Por las angostas callejuelas que van de Tirso de Molina hacia la plaza de San Andrés, en pleno centro de Madrid y llegando a La Latina, se encuentra el Museo de San Isidro y de los Orígenes. San Isidro es el patrono de la capital del Reino. Este lugar de antropología histórica y religiosidad, inaugurado en el año 2000 dentro de un edificio nuevo (el viejo palacio casi estaba en ruinas), conserva dos estancias del viejo que son tesoros: la capilla y un patio renacentista del siglo XVI
Sebastián de la Nuez
La zona es un batiburrillo de restaurantes y comercios de todo tipo. En estos días de finales de julio o principios de agosto hace un sol que raja las tejas, donde las haya. En este museo arqueológico y que, a la vez, le rinde culto a un ser humano ―con oficio de labrador― que la leyenda convirtió en santo milagroso, uno se entera de que los primigenios restos fósiles del homo sapiens madrileño no fueron, en realidad, encontrados por aquí sino en La Gavia. Datan de hace 400 mil años. La Gavia está a 18 kilómetros de distancia del centro de Madrid.
Pero, ¿a qué viene la mezcla? ¿Qué tienen que ver los primitivos habitantes de la meseta castellana, llegados desde África, con un señor que era labrador y muy buena persona (desde luego), de quien solo fue un siglo después de su desaparición, y a propósito de haberse encontrado su cadáver en excelente estado, cuando se comenzaron a tejer leyendas alrededor de él?
La prehistoria, la evolución de los trogloditas y la santificación de un labrador, todo en una sola propuesta.
Así, el Museo de los Orígenes y de San Isidro se divide en dos recorridos: uno por la prehistoria e historia de la ciudad, desde una impresionante colección de fósiles de animales extinguidos más la secuencia de la evolución de los modos de vida y el aprendizaje para domar la piedra, los metales y las fibras que marcan la inteligencia del hombre, hasta desembocar en los romanos y luego en el reino visigodo, llegando a la época en que la Corte se traslada a Madrid, ya bajo el reino de Castilla.
Luego, estancias y tesoros en torno a San Isidro. En una especie de cripta se halla un pozo cuya boca se pierda en las profundidades: hay un vidrio protector. Una historia acompaña al pozo y la relata Nicolás José de la Cruz en Vida de San Isidro Labrador (1790).
La casa que habitaban estaba próxima a San Andrés en la Morería vieja. Había en ella un pozo de agua, cuyo brocal era bastante bajo, y arrimándose un día María a él a alguna cosa que se le ofreció, hizo la criatura un movimiento repentino, y desprendiéndose de los brazos de su madre cayó en el pozo, cuya profundidad era mucha (…). Vino Isidro del campo bien descuidado de semejante tragedia; entró en su casa y halló a su mujer sumamente afligida (…). Pusiéronse uno y otro de rodillas junto al pozo pidiéndole a nuestro Señor que por su Santísima Madre les consolase en aquella aflicción y se dignase usar con ellos de su acostumbrada misericordia. ¡Cosa por cierto a todas luces rara! Conforme hacían oración iban las aguas del pozo creciendo y subiendo, hasta que llegaron a igualar con el brocal. Encima, en la superficie de ellas, subió el niño sentadito, vivo y risueño, dando golpes con las manecitas en el agua, y como jugando con aquel elemento que poco antes le había servido de vivo sepulcro.

A continuación se encuentra la capilla, construida en el sitio donde, según la tradición, vivieron San Isidro y Santa María de la Cabeza, en dos pequeñas habitaciones pertenecientes al palacio de su patrón (el gran señor para quien trabajaba Isidro), Iván de Vargas. La capilla fue posteriormente reformada en 1663 y después entre 1783-89, época de la que data, según la web del Museo, la decoración actual.

