El periodista que usó como seudónimo el nombre de Cuto Lamache, parco y austero en habla y vestimenta, fue el cronista más aclamado de su época. Hoy, Día del Periodista, se rescata de los archivos de la asignatura Entrevista Periodística (Comunicación Social, UCAB) el trabajo de una alumna que hizo una investigación para dar forma a esta figura de El Nacional. La estudiante echa mano del perfil y de la entrevista imaginaria al evocar/dibujar al personaje que fue, según su cédula de identidad, José Ganímez Obregón
Karina A. Gómez Díaz
Nació en Araure, trabajó como pasante en El Carabobeño; luego, su carrera lo llevó a la revista Élite, al diario La Esfera y a El Nacional. Salió en los años cuarenta de su ciudad natal rumbo a Caracas, acompañado por figuras como Humberto Rivas Mijares y Pedro Francisco Lizardo. Sus aspiraciones de cronista se realizaron cuando obtuvo un espacio como columnista en El Nacional. «Abróchese el cinturón» es recordada con admiración por sus colegas. Omar Luis Colmenares, jefe de sección en El Nacional, lo considera una escuela y referencia obligada para cualquier estudiante de periodismo. «El coche de Isidoro» ganó el Premio Nacional de Opinión en 1975.
En 1982, el presidente Luis Herrera Campíns le otorgó la orden al Mérito en el Trabajo en su primera clase. Su participación en 1985 en la sección «Siete en uno» junto a Roberto Giusti, Víctor Suárez, Ramón Hernández, Jesús Lossada Rondón y Misael Salazar le hizo merecer el Premio Nacional de Periodismo.
Pocos conocieron al hombre que se situaba del otro lado de la botella. Introvertido y austero, ninguno de sus compañeros de vida y trabajo recuerda haberle visto perder la compostura. Infundía respeto y admiración silenciosa mientras se le veía recorrer los pasillos del periódico; ni siquiera cuando el austero traje que vestía diariamente presentaba las marcas que sólo pueden dejar las calles de Sabana Grande cuando el mismo traje ha pasado muchas noches en ellas.
Sin embargo, si alguien hubiese tenido el atrevimiento de registrarle los bolsillos del saco, habría encontrado miradas frías, caramelitos y chistecitos pasados de tono. Esa era su forma de socializar con su personal: caramelitos para las mujeres y chistecitos para los jóvenes periodistas. Para los colegas de generación, en cambio, siempre había un vasito de güisqui escondido en una gaveta.
Cuando se le pregunta por qué, llamándose José Ganímez Obregón, se dio a conocer como Cuto Lamache, dice que ni lo recuerda ni lo sabe. Podría ser que el cambio de nombre se debiera a esa timidez que tantos le reconocen.
—Los que le conocen no lo tienen como un gran conversador. Sin embargo, sus entrevistas y algunas crónicas son diálogos altamente elogiados. Omar Pérez le tiene por un “maestro entrevistador”. ¿No le parece una contradicción?
—No, a Omar le gusta gastarme bromas, puede haberle estado gastando una a usted también. Si no fuera así, hay muchas contradicciones en el mundo, ocuparse de las mías no tiene sentido.
—En 1946, durante una entrevista a José Benavides [uno de los cuatro fundadores de El Nacional, donde tuvo el puesto de primer jefe de la Secretaría de Redacción], usted le dijo que las tareas de leer, revisar, corregir, titular y de cuidar la imposición de las páginas del diario eran labores de una trascendencia e importancia dignas de respeto y admiración muda. Tras haber asumido usted esas mismas labores, ¿sigue opinando lo mismo?
—Sí, Benavides era objeto de admiración interna y elogio no profesado. Pero Raúl Agudo Freites, jefe de Información para el momento, te hubiese dicho que esa admiración se transformaba en reclamos y quejas constantes cuando los periodistas encontrábamos que nuestros textos de tres y cuatro cuartillas habían sido desgajados y traducidos a una mera nota.
—Pero sus escritos se caracterizan por su brevedad. Sus columnas rara vez ocuparon más de un cuarto de página.
