El periodista andaluz Francisco Figueroa, con dilatada labor en varios países iberoamericanos ―sobre todo como corresponsal de la agencia EFE―, escribió este texto para un foro realizado en la librería madrileña Los Pequeños Seres, el pasado 29 de junio. Ese foro se tituló «Los Beatles aterrizan en pleno franquismo» y se celebró para recordar la visita del grupo a Madrid, donde actuaron el 2/7/1965 en la plaza de toros de Las Ventas. La memoria personal de Figueroa, desde aquella España rural en la que aquel chico crecía, revela al país un tanto postrado bajo los efectos de la dictadura, aun cuando económicamente comenzaba a salir del foso dentro de una Europa optimista y abierta
Francisco R. Figueroa
Cuando Sebastián de la Nuez me pidió intervenir hoy aquí alegué mi falta de memoria propia del paso por España de los Beatles en 1965. Pero él pretendía que contara cómo era entonces el espacio de vida de una criatura de 13 años que pasaba el curso en un internado regentado por frailes carmelitas y procedía de la España ignota, justo donde estaba de vacaciones aquel evocador verano que la banda de Liverpool tocó en Madrid y Barcelona.
Truman Capote nos contó en las primeras líneas de su celebérrima A sangre fría que los habitantes de Kansas se refieren al pueblito de Holcomb como «allá» por su espantosa lejanía y soledad en las elevadas llanuras trigueras. Pues bien: yo vivía en lo que podemos llamar «allá más afuera» o «la mitad de la nada», en la desolación de la Sierra Morena cordobesa, desde donde solo se podía abarcar más abandono y soledad. Allí vivíamos en una inopia propia de pingüino patagónico y posiblemente hubiéramos oído hablar de los esperpénticos Beatles de Cádiz, aquella comparsa chirigotera de melenudos que había sido corrida a pedradas en no sé qué pueblo aragonés, antes que haber escuchado a los genuinos Beatles de Liverpool.
A ese «allá más afuera» las noticias llegaban como un eco quedo, casi imperceptible. Debíamos estar atentos –si había luz– a los «partes» de Radio Nacional, las noticias en cadena que permitía la dictadura a través de la encadenada radiodifusión española; a los bustos parlantes de voz engolada que divulgaban doctrinas y propaganda en los Telediarios de la incipiente Televisión Española, si no fallaba el repetidor de Guadalcanal, instalado en la distante sierra norte sevillana, y contando con que el tabernero, propietario del único receptor que había por allí, permitiera a la muchachada atisbar entre los parroquianos que apestaban a vinazo; o, en caso extremo, esperar a ver qué echaban en el NoDo, el propagandístico noticiero semanal ideado a mayor gloria del caudillo, cuando ocasionalmente nos daban cine.
La radio que podíamos captar allá emitía mayormente españoladas, música de rancios tonadilleros, de folclóricas homologados por el régimen, de cantaores flamencos y humorísticos, de baladistas como Raphael o Adamo; raramente de Los Brincos o las adaptaciones extranjeras españolizadas. Lo que pitaba entonces era «la yenka», lo más in, lo más pop. Pero los Beatles, con su flamante Help, o los «Stones», con Satisfaction, o Bob Dylan con su Like a rolling stone, ni estaban ni se les esperaba entre los discos que sonaban en las populares «Peticiones del oyente».
