Juan Ramón Gómez-Pamo Guerra del Río lleva 33 años de bibliotecario en el Museo Canario, nadando cada día a partir de las 9:00 am en un océano tibio hecho de vidas en pretérito, muebles rancios, materiales de papel y cartón que conservan el aroma de los tiempos idos. A él, en lo personal, le gustan las historias de piratas. He aquí una entrevista con el historiador del arte vestido de médico que habla como consigo mismo cuando conversa. Es cierto, para ser bibliotecario hoy en día hay que seguir siendo (al menos un poco) el niño asombrado por el pasado que leía a Rumeu de Armas. Y, al mismo tiempo, un profesional que no pierde de vista las posibilidades que ofrece la tecnología pero tampoco las amenazas que encierra
Sebastián de la Nuez
Durante el periodo escolar, casi todos los días, hay visitas de grupos de chicos y chicas al Museo Canario. Esta práctica se ha acentuado en los últimos años. Un día cualquiera de marzo, a mediodía, hay que esperar un poco para entrar mientras varias maestras o guías, en el hall de acceso, imponen orden poco a poco y dividen a los colegiales en dos o tres grupos. No es tan fácil como parece. Puede que haya cierta emoción en el ambiente ante la inminencia de un paseo a los orígenes ignotos de esta tierra donde han nacido.
El Museo Canario, en pleno barrio de Vegueta, es una referencia importante. Se creó en un momento en que Las Palmas no era capital provincial: al no serlo, no tenía derecho a Universidad ni a biblioteca pública. Ni a museos ni a salas de conciertos. El Estado español daba recursos en esos rubros solo para las capitales de provincia. De modo que una iniciativa como la del Museo era algo que la sociedad civil debía emprender por propia cuenta. Igual un colegio para que los niños se prepararan para ir al instituto, que estaba en Tenerife (que sí era capital de provincia) y no en Las Palmas.
Así surgió este Museo Canario como una sociedad, aunque nunca fue propiamente museo sino un centro de estudios en toda regla. Se llamó así, Museo Canario, desde el principio, proponiéndose coleccionar elementos materiales de la cultura anterior a la Conquista; al mismo tiempo, se desarrolló una biblioteca no solo con libros sino con manuscritos y otros materiales. Se hacían copias de manuscritos del siglo XIX que estaban en otros lugares. Un centro de documentación con ambiciones.
Al principio estaba alojado en el ayuntamiento, en la plaza Santa Ana. La gente decía «El Museo» y todo el mundo sabía a qué se refería. No había otros museos en la ciudad, a este se le consideraba eso, el museo de la ciudad. De hecho, el ayuntamiento se comprometió a protegerlo y fortalecerlo. En fin, en una isla que no era considerada capital de provincia, hacía las funciones de todo. Luego, cuando se hace la división provincial en 1927, se abre un instituto y comienzan a proyectarse o fundarse una serie de instituciones que antes no las había.
Todo esto lo explica Gómez-Pamo, pero también puede encontrarse en la página web de esta institución.
―¿Y su popularidad se ha extendido?
―En otras islas es conocido. Sobre todo es apreciado en quienes se han dedicado a las Humanidades; antropólogos, arqueólogos, historiadores. Catedráticos y estudiantes de la Universidad de La Laguna que buscan materiales sobre temas locales. Como dijo Juan Rodríguez Doreste, «el Museo está ligado a la identidad canaria». Además, el discurso expositivo se entiende, es muy sencillo. El servicio de hemeroteca también es muy solicitado ya que hay periódicos que solo están aquí
―¿En lo personal qué le gusta leer a usted, o qué le ha gustado siempre?
―Siempre me ha gustado la Historia; de joven venía aquí a buscar libros que no se podían encontrar en otro sitio.
―De niño venía. ¿Influencia de sus padres?
―Mi abuelo era socio. Tenía muchos libros de Literatura y de Historia. Mi abuelo se llamaba Juan Guerra del Río. Y yo, los primeros libros que leí, fue en su casa, y lo que él no tenía lo venía a leer aquí. Por ejemplo, las Piraterías de Rumeu [Piraterías y ataques navales contra las islas Canarias, de Antonio Rumeu de Armas, dos tomos]: si no venía aquí no los podía leer. No se hizo una edición sino después, en los años noventa. A mí me interesaba mucho la genealogía y los clásicos de la genealogía canaria estaban aquí también. Estudiaba relativamente cerca, en los jesuitas, así que a la salida me venía para acá. Y sí, de niño a veces vine con mi abuelo acompañándolo a algún acto. Él nació en Cádiz pero la familia era de aquí. Vivía por Bravo Murillo.
―Tengo entendido que usted es muy conocedor de la heráldica.
