A 47 años de la mayor tragedia de aviones de la Historia

Los Rodeos es una zona entre lo rural y lo urbano a las afueras de La Laguna, una ciudad universitaria de ambiente lluvioso en la isla de Tenerife. No hay vestigios del infierno de aquel domingo 27 de marzo de 1977, cuando dos aviones Jumbo chocaron en tierra dejando un saldo de 583 fallecidos. Pero ciertas huellas invisibles sí han quedado en el ambiente, en la actitud o las reacciones de algunas gentes del lugar que vivieron aquello desde un primer plano. Esta entrada del blog es una versión sintetizada y corregida de un reportaje que apareció originalmente en el portal colombiano Relatto, en enero de 2022

Sebastián de la Nuez

Estas cosas, mientras más se entierren, tanto mejor. O tal vez no. Tal vez haya que recordarlas en alguna efeméride: acaso encierren lecciones todavía válidas, ¿no? Este pedazo de isla canaria un poco agreste pero fértil llamado Los Rodeos tiene un triste lugar en los anales de las catástrofes de la humanidad. Aquí ocurrió algo que dejó una profunda herida en familias de diferentes nacionalidades; pero también en la propia tierra que fue su escenario. Las cicatrices de un trauma no se borran fácilmente.

Antes, todo esto que alcanza la vista―apacible, sereno, lento― fue antaño campos de trigo y por allá, pasando aquella estrecha carretera secundaria, se daba el chocho con el cual también se hace gofio. Por aquí, en estos predios al norte de Tenerife donde verdean los pinos, hubo viñas y se daban con generosidad la papa y la cebada. Cuando se recogió material para esta nota, en 2018, había dos fincas con vacas dado leche como cualquier vaca en cualquier sitio del mundo.

Pero este no es cualquier sitio del mundo. Las vacas dan leche mientras aviones repletos de turistas bajan y suben a cien o doscientos metros de distancia, a veces puede olerse el aceite de sus motores. Los aparatos corretean por la pista al borde de Finca del Pino donde pastan, ajenas al ruido, las quinientas reses de don Jesús. Los lugareños más viejos recuerdan cuando podían cruzar la pista del aeropuerto arreando ovejas y cabras.

El aeródromo Los Rodeos se llama, de un tiempo a esta parte, Tenerife Norte por un intento de promover desmemoria. Es una marca un tanto desgraciada. La tragedia del 27 de marzo de 1977 todo el mundo la recuerda, dentro y fuera de Tenerife. Eso no se puede borrar cambiando nombres. Cada vez que se instala la panza de burro (masa de niebla que les recuerda a los lugareños, por su tonalidad parda, exactamente eso: la panza de un burro) sobre el asfalto puede que algunos vecinos se santigüen, los mayores. El recuerdo pesa y en la sombra ha quedado algún héroe anónimo.


Aquel domingo casi a las 5:00 pm un Boeing 747 de KLM correteó por la pista de despegue y chocó —apenas se había elevado— contra otro Boeing 747 de Pan American que había recibido orden de abandonar la vía por una salida imposible. El recuerdo pesa y en sus sombras han quedado nombres como el de Tito Viera, un profesional de chapa y pintura que se ha venido a menos con la edad y, acaso, con el alcohol. Dicen que vive en un viejo tráiler en la playa de Las Teresitas. De Tito dicen, además, que se atrevió a meterse en el avión de Pan American siniestrado mientras los demás ‒quienes llegaban a socorrer a los sobrevivientes desparramados por la pista‒ le gritaban que el aparato podía estallar en cualquier momento. No les hizo caso. Se metió por el boquete varias veces como alma que lleva el Diablo y al rato reaparecía con alguien a rastras. El aparato no llegó a explotar. Quedó yaciendo de barriga en el suelo, destrozado, lanzando llamaradas como últimos suspiros.

El otro sí había estallado en el acto. Es fácil acceder al documental de National Geographic en YouTube que narra los 8 minutos que precedieron al choque del 27 de marzo de 1977: la aglomeración de aviones, varios errores humanos más la panza de burro conformaron la cadena de las circunstancias fatales. En el vídeo, expertos explican a cámara lo ocurrido y algunos sobrevivientes del aparato de Pan American ‒del de KLM no quedó nadie con vida‒  ofrecen su dramático testimonio personal. Sí entrevistan a una mujer del 747 de KLM que se salvó porque decidió quedarse en Tenerife y no seguir a Gando, aeropuerto de Gran Canaria que era realmente el destino del avión.