Era aquel un tiempo duro, de carencias, atroz, en una tierra –como tantas otras de la España interior– agobiada por el nacionalcatolicismo, la pobreza dolorosa y el agobiante control social. El primer exilio, de carácter político, el de los vencidos que escapaban masivamente a las represalias de los vencedores de la guerra incivil, había dado paso al exilio social, la gran escapada de la postración, de un país exangüe, a Francia, Alemania, Suiza o Bélgica en trenes patera, o a las Américas, en barcas atestadas como los que arribaban a La Guaira, parecidas a las que hoy nos llegan desde el África profunda. Las personas aprovecharon la supresión del bloqueo internacional a España por su régimen totalitario para buscar en la próspera Europa oportunidades de vida y enviar dinero para sostener a las familias que dejaban atrás, para ayudar a esquivar los desastres de la guerra aún evidentes, los efectos nocivos de un modelo económico autárquico, intervencionista, de inspiración fascista, sostenido durante veinte años a machamartillo y que sólo producía hambre, desempleo, inflación y corrupción en un país sofocado por militares, la guardia civil, los falangistas, los tribunales castrenses y la Iglesia católica. Una diáspora extensiva dentro de España por el éxodo de gente desde la marginación rural en las dóciles y desamparadas tierras de la mitad sur –Andalucía, Extremadura, la Mancha o Murcia–, la España olvidada, hacía el norte indómito y levantisco –Cataluña o el País Vasco–, que el régimen franquista privilegiaba tratando de morigerar allí las pasiones y las ambiciones de su burguesía con desarrollo industrial, infraestructuras y servicios.
SALIENDO DEL TÚNEL
En 1959, tras veinte años de agobiante paz franquista, de quietud de cementerio, ya levantado el bloqueo internacional al que estuvo sometido nuestro país por culpa de su impresentable régimen, admitida finalmente España en la ONU, teledirigida por Estados Unidos por conveniencia geopolítica por nuestra ubicación estratégica en plena Guerra Fría, y arrinconada la aversión a Franco de Francia y Gran Bretaña, el generalísimo accedió a regañadientes y receloso, a cambiar el adverso modelo económico, siguiendo directrices del Fondo Monetario Internacional y persuadido por los tecnócratas del Opus Dei, a los que impulsaba Carrero Blanco, aquel almirante que sería asesinado en 1974 por la ETA cuando parecía llamado a convertirse, tras el fallecimiento del generalísimo, en el canciller de hierro de un rey de paja. Con un plan de ajustes, liberalizaciones, estabilización económica y saneamientos de las cuentas públicas –que causó en lo inmediato un tremendo shock–, España logró proyectarse del subdesarrollo a la condición de décima potencia económica mundial en el lapso de poco más de un lustro. Aquella España que se definía a sí misma como «una, grande y libre», «reserva espiritual de occidente», «martillo de herejes y comunistas», «luz de Trento», «cuna de san Ignacio» y «espada de Roma», por citar sólo algunas de las proclamas identitarias nacionales de la época, comenzó a respirar un aire fresco que removía la fetidez peninsular. El país de los uniformes, las sotanas, las camisas azules, el saludo nazi y el Cara al sol salía del túnel, tomaba impulso y despegaba a un ritmo de crecimiento del 7 % anual solo superado por Japón. La expansión era propulsada por la industrialización, la construcción civil, el comercio, el incipiente turismo y las remesas de los emigrantes (unos dos millones de personas), la expansión del crédito y la abundancia de dinero circulante. Aunque el reparto de la riqueza que brotaba no fue homogéneo. Persistió la iniquidad –e incluso se agudizó– entre el norte y el sur. Y el aparato represor, de adoctrinamiento y control social seguía intacto, con algunos cambios cosméticos de cara al exterior, como dar a un nuevo Tribunal de Orden Público civil las atribuciones de punir a la oposición que habían estado reservadas desde el final de la guerra a cortes militares, o dotar de mayor capacidad operativa a la brigada político-social de la policía represiva, sobre todo tras los primeros movimientos estudiantiles y de mineros en los 50 y primeros años 60, o promulgar un nueva ley, impulsada por el ambicioso reformador Manuel Fraga, que eliminó la censura previa y colocó la responsabilidad en editores y periodistas, sujetos a fuertes multas, duras condenas judiciales, cierres y secuestros de publicaciones.
