Esta es una crónica sobre un lugar llamado Lechería: fue una aldea de pescadores en el oriente venezolano, un antiguo criadero de cabras, y pasó de eso a convertirse en la zona turística de mayor potencial en el norte del estado Anzoátegui, en Venezuela. Eran tiempos de Rafael Caldera. Pero esta es, igualmente, la semblanza de un hombre que podría guardar semejanzas con Cristóbal Colón: Daniel Camejo Octavio fue el cerebro y promotor tras la eclosión turística y residencial de Lechería. Fue, además de emprendedor y constructor ―desarrolló entre otras obras el Club Puerto Azul en el Litoral de Vargas―, campeón internacional de velerismo y eso que apenas vino a conocer el mar a los 17 años. Este texto recoge esencialmente la Venezuela que pudo haber sido, empujada por hombres talentosos y resueltos; pero en alguna parte erró y se entregó ciegamente a la estulticia militarista. El periodista margariteño Evaristo Marín ha rescatado de su memoria y de sus apuntes esta historia
Evaristo Marín / Fotos del archivo personal del autor
Daniel Camejo Octavio, el hombre a quien recordamos por los desarrollos turísticos que aportó a Venezuela, fue también un gran navegante: campeón internacional venezolano de velerismo, clase estrella, en cinco oportunidades. Camejo Octavio desafió muchas veces las grandes olas del Atlántico y de otros océanos. Era un personaje de novela en la vida real. Hasta edad muy avanzada hizo, a pura vela, desde el ibérico Puerto de Palos, la ruta del almirante Cristóbal Colón entre Europa y América. Un día amanecieron, él y su tripulación, en Macuro, después de cruzar el fuerte oleaje de la Boca de la Serpiente, entre Trinidad y la costa venezolana. Como Colón hace más de 500 años. Eso estuvo entre sus proezas marinas al timón de uno de sus dos grandes veleros.
Lo otro fue competir en las olimpiadas mundiales de velerismo.
A más de un siglo de su aparición en este planeta, Camejo Octavio también navega ahora en la historia. Su baja estatura y frágil complexión física ―pura apariencia, en verdad no era nada frágil― y su sencillez personal no proyectaban al gigante que siempre fue. Visualizó para el habitante de las tierras orientales venezolanas una manera de vivir mejor y en ella cabían la recreación y los deportes, el aprovechamiento del ocio en beneficio de la salud y del conocimiento humano. Tales fueron sus obsesiones.
El complejo turístico El Morro de Lechería ‒con sus treinta kilómetros de canales navegables‒, la red hotelera Conahotu y el club Puerto Azul están entre las obras que Camejo legó. Otra de sus iniciativas, el centro comercial Plaza Mayor, en servicio desde 1990, es hoy en día el principal atractivo arquitectónico para quienes llegan a Lechería de vacaciones playeras o por razones de negocios.

El mar fue su gran pasión. Hasta una edad muy venerable navegó a vela al timón de sus espectaculares embarcaciones deportivas. Su último velero, el Caribana, fabricado en aluminio en Florida (EEUU), fue por largo tiempo una suerte de flotante lugar de residencia que alternaba con su casa de Fort Lauderdale, hasta su fallecimiento en Estados Unidos, a los 94 años, en 2008. ¿De qué murió Camejo?, he preguntado. Esta es la respuesta:
‒Murió de viejo, se enfermó muy pocas veces. El mar siempre le dio mucha salud, mucha fortaleza.
Es lo que me ha dicho su hijo mayor, Daniel, conocido familiarmente como Danni Camejo. Su padre nació en Barquisimeto en marzo de 1914. Tenía 17 cuando su padre, médico, Pedro Camejo Acosta, lo invitó a un paseo hasta Puerto Cabello. Ese día vio por primera vez el mar. Desde entonces, los barcos fueron la gran pasión de su vida. En sus comienzos de ingeniero sanitarista, al servicio de la Dirección de Malariología, navegó en un pequeño bote de madera por el lago de Valencia. Luchaba contra el anófeles, el vector de la malaria. A ese primer bote lo bautizó con un nombre que no podía ser más apropiado. Lo llamó El Zancudo.
Ya Europa había pasado por las dos guerras mundiales cuando se hizo construir su primer gran velero, el Sargazo, en Holanda. Aquella era una poderosa embarcación de 45 pies de eslora, fabricada en hierro y dos mástiles, tipo Keth. Era 1961. Su hijo Daniel, quien aún vive para contarlo, recuerda que en medio del afán por navegar hacia las costas venezolanas cruzaron por el canal de La Mancha, en medio de un mar encrespado que en pocas horas se transformó en tormenta.
