
El 22 de abril se reunieron amigos y seguidores de la profesora Senta Essenfeld en la biblioteca de la Fundación Francisco Herrera Luque, en Los Palos Grandes. La especialista en psicología aplicada al desarrollo humano presentaba su libro El relato del sí mismo (Barralibre Editores, 2023), con la participación del químico Benjamín Scharifker y el periodista Alejandro Oliveros, editor. Aquí se reproducen las palabras de Scharifker, quien ha sido rector de la Universidad Simón Bolívar ―marco desde el cual la profesora Essenfeld desarrolló mayormente su actividad profesional― y de la Universidad Metropolitana. El relato de Scharifker es de doble interés por lo que dice sobre Essenfeld y al trazar un periplo nostálgico, a la vez singularmente vigente, sobre su casa de estudios: la USB nació como faro del futuro, garantía de las mejores oportunidades para jóvenes en formación. Eso, en plena época democrática. Ha venido a caer, ahora, en la penumbra y la miseria bajo un régimen que parece odiar el conocimiento tanto como el progreso. Se publica el texto gracias a los buenos oficios de Alfredo Schael, vicepresidente de la Fundación Herrera Luque (@fherreraluque)
Benjamín Scharifker
La obra El relato del sí mismo es uno de esos libros a los que uno se engancha y lamenta cuando se va acercando a la última página. Es ligero de leer, pero no es un libro fácil. Es un texto muy denso, lleno de contenido y análisis; sobre todo, valiente y honesto, en total coherencia con la vida y trayectoria de su autora. Debo decir, desde ya, que a lo largo de mi vida no he tenido relación cercana con la doctora Essenfeld. Sé de ella desde hace décadas y también de su familia. Mi hermano es patólogo y trabajó al inicio de su carrera durante un breve período en el laboratorio de su hermano Ervin, quien era ya para ese entonces un eminente patólogo. Pero no recuerdo haber cruzado palabras con ella sino hasta la conversación que tuvimos hace apenas unos días, en la que me comentó que su libro estaba saliendo de la imprenta en el exterior, que venía en camino hacia Caracas y que me haría llegar una copia.
La debo haber visto por primera vez hace 53 años, en 1970. El día era soleado, debió ser a comienzos de abril, antes de las lluvias. Me había preinscrito para cursar estudios de Química en la Universidad Simón Bolívar y me tocaba presentar el examen de admisión. Mi expectativa era grande. Por un lado, la Universidad Central de Venezuela estaba cerrada, lo cual reducía mis opciones en cuanto al lugar donde podría estudiar lo que me gustaba y, por otro lado, el aura de rigor y exigencia que rodeaba a la USB, que había iniciado su actividad académica apenas unos meses atrás: todo eso la hacía aún más apetecible. Senta Essenfeld formó parte del grupo inicial de profesores que empezaron a organizar la Universidad del Futuro a partir del decreto de fundación de la «Universidad de Caracas» en 1967, antes de que le cambiaran el nombre a Universidad Simón Bolívar en 1969 y se nombrara a Ernesto Mayz Vallenilla como rector.
En 1970, el Mayo Francés de 1968 estaba todavía fresco y con la UCV cerrada desde octubre de 1969, Venezuela no era ajena a los tiempos de renovación académica que se vivían. La USB nacía en tiempos que exigían innovación y desde un principio rompió con el paradigma de la universidad napoleónica de estructura columnar, organizada en facultades poco relacionadas entre sí, para surgir como institución que fomentaba la fertilización cruzada de las disciplinas y la formación integral de sus estudiantes, mediante una estructura matricial de programas nutridos por distintos servicios. Había, por un lado, departamentos académicos que brindaban servicio a los programas de docencia, investigación y extensión, alimentándolos con profesores y conocimientos; por otro lado, había toda una serie de direcciones tanto académicas como administrativas que completaban la matriz de programas y servicios, y la hacían efectiva.