Los Beatles vinieron, pues, al país del «milagro económico», donde había una mejoría significativa de las condiciones de vida, una bonanza que se inició calladamente en 1961 y llegaría a 1974, hasta la eclosión de la primera crisis del petróleo, coincidiendo prácticamente con la crisis de salud que llevaría al octogenario dictador a la tumba. Hubo a partir de entonces un imparable avance económico pero también se transformó el modo de vida y la gente adoptó una mentalidad abierta y tolerante. Cambios enormes en lo económico, lo social y lo cultural que revolucionaron la política y abonaron el camino para aquella transición a la democracia que sorprendió al mundo.
Los Beatles de la «pérfida Albión», aquellos melenudos, esos iconoclastas antisistema, representaban valores que nuestro régimen detestaba: la liberalidad, la modernidad, la libertad, la democracia, el sexo sin miedo ni pecado… Y eso que los Beatles eran entonces la cara amable del movimiento que sacudió al mundo en los sesenta.
Al sector más obtuso del régimen franquista y a los curas tenebrosos les inquietó, sin duda, la presencia de los Beatles. Pero los más inteligentes del régimen pensaron que vetar sus actuaciones nos habría dado todavía más mala prensa en el extranjero cuando se hacían esfuerzos denodados por colocar la consigna «Spain is different!» para atraer turismo y capitales, pero también para vencer los prejuicios que había sobre España, la percepción en el extranjero de país aislado, subdesarrollado y bárbaro, tierra de ignorantes, umbral de África, marcado por la dichosa «leyenda negra» forjada por anglosajones y holandeses, sobre todo.
En lo interno, al final de cuentas, ¿cuántos fans tenían los Beatles en España? ¿Cuántos discos vendían? ¿Cuánta gente disponía de un picó para escuchar su música? ¿Cuántos podía pagarse una entrada a conciertos? ¿Cuántos medios de comunicación podían escapar al rígido control del Ministerio de Información? ¿Cuántos entendían las letras en inglés? Pocos, muy pocos. Y esa poca gente ya estaba «contaminada», perdida. En lo interno, digo, el factor multiplicador del boca a boca de una prohibición sería más dañino que aquellas dos actuaciones y aumentaría la curiosidad por la banda y sus componentes. Entonces, pues, que los Beatles le dieran al Twist and Shout (el tuitansao, se decía). ¿Quiénes entendían aquel canto animando a una chica a moverse sensualmente, dejándose querer, entregándose al macho? Al final, los chicos de Liverpool cantaban –ruidosamente por cierto– al amor, a amores plenos, frustrados, enlutados, nostálgicos, a deseo promiscuos (uf), a huidas, a veces con algo de pesimismo y otras dejando volar la imaginación o glorificando el rock and roll.
Sin duda en aquel año 1965, el Año de los Beatles, marca un parteaguas en la historia española, una línea divisoria entre el franquismo y sus miserias, aquel régimen duro, cavernícola e inmovilista, para dar inicio a lo que llamaríamos una «dictablanda». Los Beatles, sin proponérselo, nos impulsaron a la modernidad; el Concilio Vaticano II, que acabó ese año, marcó el comienzo de la liquidación de la Iglesia oscurantista española; la entrada militar de EEUU en Vietnam desató, aquí y allá, el pacifismo y nos adoptamos al eslogan «haz el amor, no la guerra»; con la nueva ley de prensa de Fraga, puesta en vigor ese año, comenzamos a leer entre líneas verdades, otra realidad; un nuevo gobierno de Franco, el décimo de su era, produjo una cierta ilusión. Se configuraba una nueva generación deslumbrada por el cine, la música, la literatura extranjera, ansiosa de sucumbir a la modernidad, de olvidar las pendencias centenarias de sus padres, de darle la espalda de una vez por todos al siglo XIX que aún proyectaba sus conflictos; de moverse a sus anchas por Londres, París, Roma o Berlín. En definitiva aquella España taciturna, aprensiva, recién salida del atraso económico pero aún en subdesarrollo político, evolucionó a todo vapor al país moderno, democratizado, liberal, abierto y europeizado que en pocos años más asombrará al mundo. Es justo que reconozcamos que debemos a los Beatles y su música una parte de esa prodigiosa transformación.