Lo que no entrega el documental, porque sería imposible, es esta atmósfera de Los Rodeos de hoy. El paisaje plano conserva algo siniestro. Un cuatrimotor desmantelado, tirado sobre un terraplén lindante con el camino de La Villa, semeja un cadáver de hojalata, abandonado a su suerte allí en medio. Cerca, una construcción a medio terminar o a medio  destruir, en todo caso un cascarón con varios ojos cuadrados, vaciados, que alguien debió haber proyectado sobre un plano como ventanas. El cuatrimotor medio fantasmal tiene su razón práctica: allí los bomberos entrenan para salvar vidas en el hipotético caso de un accidente.

La niebla cotidiana sigue siendo una amenaza, por mucho que haya progresado la tecnología de la aeronavegación. Todo produce inquietud cuando los motores a reacción o de hélice, tan cercanos, son exigidos a su máxima potencia al ir a despegar. Viene un hombre mayor caminando por el camino de La Villa, un periodista le pide sus recuerdos de la época y contesta:

‒¿Para qué volver a escarbar en la mierda?


El dueño del taller mecánico de más abajo, situado casi directamente frente a la zona donde quedó el Jumbo de Pan American, nunca ha sido interrogado por periodista alguno. Kiko y su impoluto taller ATK dedicado a las marcas Renault y Dacia. Sí está dispuesto a recordar. Ha guardado su experiencia todos estos años. Recuerda perfectamente a las dos primeras víctimas que socorrió, una pareja. Acaso les salvó la vida. Se acuerda de sus brazos inverosímilmente blancos, tan blancos como el panel que usted ve ahí, periodista. Se los llevó en un Volvo, un sedán cuatro puertas largo y azul, propiedad de un médico amigo suyo que en ese momento se encontraba en la península. Le estaba haciendo una revisión. Kiko es mecánico de toda la vida.

―Estaba limpiando el coche. Vivía al lado [señala una casa pintada de verde de dos plantas, muy bien conservada] con mis padres. No recuerdo si la calle estaba asfaltada o no. Era domingo, se oyeron dos estampidos tremendos. Cuando escuché eso, sabiendo que había acceso para llegar a la pista, me fui en el Volvo hasta el final del camino de La Villa, a mano izquierda. Ahí quedó el primer avión. Era muy fácil llegar porque no estaba vallado como sí lo está hoy.

Kiko señala el lugar del siniestro. El asfaltado de las vías, después de todos estos años, no han cambiado gran cosa. / Foto tomada en julio de 2018.

Lo primero que vio fueron butacas esparcidas sobre la pista, volcadas; pedazos de fuselaje, gente tirada sobre el piso. Ayudó al matrimonio, o lo que fuera, metiéndolos como pudo en el Volvo 144. En el trayecto, el hombre miraba por la ventanilla. Vio la indicación HOSPITAL con una flecha. A partir de entonces no hacía sino repetir una y otra vez «hospital, hospital». Kiko le contestaba «tranquilo, tranquilo, no problema». Se tardaba muy poco en llegar porque no había ni la masa de coche ni las bifurcaciones o rotondas de hoy. Era el Hospital General de La Laguna.

―Y cuando llegué a urgencias, ¡imagínese el olor a carne quemada dentro del coche!

Al bajarse, advirtió a los camilleros del avión que había explotado, les dijo que había un montón de gente regada por todas partes (creía que se trataba de un solo aparato) y le pidieron, entonces, que desviara a los heridos hacia otros centros.

Antes de él llegar, en ese hospital no habían recibido a nadie.