―Lo que pasa es que yo estudié Historia y mi especialidad es la Historia del Arte. Como a mí me interesa mucho el tema de la genealogía, me sugirieron que revisara las lápidas en las iglesias, que suele haberlas. Algunas de esas lápidas tienen elementos heráldicos. A partir de allí me interesaron mucho esas inscripciones. Una vez que empecé a trabajar aquí, resultó más como entretenimiento que una cosa profesional. Si me hubiera dedicado a la enseñanza universitaria hubiera tenido que profundizar en eso.
―¿Nunca ha sido profesor?
―He sido profesor solo de colegio, de jovencito. Después de terminar la carrera me seguían llamando para los cursos de verano, esos cursos para reforzar la enseñanza de los niños… pero luego ya me dediqué a esto.
En el Museo hay un presidente, un director y luego un especialista en Arqueología y otro en Documentación. Por supuesto, hay más personal, como un archivista que se convierte en el mejor aliado de los neófitos a la hora de investigar o la encargada de atender las visitas de grupos colegiales y no colegiales. También está la hemeroteca y quienes allí atienden al público. Hay periódicos que solo se pueden consultar aquí. La biblioteca siempre está abierta a quien desee consultar o indagar o simplemente leer.
EL PALEÓGRAFO ARTILES
―¿Cuál es la curiosidad que le despertó Jenaro Artiles?
―Sabía que existía porque es un hombre que está presente en la cultura de Canarias y nada más llegar aquí vi un libro que se llamaba La Habana de Velásquez. Me llamó la atención el hecho de que estuviese involucrado el nombre de Velásquez, no entendía.
Luego, Gómez-Pamo cayó en cuenta de que Diego de Velásquez de Cuéllar había sido enviado por los reyes a fundar las primeras ciudades del Caribe [nada que ver con el pintor, quien nacería en 1599, mientras que San Cristóbal de La Habana fue fundada en 1514]. Jenaro Artiles, un grancanario, se había exiliado en Cuba tras la Guerra Civil, y allá no había paleógrafos. Él lo era, y de los mejores. Por otra parte, en la ciudad antillana se conservaban, como en ninguna otra ciudad fundada por españoles en América, los protocolos antiguos y las actas del antiguo cabildo. Todo eso estaba, pero no había quién lo leyera. Fue el primer paleógrafo de Cuba y enseñó a otros esa ciencia.
Al entrar en contacto con profesores de la Universidad de San Gerónimo, de La Habana, con motivo de los 500 años (1514-2014) de la fundación de la capital de Cuba, surgió la idea de hacer una nueva edición de La Habana de Velásquez, el libro de Artiles, en edición enriquecida. El hijo de Jenaro, Frank, había traído tres cajas con materiales del padre al Museo Canario: allí estaba, por ejemplo, una semblanza hecha por la viuda de Jenaro que fue esencial para reconstruir el periplo vital del personaje. Frank tuvo la suficiente visión como para llevar al sitio adecuado ese tesoro de la memoria familiar.
Quedaron muy contentos con el libro y lo hiciieron llegar a La Habana. Después de eso, Gómez-Pamo visitó por primera vez América. Visitó La Habana, estuvo en la Universidad de San Gerónimo.
―Hoy en día, con la tecnología tan desarrollada, ¿para qué le sirve la memoria a los pueblos?
―La memoria, como cualquier tipo de actividad intelectual, sirve a los pueblos para sobrevivir. Le sirve al hombre personalmente y a las comunidades. Si no, nos convertimos en robots. Todo lo que sea alimentar el espíritu, como se decía antiguamente, o incluso realizar actividades meramente lucrativas (que también hay que hacerlo, por supuesto), es como una buena alimentación, nos da defensas, nos protege. Aquí he visto a profesionales que en su vida más activa han sido economistas, médicos, etcétera, pero en su jubilación quieren dedicarse a actividades humanísticas, artísticas, y es cuando veo que empiezan a disfrutar de la vida en realidad.
―Antes nombró la profesión u oficio del copista. Ese oficio ya desapareció. Usted es bibliotecario, ¿no se quedará sin trabajo un día de estos?
―[Ríe] Bien, las cosas han cambiado desde que yo empecé. Ahora ese nombre, bibliotecario, es posible que haya quedado un poco anticuado, pero siempre debe haber un intermediario entre la información acumulada, conservada, reproducida, y el usuario. La gente viene y consulta, pero hay que hacer un pequeño trabajo para poner el material a su disposición. El hecho de que existan catálogos en internet quiere decir que hay personas que se ocupan de que se puedan consultar, es decir, alguien que sabe administrarlos con ciertos criterios para que el usuario efectivamente encuentre lo que necesita.
―Hay que saber ubicar el libro, resumirlo o indexar ese documento.
―Exactamente y no todo el mundo sabrá localizarlo. En cualquier empresa o institución necesitas un personal que busque información y la procese, la seleccione y la elabore… Claro, eso no es exactamente un bibliotecario pero está relacionado. Y de nada sirve que estén estos libros aquí si no hay un instrumento que nos permita saber cuáles libros hay de este autor o qué hay sobre aquel tema o sobre aquella época concreta. Y eso solo se puede saber si todo esto está bien descrito y en una base de datos ordenada y accesible.
