
Esta entrada es, básicamente, producto de un encuentro con la grancanaria Yeya Millares Sall, hija de Juan Millares Carlo y viuda del pintor Alberto Manrique de Lara: apellidos claves en el desarrollo de las letras y las artes de Canarias, en especial de Gran Canaria. Ella representa la memoria de una generación que acaba de marcharse; algún día todo esto que cubre las paredes de su casa tendrá que ser llevado a alguna galería para que el mundo comprenda ―aproximadamente― los contornos de una peculiar saga familiar del siglo XX con las formas que tuvieron de mirar la Historia, emprender una aventura impresa y pintar sus universos mentales (o reírse de ellos). El talento se perpetúa en el XXI ya en otras manos, bajo otras perspectivas*
Sebastián de la Nuez
La casa de Yeya Millares Sall se encuentra cerca del Jardín Canario, en la calle Vicente Navarro Marco, que es la cuesta que se dirige a Tafira Alta. Son unos terrenos a la derecha conforme se sube. La vivienda de Yeya es el bajo de una casona mayor, que ocupó la familia Manrique de Lara-Millares desde 1960. Ahora Yeya, de 90 años y casi sin achaques ―tan de roble es―, se conforma con este bajo medio escondido al que se accede por una escaleras desde la calle. Hay dos puertas de entrada, separadas una de la otra por un camino de losas que las comunica a través del jardín. Una puerta da a la cocina y la otra es la principal. En medio del trayecto, grueso muro saliente que llega a mediana altura donde se encuentra aposentado un gato bien alimentado que mira con displicencia a los visitantes, sin emitir opinión alguna. Simplemente, vigila.
El gato tiene cara de guardabosques. Debe de intuir que dentro de este bajo, tras ambas puertas, existe un tesoro que trepa por las paredes: varias disciplinas artísticas se entrecruzan. Esta casa en Tafira Alta, morada que fue del artista plástico Alberto Manrique de Lara (Las Palmas, 1926-2018), es un catálogo de propuestas y disciplinas. No es un museo sino su desván umbrío, amancebado con almacén de antigüedades. En varias estancias convive la obra de Manrique de Lara con las cosas que sus hijos han venido haciendo desde pequeños, por influencia del propio padre o simplemente porque por ellos corre la vena Millares, la de los polígrafos, poetas, caricaturistas, historiadores, pintores o periodistas que ya se han marchado.
Su nombre real es María Dolores, pero en esta familia todo el mundo lleva algún apodo.
―¿Era un buen padre, Alberto?
―SÍ, los hijos lo adoraban. Se ponía a jugar con ellos.
―Pero, ¿cuántos de los hijos se han tomado la pintura en serio?
―Dos, Juan y Moisés. Los demás tienen facilidades, pero se dedican a otras cosas. El padre de mi marido era un magnífico caricaturista en la época antigua. Alberto también hacía caricaturas. Y me las hacía a mí, tomándome el pelo que da gusto [risas].
―¿Y no tiene alguna por ahí que me regale?
―Para regalar no tengo; son muy especiales. Todo lo de Alberto para mí es un tesoro.
―Y los pintores, ¿no son un poco locos?
―No, no lo son; son sensatos y buenos padres. Y mis hijos salieron al padre. Mi marido era muy serio. Los artistas son sufridos.
―¿Y cuál ha sido su mayor felicidad?
―¿La mía? El haber conocido a Alberto y haberme casado. Y mis padres fueron buenísimos. Mi marido ha sido la mayor felicidad. Viví con él 64 años y no tengo quejas de nada. No me levantó la voz nunca, jamás me dijo una palabra desagradable. Siempre fue muy cariñoso.
Tuvieron ocho hijos. Ahora ella tiene 16 nietos y once bisnietos. De mayor a menor sus hijos se llaman (con la descripción somera que ella misma hace de ellos): Juan Guillermo, escultor y profesor en la Escuela Luján Pérez; María Dolores, que también tiene buenas manos para hacer cosas; Ricardo, un magnífico fotógrafo; Eduardo, que vive aquí al lado, casado, con inclinación al dibujo; Moisés, que tiene las dos facetas, acuarelista y escritor también; luego está María del Carmen, que toca el cello y es restauradora de objetos antiguos; Carlos, arqueólogo, quien se ha dedicado a investigar lo antiguo de Canarias; y Jose, músico, forma parte de la Sinfónica de Las Palmas.