La Biblioteca, por ejemplo, que desde tiempos inmemoriales es centro de toda universidad, era una de esas unidades de servicio a los programas académicos. Desde sus modestos inicios, la de la USB fue una biblioteca de estantería abierta donde nadie le tenía que pedir a un empleado que le buscara un libro, sino que uno mismo se sumergía en sus pasillos y conseguía lo que buscaba, bien con la orientación del organizado fichero, bien por simple obra de la casualidad o la curiosidad. Y así, alumnos y profesores se iban topando unos con otros y con conocimientos insospechados, ampliando sus esferas de interés, sin verse limitados ni encasillados por la carrera que habían decidido estudiar. La manera como la Biblioteca ofrecía sus servicios iba muy de la mano con los propósitos que perseguía la Universidad.
En la USB resultaba imposible no toparse con la cultura. Todos los martes a mediodía, conciertos de música de cámara interpretados por excelsos instrumentistas, sin que faltara en otro día de la semana la visita de algún artista, la obra de teatro o el grupo de música popular o folclórica. Y lo mismo podía decirse del deporte. Cuando entré a estudiar apenas sí se podía montar una caimanera en un descampado que había entre los sembradíos de rosas frente a la casa rectoral. Cinco años más tarde, al egresar como licenciado, ya había campos de béisbol, softball y fútbol, canchas de tenis, baloncesto y voleibol, y estaban en construcción la piscina y el gimnasio cubierto. Supe hace pocos años, por parte del laureado atleta que fuera el primer coordinador de Deportes, cómo la autora del libro que hoy presentamos lo llamó al liceo donde trabajaba para encargarlo del desarrollo de la actividad deportiva en la naciente Universidad.
EL CONOCIMIENTO
Así como se alentaba de esta y otras formas el desarrollo físico, el crecimiento de la sensibilidad y el encuentro fortuito entre los miembros de la comunidad universitaria, las estructuras propiciaban la realización de estos propósitos. Uno de los programas atrayentes e innovadores era el de Estudios Generales, que no abarcaba solo los cursos del primer año comunes para todos los estudiantes, sino materias a lo largo de toda la carrera en artes, humanidades y ciencias sociales, tan rigurosos y exigentes como los que correspondían a la formación técnica de los alumnos, en su mayoría de Ingeniería. El desarrollo integral de la persona era, sin lugar a duda, el centro de atención.
Fue bajo este espíritu de innovación y búsqueda de la excelencia que Senta Essenfeld ideó y conformó la Dirección de Desarrollo Estudiantil, una estructura que trascendía los meros conceptos de asistencia social o bienestar pues también impulsaba el desarrollo de todos los estudiantes en sus distintas dimensiones. Se instauraron servicios de desarrollo estudiantil que se ocupaban de atender a los estudiantes y de orientarlos en todo momento. En ese contexto conocí a la doctora Essenfeld. El examen de admisión estaba bajo su responsabilidad, y de seguro ella estuvo presente cuando fui a presentarlo en abril de 1970 en el Pabellón I, que era la denominación pomposa que recibían los galpones en los que funcionaba la Universidad.
La prueba medía, fundamentalmente, las habilidades de comprensión, razonamiento verbal y pensamiento matemático de los aspirantes a ingreso. Me consideré afortunado cuando en mayo vi mi nombre en el anuncio de prensa que informaba la lista de admitidos para iniciar estudios en septiembre de ese año. Cuál no sería mi sorpresa cuando, luego de haber completado uno o dos períodos de estudio en la sección 23 de Estudios Generales, recibo una invitación a visitar la Sección de Orientación. Según me explicaban, la revisión de mis respuestas en el examen de ingreso arrojaba resultados extraños. Mis habilidades de pensamiento matemático estaban bien en lo que se refería a la lógica, la geometría y el razonamiento espacial, pero en las operaciones aritméticas había muchos errores. Había que verificar por tanto el resultado y hacía falta tomar esa parte del examen otra vez.
