un momento que ni el deseo más profundo de olvido pudo borrar. Me imagino esa voz ronca, propia de una vida que vivió tanto, con ese escueto español y moviendo la cabeza de un lado al otro diciendo: «¡Siempre misma cosa!»
«Huír hacia el sol» decidí llamar a esa semblanza que con tanto amor escribí. Conté, entre otras, la historia migratoria de los padres de mi mamá, quienes salieron de aquellas tierras de trigo y frío…
Así hablaba; sesenta años en Caracas no fueron suficientes para barrer ese acento duro de la Europa Oriental. Es que para él, así como para tantos otros paisanos, las invasiones fueron moneda corriente, los campos de trigo pasaron a ser de batalla y miles de jóvenes se iniciaron en el mundo de los fusiles y las granadas sin quererlo.
Confieso que, durante todos estos meses de conflicto, no pude dejar de pensar en dos detalles. El primero, la figura de Volodimir Zelenski. Un presidente joven que sin ser político de carrera arrojó discursos que obligaron al mundo a mirarlo. «Los ucranianos muestran verdadero heroísmo», una frase que cada día adquirió un sentido diferente, cada vez más fuerte, casi como símbolo de lo que podría ser una epopeya. Tato siempre me decía que el pueblo ucraniano es fuerte, que resiste opresión, adversidades. Nunca pensé que podría comprobarlo. Y es que el heroísmo es tal, que tras más de un año de invasión, el gobierno ruso aún no logró el principal objetivo.
Entonces debo hablar del segundo detalle que pasa por mi cabeza, ¿es héroe el que se va o el que se queda?
«¡Siempre misma cosa!»: así hablaba el abuelo Tato, sesenta años en Caracas no fueron suficientes para barrer ese acento duro de la Europa Oriental.
El que se queda defiende, lucha, protege, cuida, espera, sufre, se arriesga, muere, sobrevive, tal vez vive. Quien se queda sabe que es todo o nada, que una detonación cambia el curso de la historia, de su historia. Quien se queda siente rodar por sus mejillas las lágrimas que brotan de unos ojos cansados de ver una historia que se repite. Quien se queda sabe que ganar implica libertad, flores, campos amarillos, esperanza y reconstrucción. Quien se queda no guarda rencor por el que se va, porque es hermano, porque es par, porque es el otro lado de una decisión, de una moneda que no gira en el aire pero sí se piensa qué lado elegir.
El que se va parece que huye, que se escapa, que corre, que no lucha, que no hace todo lo que hace el que se queda. Huir es alejarse por temor a una amenaza. Huir es protegerse, es cuidarse. Huir es dejar una vida, mil historias, cientos de sueños, guardarlos en mochilas, valijas y empezar de nuevo. Huir es sufrir desde lejos. Huir es vivir con el fantasma de la culpa amenazando el sueño. Pero huir es también vivir y así sembrar en el mundo las semillas que luego contarán historias como ésta.
Tato estuvo a un viaje en tren de ser asesinado en Siberia. Tato huyó. Un Tato enamorado de Nadia, mi abuela, de la vida, de un futuro lejos del horror. Tato huyó y hoy puedo escribir estas palabras. Porque huir es mucho más que huir.