Al salir de la capilla, atravesando el pasillo, se accede al patio renacentista que en algún momento fue reconstruido. Allí espera al visitante una colección de figuras mitológicas de alabastro. No podía faltar el dios Cronos. Es un cuadrado no muy grande donde se concentra el sosiego, bueno para la reflexión sobre el carácter permanente de ciertas cosas de la vida, aquellas que logran abstraerse de lo vertiginoso actual y de la histeria comercial circundante. Exactamente: la vida puede hacer un alto, detenerse y mirar atrás sin angustias al constatar uno la permanencia de valores y enseñanzas universales, aun cuando venga todo ello envuelto en lo imaginario o, incluso, en supercherías.
Después del paseo por los antecedentes más remotos de la ciudad ―los enormes colmillos del elefante prehistórico de Orcasitas, el brazalete de oro de la Torrecilla, el mosaico romano de Carabanchel referido a las estaciones del tiempo―, los puntos clave son, desde luego, el pozo del Milagro, la capilla donde se guardan reliquias que atañen a san Isidro y este patio, adusto, acogedor y elegante.

En uno de los muros de la capilla, una cartela comienza con este párrafo: «A finales del siglo XII se compuso un manuscrito con la vida de un personaje llamado Isidro que probablemente vivió en el siglo anterior y cuyo cadáver fue encontrado en el cementerio de la parroquia de San Andrés, en extraordinario estado de conservación». Se halla muy cerca de esta preciosa reliquia relacionada con la figura de san Isidro Labrador, el Altar mayor de la Real Colegiata de san Isidro, en madera, por José Monasterio Riesco.

Es la maqueta, entonces, de un altar. Contiene esa propiedad de las obras preciosas que han sido inspiradas por una religiosidad que ha encontrado en el arte su mejor expresión, la más inspirada y delicada. La Belleza está en ella como si el autor hubiese querido acercarse a la Divinidad mediante su trabajo, y la Divinidad le hubiese respondido con el don de la Creación. Probablemente lo haya motivado la fe. A la fe y a la búsqueda de la perfección puede irse con las herramientas del ebanista, siempre y cuando a la fe acompañen genio y sentido del buen gusto. La historia del altar original, copiada a continuación de un documento en PDF del propio Museo San Isidro, es esta:
La Compañía de Jesús inauguró, en 1567, en la madrileña calle de Toledo, una pequeña capilla dedicada a San Pedro y San Pablo, a la que posteriormente se añadiría un colegio. El colegio y la capilla fueron ampliados en 1622. La nueva iglesia, ahora bajo la advocación de San Francisco Javier, era de una sola nave, con crucero y cúpula y capillas laterales. En el exterior, una amplia fachada de granito flanqueada por dos torres. Tras la expulsión de los jesuitas, en 1767, el templo fue destinado a acoger las reliquias de San Isidro y Santa María de la Cabeza. Las obras de adaptación fueron encargadas al arquitecto Ventura Rodríguez y se desarrollaron entre 1767 y 1769. La nueva iglesia, ahora Real Colegiata, fue dedicada a San Isidro. Esta maqueta, realizada tras la Guerra Civil, en 1942, recrea el altar mayor, luego de las reformas de Ventura Rodríguez, basándose en documentación gráfica ya que la iglesia fue destruida por un incendio en 1936. Las reformas no variaron, sin embargo, la estructura del altar y retablo primitivos, aunque sí sustituyeron los elementos decorativos.
Apenas a unos cien metros del Museo de los Orígenes y casa de San Isidro se encuentra el mercado de La Cebada, fantásticamente apetitoso. Esas calles son pura algazara, en estos días bajo una canícula feroz. La casa del santo, en cambio, es cosa freca y umbría; el visitante comienza el recorrido conociendo a unos africanos que se instalaron hace como 500 mil años (aunque en otra parte de la exposición se habla de 400 mil años) hacia el sur y, al final del recorrido; puede sentarse en un patio que estuvo a punto de desaparecer pero que a alguien se le ocurrió reconstruirlo. Un patio frente a una capilla con tesoros. La gente de este Museo también es un tesoro de amabilidad, por cierto.
Sebas: a ver si le puedes enviar este artículo a Checho, que está escribiendo un libro sobre sus años en Madrid.