Así fue y se obtuvo el mismo resultado, se corroboraba de esa manera que la psicometría era una ciencia cuantitativa. Me recomendaban no estudiar Química ―en donde estaba inscrito― ya que era una ciencia muy cuantitativa, y cambiara por ejemplo a Arquitectura, que estaría abriendo al año siguiente. Aunque no les faltaba razón y había adquirido consciencia de que los signos algebraicos y las tablas de sumar y de multiplicar no eran mi fuerte, no les hice caso y seguí estudiando Química. Al fin y al cabo, eso era lo que yo había decidido porque me gustaba. Para mi fortuna, podía apoyarme en la regla de cálculo para sumar, restar, multiplicar y dividir, y no faltaba mucho para que inventaran la calculadora electrónica, cosa que por supuesto en ese momento ni yo ni los psicólogos sabían. Hoy está tocándonos la puerta para entrar la inteligencia artificial, pero esa es otra historia.
Lo que deseo resaltar aquí es: la doctora Essenfeld tomaba muy en serio los conocimientos adquiridos en sus estudios de pregrado y postgrado, en las más prestigiosas universidades de Venezuela y el exterior: Universidad Central de Venezuela, Universidad Católica Andrés Bello, Universidad de Stanford y Universidad de Columbia; que estaba muy al tanto de los más recientes avances en su campo; y que, bajo su dirección, los servicios estudiantiles funcionaban con esmero y acuciosidad. Pero debo también tomar nota de que en la USB fue no solo directora de Desarrollo Estudiantil, sino también de la División de Ciencias Sociales y Humanidades, esta última adscrita al Departamento de Ciencia y Tecnología del Comportamiento que ella misma había fundado. Tomo nota, entonces, de que la doctora Essenfeld es psicóloga, que ha cultivado ese campo y que lo sigue surcando desde que formó parte de la primera camada de estudiantes que ingresó a la recién fundada Escuela de Psicología de la Facultad de Humanidades y Educación de la UCV, luego de la caída del dictador Pérez Jiménez, en 1958.
El coraje moral es lo que nos permite actuar correctamente aun ante una opinión pública adversa, a pesar de recibir por ello descrédito, humillación o represalia.
La doctora Essenfeld se habrá jubilado de la Universidad hace 40 años, pero de ninguna manera abandonó la academia. Es autora de varios libros, de numerosos trabajos de investigación y de influyentes informes que inspiraron – o que en todo caso debieron haber inspirado – políticas públicas en las áreas de la educación y el desarrollo social. En esta, su más reciente obra, “El relato de sí mismo”, puede leerse el recuento de su vida. En realidad, bajo el disfraz de la autobiografía, se encubre un tratado acerca de la identidad de una persona mayor y, sobre todo, sobre la identidad de quien habiendo vivido a conciencia e intensamente, aún está en la búsqueda profunda de sí misma. Como dije al comienzo, es una obra muy fácil de leer. Pero para escribirla, de ello puedo estar seguro, ha significado para la autora muchos años de preparación y un prolongado esfuerzo. Si me pidieran resumir en dos palabras el libro, lo haría con estas: valiente y honesto. Para ambos atributos hace falta de un enorme coraje moral.
Ese concepto, el del coraje moral, me lo dejó claro mi querido amigo Álvaro Maldonado Blaubach, recientemente fallecido, con quien trabajé varios años en la creación de una universidad de campus residencial en el medio rural venezolano, que fomentara la formación científica, tecnológica y humanística integral, con elevados niveles de calidad académica, de ciudadanos competentes, orientados por elevados valores éticos y capaces de enfrentar con coraje moral la solución de los más importantes problemas locales, nacionales, regionales y mundiales. El coraje moral es lo que nos permite actuar correctamente aun ante una opinión pública adversa, a pesar de recibir por ello descrédito, humillación o represalia. Una universidad de esta naturaleza es esencial para el desarrollo de la Venezuela post petrolera hacia la cual estamos aceleradamente encaminados. Pero es un proyecto que está ahora en suspenso, no solo por la desaparición física de su principal promotor, el Ingeniero en producción animal Álvaro Maldonado, sino sobre todo por la desorientación con respecto al norte del desarrollo sostenible en que nos hemos venido hundiendo durante este largo hiato desde principios de los años 90 del siglo pasado, del que no logramos salir.