Kiko fue el primero en entregarles quemados. Al volver al aeropuerto, la densidad de la niebla lo impresionó; recogió a otras tres personas. Ni la Guardia Civil ni los bomberos habían llegado: estaban en el otro avión, como a 600 metros o un kilómetro de distancia. El de Pan American fue el que quedó más cercano al vecindario. No era posible llegar con el coche a la pista misma porque había un terraplén en declive (la pista está a mayor altura que sus alrededores). Por el sitio del siniestro todavía hoy puede verse una granja abandonada: allí la carretera da una curva. Al menos veinte o treinta personas del vecindario se acercaron a brindar auxilio al principio, pero Kiko insiste en que el único vehículo que había era su Volvo. Las tres personas que llevó en el segundo viaje fueron mujeres. Las vio quejándose, arrodilladas, muy nerviosas. Se dirigió al mismo hospital y cuando regresó para hacer un tercer viaje con heridos, la Guardia Civil ya no lo dejó pasar. Habían acordonado la zona.

Por esa zona, un poco más hacia el norte, de donde está ―debe seguir estando― el taller de Kiko, había otro caballero que venía caminando. Dijo su nombre: Pablo Pérez. Caminar por el  borde de la carretera de La Villa es peligroso. No hay espacio sino para los autos. Pablo, nacido en el 52, recuerda como si hubiese sido esta mañana el resplandor y el olor a carne humana quemada durante una semana con sus noches. Pablo siempre ha trabajado en la finca familiar, no tiene ni estudios ni profesión sino la de granjero. Desde que tiene uso de razón recuerda los aviones cerca. Siempre ha corrido la leyenda del papelito y el ingeniero encargado desde las alturas gubernamentales: tiró un papelito en forma de flecha que cayó en este lugar del mapa extendido ante sí. Así fue ―dicen― como decidieron hacer el aeropuerto en Los Rodeos aun cuando la zona no fuera la más idónea.

Dice Pablo que la niebla ese día, 27 de marzo de 1977, era tremenda y que al poco rato, luego del resplandor, se dio cuenta de que la gente andaba gritando de un lado a otro como loca. Sobre todo, un trabajador de Iberia a quien llamaban Manolo el Espantao. Así lo contó Pablo:

―Recogió la pata de un muerto sobre la pista y empezó a correr con ella a campo traviesa, vociferando (…). Yo estuve en mi casa sin dormir por lo menos cuatro o cinco días, por el olor de la carne quemada. Al principio se pensaba que era un solo avión. Los bomberos fueron a apagar el primero y al rato se dieron cuenta de que faltaba el segundo.

Incluso en la torre de control no supieron, sino hasta pasado un buen rato, que habían sido dos tragedias y no una sola. Desde temprano hubo, ese día, una fila de aviones sobre la pista a la espera del permiso de despegue. Se escuchaba el ronroneo continuo de aterrizajes y despegues. No era lo usual. A partir de las doce de la mañana se aposentó la panza de burro sobre la pista. Fue un factor en la catástrofe, desde luego. Otro factor tiene nombre y apellidos y fue cliente de Kiko porque le reparaba su furgoneta Volkswagen Combi al líder independentista Antonio de León Cubillo Ferreira, un individuo que montó su tinglado desde Argel, con un brazo terrorista y ramificaciones en Venezuela: MPAIAC o Movimiento por la Autodeterminación e Independencia del Archipiélago Canario. Todavía hay pintas que proclaman la independencia de Canarias en los muros de Santa Cruz de Tenerife.

Aquel movimiento puso lo suyo para que sucediera lo que sucedió. La catástrofe determinó el desprestigio absoluto del MPAIAC, si es que antes había tenido alguno.  Esa marca desapareció con la Transición y el atentado que le hicieron a Cubillo, que no lo mató pero lo dejó parapléjico.

El MPAIAC puso la mesa para que los demás elementos de la tragedia despegaran con  viento a favor. Fue un minúsculo acto terrorista en Gando pero provocó la muerte de 583 personas: aquel domingo se había advertido de la colocación de un artefacto explosivo en el aeropuerto de Gran Canaria. No era, en realidad, más que un petardo que hirió levemente a una mujer. Pero la alarma bastó para que se ordenara el desvío de todos los aviones que se dirigían ese día hacia la isla hermana.

Las oficinas de AENA en Los Rodeos, al menos el día en que fue levantada la información para esta nota, no contaban con guardia o vigilancia: ninguna prevención ante un intruso.