—Cualquier intento extenso de escritura me resulta de una dificultad agotadora. Cuando era reportero pensaba que ya sobre todo se había escrito y aun así escribía largo. Luego entendí que no tiene sentido extraviarnos en divagaciones superfluas.
Casi siempre vestía de negro. Los lentes y la calvicie le infundían un aspecto de señor que reforzaba con pocas sonrisas. A los 25 años ya había llegado a ser subdirector, trabajando codo a codo con Miguel Otero Silva en El Nacional. Sus comentarios sobre acontecimientos cotidianos eran referencia obligada de los lectores del periódico.
—¿Sobre todo se ha escrito? ¿Sigue pensando lo mismo?
—No, no exactamente. Me refería a que es muy difícil encontrar un tema para un reportaje. Hay veces en que, ante mi máquina, me siento estéril o estúpido.
Irónico y directo hasta tal punto que a su columna la caracterizó un dejo malicioso desprovisto de camuflajes: dejaba al lector con una pregunta inducida por alguna frase con la que terminaba generalmente sus textos: Uno no sabe. La frase se ha convertido en lugar común para los periodistas de esa generación y hasta de esta.
—Don Cuto es famoso en los pasillos por sus caramelitos. ¿Por qué caramelos?
—¿Por qué quiere saber eso?
—Porque conociendo el monto de su salario siempre lograba el gesto con sus compañeros de labores. Contradice esa imagen seria y seca que pareciera haber querido cultivar durante tanto tiempo.
—Los caramelitos eran para las muchachas bonitas, pero de las mujeres mejor no hay que hablar. Todas, ¡hombre!, dan muy mal pago.
A Cuto Lamache se le conocieron pocos romances públicos, si acaso se le conoció alguno. Una mujer de alta alcurnia pareciera haber sido el centro de sus intenciones, pero jamás se casaron. Algunos dicen que porque nunca se lo pidió, otros que ella lo rechazó.
—Lo tienen por un soltero empedernido. ¿Por qué nunca se casó?
—Porque soy un periodista.
Parco en el habla, modesto en demasía, no se preocupa por la impresión de los otros. Estricto con su personal, exigente e implacablemente sincero, tanto que se le conoce también como el caporal.
—¿Cómo logró ser periodista y sobrevivir al régimen de Pérez Jiménez?
—No fui amigo del régimen. Si me hubiesen querido llevar, lo hubieran hecho y lo hicieron una vez por un comentario que hizo Carlos Dorante en mi presencia. Me tuvieron tres meses en El Obispo y luego me soltaron.
Sus amigos opinan que puede haber sido la ardua responsabilidad de mantener abierto un periódico durante un régimen autocrático como el de Marcos Pérez Jiménez lo que le pudo haber impulsado hacia las tabernas. Se le encontraba más frecuentemente en La Facultad, en Los Chaguaramos, cerca de la plaza de Las Tres Gracias. O en los restaurantitos cercanos al diario. Al indagar si fumaba mucho, la respuesta es
No, para nada… En comparación con su capacidad para la bebida, el cigarrillo no era nada.
Sin embargo, un día dejó de hablar —y no era que hablara mucho antes— pues un cáncer en la garganta se lo llevó en junio de 1986. Su modestia y renuencia a hablar de sí mismo hizo que las entrevistas realizadas a Cuto Lamache fueran pocas y breves.
De vez en cuando Gardel le terminaba los escritos pues el caporal fue tanguero, y su favorito, Carlos Gardel. «Tomo y obligo» era una de sus frases más celebradas.
—Si pudiera usar una de esas palabras que tanto resguardaba, ¿qué le diría a sus amigos?
—Se terminaron para mí todas las farras, mi cuerpo enfermo no resiste más. Adiós muchachos, compañeros de mi vida / barra querida de aquellos tiempos / Me toca a mí hoy emprender la retirada / debo alejarme de mi buena muchachada.
Gracias por El articulo. El fue mi tio abuelo y lo recuerdo tal cual lo describen.