En 1989 enfrentábamos enormes problemas, pero había un norte claro. Recuerdo el día a finales de ese año en el que visité en compañía de varios colegas el despacho del ministro de Fomento, ocupado en ese momento por mi muy cercano amigo Moisés Naím, para presentar el programa de activación y movilización de la ciencia que impulsábamos desde el Conicit. La idea era atraer universidades e institutos de investigación hacia las nuevas tecnologías, alinear esas instituciones con las necesidades de desarrollo del país.
No habíamos terminado nuestra presentación cuando el ministro nos dijo que para él estaba claro: a los académicos nos correspondía trabajar para producir conocimiento académico, que eso era lo que perseguiría el programa, y que por tanto contábamos con todo su apoyo para procurar el financiamiento internacional necesario para realizarlo. Y así fue.

LA BÚSQUEDA DEL YO
El financiamiento internacional se obtuvo, el programa avanzó durante un par de años, hasta que pudimos comprender muy bien las razones que lo llevaron a él a renunciar del Ministerio de Fomento y a la autora del libro que hoy presentamos como ministra de Familia, una vez que les quedó claro que ese norte de desarrollo, que había estado tan nítidamente definido hacía apenas un par de años, se había esfumado y era irrealizable. Para ese momento ya estaba desencadenada en nuestro país la vorágine que nos ha traído a donde estamos hoy; y habrá que esperar hasta que nuestras élites políticas, económicas, culturales, intelectuales y académicas recuperen el norte, que se les ha perdido, para realizar los sueños de desarrollo que podamos generar hoy, sobre la base de nuestra realidad actual. Sin esos liderazgos, en definitiva, viviremos lo que ya describió Calderón de la Barca hace 400 años, «un frenesí, una ilusión, una sombra, una ficción…; que toda la vida es sueño, y que los sueños, sueños son».
De eso trata El relato del sí mismo, de la búsqueda del yo, de la búsqueda del sentido de la vida. De la búsqueda del norte sin el cual, como personas, podremos progresar o sin el cual nuestro grupo familiar, nuestra comunidad, nuestro país, el mundo, podrán resolver los conflictos y avanzar. Se trata de la coherencia entre el pensamiento, el ser, la circunstancia, la palabra y la acción. Se trata de una infancia desgarradora y una adolescencia tortuosa, descritas ambas en forma descarnada y sin ambages, convertidas en juventud esperanzadora y adultez de importantes logros y realizaciones, hasta llegar a la edad madura reflexiva en la cual se encuentra hoy, exponiendo su búsqueda del yo interior.
El relato del sí mismo es una exploración esencialmente psicológica que hace referencia a obras del ámbito de la psicología, como es natural, pero también de la filosofía, la historia y la cultura contemporánea. No puedo dejar de relacionarla con Yo y tú, la obra más conocida del filósofo existencialista Martin Buber (Viena, 1878 – Jerusalén, 1965), que plantea la importancia de las relaciones, del diálogo yo-tú entre las personas y el diálogo yo-él con los demás. De cómo para relacionarme con otros y con los demás debo conocer quién soy yo, que el mundo no está compuesto por todas las cosas, como pudo haber planteado Aristóteles, ni por todos los hechos, como escribió Wittgenstein, sino por todas las relaciones. De eso también trata El relato del sí mismo: cómo nuestro yo está hecho de todas las relaciones que nos han construido y las que nosotros hemos construido.
Caracas, 22 abril 2023
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