El Sargazo, con su nombre de mitología griega, se metía de proa entre las grandes olas y parecía que no iba a volver a flotar. Cuando madrugaba, entre los rugidos de aquel mar embravecido buscaron refugio en el primer puerto que localizaron en la costa francesa. Ellos, y los otros tres experimentados tripulantes de la embarcación, amanecieron bañados, en medio de un frío insoportable y sin café. Todo lo había enchumbado el oleaje.
Lo vi, a sus casi 80 años para entonces, saltar como un muchacho desde el muelle de la marina Américo Vespucio hasta la cubierta del Caribana, su velero azul muy oscuro de 90 pies y confortable casco de aluminio, dotado de los más avanzados instrumentos de navegación y comunicación por satélite. Muy tempranera era su costumbre de desayunar lo más frugalmente posible, luego revisaba y contestaba su correo electrónico: desde alta mar. Prefería su camarote al más confortable de los cuartos del mejor hotel. Nunca en las despensas faltaban los buenos vinos y todo lo necesario para comer a bordo como en el mejor restaurant de Nueva York o París.
Me arrepiento de haber desperdiciado la oportunidad que nos ofreciera, en mi época de corresponsal de El Nacional, de navegar con su velero hacia las islas granadinas. Me decía:
‒Eso está a muy pocas millas, apenas a un día de Carúpano. Esas pequeñas islas no tienen petróleo pero sí un turismo altamente desarrollado. Producen gran parte de lo que consumen y se esmeran en atender y ofrecer comodidad al vacacionista. Los navegantes somos reyes. La seguridad es una de sus altas prioridades.
Augusto Hernández, el fotógrafo, y este cronista, siempre le estuvimos dando largas a esa invitación. ¡Oportunidades que no se aprovechan! Forman parte de un inventario de pérdidas del cual nos arrepentimos, a veces, demasiado tarde.

Corría 1967. Solo un gran apasionado de la grandeza, como efectivamente lo era Daniel Camejo Octavio, podía convencer a gobiernos habitualmente cautelosos sobre la riqueza que pueden dar las inversiones en obras recreativas. Proponía transformar una insalubre salina en un complejo hotelero y residencial, con 30 canales navegables.
Eso era lo que visualizaba para darle un mejor destino a la salineta de Lechería, hasta ese momento, solo un pedazo de tierra insalubre colindante con otra salina, la del Paraíso de Puerto La Cruz, para la época ya bastante invadida por destartalados ranchos en lo que se puede definir como una especie de Petare playero. De las lluvias y el fangal, se extraía en ambas una sal no apta para consumo humano.
Hasta entonces, esa salineta de Lechería era famosa por los vendavales y un pegajoso salitre que se metía molestosamente por todas partes en las casas, durante los largos meses del verano costero. Cuando Daniel Camejo hablaba, con sus primeras maquetas, de grandes canales navegables, bosques y muchos jardines donde solo había algunos cardonales y tunas bien espinosas, muchos reaccionaban incrédulos.
No faltaron los que parecían pensar que ese paraíso de hoteles espectaculares y funiculares trasladando a los vacacionistas hacia la playa ‒desde las partes altas de El Morro‒ solo parecía existir en la mente de aquel barquisimetano, quizás afiebrado por lo que había visto en los canales de tierra ganada al mar en Holanda o Florida. En el proyecto se planteaba, incluso, convertir la zona cercana a la desembocadura del Neverí en un gran puerto pesquero. Para allá se llevaron a los pescadores que ofertaban, a muy bajo precio, el pescado en sus botes en lo que ahora llaman Playa Lido y Los Canales, pero ni casas ni muelles apropiados formaron parte de la mudanza. En vez de casas, debieron convertir el lugar en inhóspita ranchería.
En aquellos años 60 avanzaba la etapa final del mandato del presidente Raúl Leoni. Camejo siempre daba prioridad a la autoridad local (es decir, al concejo municipal) para la promoción de proyectos que tuvieran que ver con el desarrollo regional. Eso hizo en Barcelona. El gobernador de la época, Rafael Antonio Fernández Padilla, acogió la idea de crear la C.A. Zona Turística de Oriente (Caztor) como empresa promotora. Camejo anunció que, de haber financiamiento, podía interesar a un grupo de los mejores expertos nacionales e internacionales para cada uno de los principales aspectos que integraban el futuro complejo turístico.