LA REVISTA
Portada del número XLVII de El Museo Canario, la revista que jamás ha dejado de salir, aun cuando no haya cumplido siempre con sus fechas de aparición o haya sido un tanto aleatoria en esto. Comenzó publicándose cada quincena. Para el año de esta publicación (1988) iba a cumplir, según anuncia su presidente Antonio Herrera Piqué en la presentación, 110 años. De modo que hoy en día se acerca a los 150 años de existencia. En su página de internet, El Museo Canario ofrece todos sus números libremente y, en efecto, ahí está, fechado en 1888, doce años antes de empezar el siglo XX, la primera entrega del «ÓRGANO DE LA SOCIEDAD DEL MISMO NOMBRE».
Su editorial recuerda que fue el 4 de agosto de 1879 cuando un grupo de jóvenes creó la institución, que a la sazón cuenta con ciento cincuenta socios bajo la idea de desarrollar un «gabinete» de la historia natural de las islas, una colección de objetos arqueológicos y una biblioteca «donde figuren en lugar distinguido todas las producciones antiguas y modernas que tratan de las Canarias». Está firmado por Domingo J. Navarro y el primer artículo es sobre antropología, del doctor Chil y Naranjo.
El primer tomo de la revista contiene los doce primeros números entre marzo-agosto de 1880. Leyéndolos a saltos y al azar uno puede enterarse de los temores en Canarias ante la corriente positivista, por ignorar o no comprender esta al Dios creador, al Dios Providencia; o encontrar un discurso de arrebatado patriotismo que hoy sonaría extremadamente vetusto (se trata del licenciado Francisco Acosta y Sarmiento en una velada literaria) o saber algo sobre la composición de rocas isleñas en las que abundan la sanidina, los cristales de plagioclasa, la horublenda o la hauyna (esta última, por ejemplo, clasificada hoy en día como mineral de la clase de los tectosilicatos y dentro de esta pertenece al llamado grupo de la sodalita): todo da una idea del grado de especialización de quienes escribían en la revista. Cada quien con su tema.
Pero más allá del patriotismo o de las corrientes filosóficas en boga o de la descripción de las interioridades del suelo canario, sobre todo y en general, la revista siempre ha sido historiográfica con vocación, además, por la arqueología, la etnografía, la literatura o el arte sacro.
El número cuya portada se reproduce aquí trae temas varios, como es lo usual. Entre los trabajos, un delicioso recuento a cargo de dos historiadores sobre conflictos y abusos de poder durante la Inquisición en Canarias. Francisco Fajardo Spínola y Luis Alberto Anaya Hernández dan cuenta de un modus operandi que tuvo más que ver con la picaresca española que con el rigor de la ortodoxia católica…
Durante esa etapa un tanto esperpéntica, los propios administradores de la persecución eran, a su vez, interpelados y sometidos a escrutinio: «Cada uno de los funcionarios y oficiales del Santo Oficio era investigado tanto en el ejercicio de su cargo como en su vida personal…», consignan los autores. Eran sometidos a visitas y los visitadores luego escribían informes que quedaron para la posteridad.
Así se sabe que la situación en Las Palmas era lamentable. La Inquisición funcionaba casi sin rentas, con pocos funcionarios, carecía de edificio propio y los muebles de los que disponía eran francamente pobres. Esto se vino a solucionar un poco más tarde, cuando se dedicaron a confiscar los cargamentos de naves holandesas con bandera alemana que recalaban en los puertos canarios. Antes habían sido las licencias para comerciar con esclavos negros y el consiguiente embarque a las Indias; pero nunca resultó tan rentable como esto otro, lo de la confiscación de cargamentos o barcos completos.
De todos modos, el número de funcionarios fue siempre muy bajo y sus sueldos reducidos, lo cual estimuló la corrupción. Los inquisidores que debían velar por la pureza de la sangre no parecían ver las impurezas entre los suyos, que las había. Por otra parte, las relaciones de concubinato eran frecuentes (incluso de miembros del clero) y la concesión de cargos inquisitoriales a quienes los pagasen con obsequios o buenos reales no lo era menos. Eso fue puertas adentro, en Canarias, la institución que combatía las herejías y los malos pensamientos.
En fin, hubo un oficial acusado por apropiarse de una escopeta en Lanzarote; otro a quien nombraron comisario en Garachico, cuando antes había estado preso en la misma localidad por truhan. El Santo Oficio en Canarias no soportaba que los propios canarios entraran como funcionarios, se decía que iban a resolver sus cuitas personales desde allí, mediante el poder que les otorgaba el Tribunal.
Esta crónica historiográfica es fantásticamente atractiva, incluso hoy en día, para una buena serie televisiva.
Deja una respuesta