En efecto: cero prevención. AENA es la autoridad española de los aeropuertos. El hecho es que un periodista entró a las instalaciones ‒julio de 2018 en día laborable‒, tomó fotos, se paseo por delante de las oficinas que debían de guardar información delicada. Era mediodía. El intruso recorre la planta baja y sube al primer piso. Apenas un par de caballeros bajaban pero no repararon en el desconocido o no les importó en absoluto. El desconocido se pasea por un corredor con oficinas a ambos lados; a través de las puertas entornadas podían observarse los escritorios con sus computadoras en modo stand by entre carpetas y papeles como esperando el regreso de sus responsables. Cualquier persona podría haber hecho el mismo paseo. Para 2018, Los Rodeos es un aeropuerto que ronda los cinco millones de pasajeros al año; es uno de los primeros en volumen de España. En todo caso, una de las oficinas sí estaba habitada por un joven de corbata y camisa arremangada sentado tras su escritorio: Ángel Cristo Pimentel Luis, jefe de Operaciones y Seguridad del aeropuerto. No había que tocar a su puerta, solo entrar. Pero él se mostró abierto y amable. Sin embargo, en cuanto supo qué motivaba esta visita intempestiva, comenzó a hablar pestes del periodismo amarillista.

―Le ha hecho mucho daño al aeropuerto, sabe usted. Hace algún tiempo una cadena peninsular mandó a un equipo para cubrir los alaridos de una niña fantasmal que se escuchaban, según rumores, en la caseta de un guardia. Una patraña, desde luego.

El ingeniero Pimentel Luis explicó los adelantos en materia de seguridad. Se tomó la molestia de dar detalles. Canarias es el segundo destino más importante, desde el punto de vista turístico, de España después de Baleares.

Sobre el problema de la panza de burro dijo que la tecnología, a estas alturas, permite que solo uno de cada mil vuelos sean desviados de este aeropuerto hacia el Reina Sofía, en el sur de la isla, que se encuentra a nivel del mar.

Fue precisamente en 2018 cuando se retiró el último de los empleados que trabajaba en Los Rodeos al momento de la tragedia. No fue posible ubicarlo para entrevistarlo.


Monumento de Mesa Mota. Enfrente, abajo, lejos, el aeropuerto de Los Rodeos.

Cuando se inauguró el Monumento Conmemorativo Internacional ‒así dice la placa respectiva‒ el 27 de marzo de 2007, llegaron muchos periodistas y se rindió homenaje a las víctimas. Hubo palabras de admiración y elogio para los bomberos que estuvieron a la hora señalada en el lugar donde era peligroso estar. El monumento es una escalera de caracol en hierro que parece dirigirse al cielo desde Mesa Mota, lugar apartado, en una colina, lleno de pinos y donde también hay un parador turístico.

Desde Mesa Mota se ve la pista del aeropuerto allá abajo, allá lejos, nítida y en completo sosiego ya que el cielo hoy está despejado. Mesa Mota parece dar sosegado cobijo a quienes buscan serenidad y reflexión. Al mismo tiempo, algo en el ambiente resulta triste y quizás tenga relación con el sonido silbante del viento entre los pinos. Al final resulta, en su conjunto, un mirador apacible y sobrecogedor a la vez.

También se dice que el único que, vista la Historia, ha pudo ganar algo con el choque de los 747 es Hipólito, dueño de la funeraria homónima en La Laguna. Se dispuso un hangar repleto de cajas de madera cuya foto, en los medios locales, resultó impresionante y puso a los lectores a llorar. Adivinen quién fabricó y proporcionó los féretros. Hipólito, que estaba cerca y sabía dónde conseguir material en abundancia para suplir el pedido a tiempo y según las normas del ramo. Cobró, como es lógico. El negocio de Hipólito prosperó de la noche a la mañana, se hizo millonario con el accidente o al menos eso dicen todavía los que pueden recordarlo. Otros se molestan ante la presencia de algún periodista merodeando por el camino La Villa. Por otra parte,  Tito Viera, el héroe que entró al aparato que iba a estallar de un momento a otro y salvó vidas, nunca fue mencionada en ninguna crónica. Puede que sea un invento, otra leyenda urbana, acaso no más que un borrachín menesteroso que antes fue profesional destacado de chapa y pintura pero se inventó eso y lo puso a rodar. Que se sepa, no fue nombrado en el acto de inauguración del monumento de Mesa Mota.