En ese sentido se logró la incorporación de ciertos expertos en ingeniería náutica al equipo inicial del proyecto. Por ejemplo, para garantizar la mejor circulación de entrada y salida del agua del mar (en los treinta kilómetros de canales navegables previstos para El Morro) se contactó al profesor Sorensen, de Dinamarca, considerado la máxima autoridad en hidráulica a nivel mundial; en paisajismo, el seleccionado fue Edward Stone, arquitecto de renombre internacional con sede en Florida. De esa manera, se garantizaba una provechosa utilización de todos los espacios para el proyecto de El Morro, 800 hectáreas de salinas urbanizables y aproximadamente 110 hectáreas en toda la zona alta del cerro. El complejo estaría integrado por dos sectores muy bien determinados: uno, el área de salinas de Lechería y, el otro, integrado geográficamente entre Playa Mansa y Playa Cangrejo por un istmo de grandes arenales y el cerro El Morro.
Claro, el proyecto Camejo podía desarrollarse en otra parte del país (en Barlovento, en Falcón, en Margarita); el aval de aquel proyectista no era para despreciarlo. Camejo Octavio había sido impulsor de la red hotelera Conahotu, la cual comenzó a sembrar de estupendos hoteles al país en la época de la dictadura militar del general Marcos Pérez Jiménez: Bella Vista de Porlamar, Prado Río en Mérida, Maracay, Alto Llano de Barinas, Ureña del Táchira: símbolos de atracción en un país que despertaba al turismo internacional. En realidad, esos hoteles no dependían, en gran proporción, de vacacionistas extranjeros, pero estos comenzaron a contar con buenos hoteles en Venezuela. El poder adquisitivo del venezolano, en esa época, era uno de los más altos de América. Los hoteles de la red Conahotu se llenaban con los venezolanos deseosos de conocer su propio país. No necesitaban boleto aéreo. Comprar un carro importado era algo muy fácil, a bajo precio y a largo plazo de pago, en un país de moneda fuerte. Los venezolanos pagaban Bs. 3,35 por un dólar y estos se conseguían a libre cambio en cualquier banco. Bastaba firmar una simple planilla.
Camejo había sido, también, fundador del Club Puerto Azul, de Naiguatá, en La Guaira. Seis mil familias afiliadas tenían allí, con exclusividad, tres altas edificaciones con alojamiento para socios, familiares e invitados; una marina deportiva y dos playas, una de mar abierto y otra protegida con un gran espigón. El lector debe imaginar algo así como una piscina con agua de mar, en medio del oceánico oleaje litoralense.
Como era de esperarse, dos años después, en 1969, en los comienzos del primer gobierno de Rafael Caldera, Camejo fue llamado por Caztor para ser informado de que se aceptaba sin modificación la proposición original. Un golpe de suerte para Camejo y el proyecto El Morro: Caldera y Camejo habían compartido aulas en el colegio La Salle de Barquisimeto. «Yo jugué béisbol con Caldera en La Salle de Barquisimeto», decía, ufano, el ingeniero y arquitecto. El futuro del proyecto parecía asegurado. Un hombre de gran confianza del presidente, Alberto Silva Guillén, fue puesto al mando de Caztor. El turismo comenzó a ser un factor para el desarrollo regional. Silva Guillén y Freddy Mogna, en distintas época, aportaron su experiencia en la conducción del proyecto, siempre bajo la égida de Camejo. En Puerto La Cruz, un grupo de concejales (Carlos Lárez, Rafael Bellorín, Baltazar Gimón Ron, todos ellos con éxito gerencial en sus actividades privadas) acometió como obra municipal la construcción de un hotel. Desde la época del ya desaparecido hotel Polo Norte, esa comenzó a ser una exigencia. En la orilla de playa del paseo Colón surgía con su maravillosa estructura piramidal el futuro hotel Meliá Puerto La Cruz.
Camejo no estaba equivocado. Había previsto el futuro; había entusiasmado a factores gubernamentales y privados. Con el complejo turístico El Morro en su magnitud arquitectónica y urbanística, la vida regional cambió. El aeropuerto, los servicios de electricidad, vialidad y marítimos, comenzaron a recibir inversiones para ampliaciones que se abrían hacia un mejor porvenir. La crisis habitacional convirtió las áreas vacacionales en zonas residenciales fijas. Eso no se pudo evitar. No necesitaban obsequiarle apartamentos a Elizabeth Taylor y otras celebridades del cine para hacer famoso en el mundo este complejo hotelero y residencial de Lechería. Eran muchas las familias que optaban por El Morro, al pensar en sus inversiones inmobiliarias. Lechería, de una aldea de pescadores y antiguo criadero de cabras, pasó a ser la zona turística de mayor potencial en el norte de Anzoátegui, Venezuela. Al hombre que hizo posible ese desarrollo lo recordamos hoy como merece, con admiración y emoción, cuando lo vemos metido de lleno, navegando en el velero de la historia. A veces las olas son colosales, pero ninguna tormenta es interminable.
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