Cualquier generación donde esté mezclado el apellido Millares consta de ocho o diez cabezas engendradas. Su fecundidad es otro sello familiar. Los padres de Yeya se llamaban Juan Luis Millares Carlo y María Dolores Sall Bravo de Laguna. Tuvieron nueve hijos: Agustín, Juan Luis, Sixto (pero murió a los 20 años), José María, Eduardo, Manolo, Jane, Yeya y Totoyo (Luis), este último eminente tocador de timple. Solo queda Yeya. Agustín fue el poeta que publicó Metamorfosis de la estrella donde manifestó, entre otras cosas, que no se rinde a los clavos de Cristo y que a la voz del ruso Mayakovski la alumbra un vuelo mágico. Eduardo, dibujante-humorista, hizo famosa su firma Cho-Juaá mediante su suplemento El Conduto, publicado a partir del 11 de febrero de 1956 como complemento de la revista El Roque Nublo, con seis páginas; pasó al periódico Diario de Las Palmas el 24 de agosto de 1968 con ocho. Aparecieron 299 números y todos estuvieron dirigidos y en su mayoría ilustrados por Cho-Juaá, el hermano de Yeya. El Conduto aparecía en la edición de los sábados.
Yeya vive sumergida en ese mundo millaresco aun cuando, esencialmente y sobre todo en la sala donde recibe a los visitantes, priva la huella al óleo o plumilla de Alberto, polifacético y autodidacta. Algo de los Millares debe habérsele contagiado. O viceversa. Ella acaba de vender un bodegón suyo pero todavía lo tiene sobre un tresillo, en la sala. Posa con la obra, entre sus manos adquiere mayor luminosidad.
En el libro editado a propósito de la exposición retrospectiva «Realismo Fantástico/Alberto Manrique» (2007), el poeta Pedro Lezcano dedica unos versos a una de sus acuarelas y en una estrofa dice: Aquí nos muestra este pintor del sueño / que la inmortalidad es acuarela / agua de nube ingrávida que vuela / antes de desplomarse en el empeño.
¿Pintor del sueño? En el ámbito Millares-Manrique, el sueño pudiera ser un elemento recurrente. Yeya saca de alguna parte unos códices fotográficos (es una manera arbitraria de llamarlos), álbumes con imágenes como de daguerrotipo acaso anteriores al mismo invento de la cámara fotográfica tal como la conocemos hoy, tan desvaído se ve su contenido. Bajo un retrato de Rosa Millares Cubas, viuda del político y gremialista José Franchy y Roca (1871-1944), se lee este texto, de puño y letra del padre de Yeya, Juan:
En 1896 mueren, con diferencia de meses, mis dos abuelos: materno, Juan Bautista Carlo Guersi, y paterno, Agustín Millares Torres. Poco, casi nada, recuerdo de mi infancia. Tan solo podré citar hechos aislados (rara vez fechas), que vienen a mi memoria a través de los años, envueltos en una tenue bruma, semejante a la que rodea y hace vacilar en el límite de lo real las cosas soñadas. Y eso son en realidad mis recuerdos infantiles, acaso mi vida entera: un prolongado sueño.
El sueño siempre es metáfora de la vigilia, o su simulación distorsionada. El mismo Juan dejó escrita esta descripción en otra de las láminas de uno de los álbumes, con su letra pareja, elegante, un poco inclinada hacia la derecha:
Ignoro el tiempo que pasé en la escuela de párvulos. Para mí se reduce hoy al recuerdo de un solo día. Veo con gran nitidez la amplia puerta de entrada y un patio empedrado en el que crecía la hierba; de un lado, un estanque lleno de agua verdosa, y nadando en ella unos patos que se zambullían a cada instante, agitando las alas; al otro lado, una panadería, ante cuya puerta era punto fijo Canuto, con su blusa azul y su barba de quince días, blanqueada más por la harina que por los años.

En otra lámina, María Dolores Sall Bravo, nacida en la villa de Telde (Gran Canaria), vestida de negro y de cuerpo entero. Es la madre de Yeya y su imagen, bellamente luctuosa, hace pensar en aquel tiempo no propiamente de sueño, sino de pesadilla. La chica de la foto contaba 20 años, era 1915 y hacía un año había comenzado la Primera Guerra Mundial. A Canarias se asomaría pronto, dicen que transportada por un colchón usado que llegó desde Cuba, la fiebre mala o española, nombre injusto porque en realidad provenía de Estados Unidos; desembarcó en agosto de 1918 en el puerto francés de Brest, por donde entraban las tropas estadounidenses aliadas. En Canarias dejaría muertos por la carretera como si fuesen guijarros resecos. En los anales se cifra entre 20 y 40 millones de víctimas letales a nivel mundial.
En otra imagen, mucho más reciente, enorme grupo familiar a las puertas del aeropuerto de Gando tras recibir al tío Agustín Millares Carlo, de riguroso traje y empaque académico. Llega desde el exilio mexicano y seguirá en él tras esta pausa. Es 1952. El tío Agustín es el mejor amigo de Juan, el padre de Yeya. Ambos comparten inquietudes intelectuales. En esos días de reencuentro habrá ocasión para reunirse, fumar y charlar ―eso es lo que se ve en otra foto― junto a Lothar Siemens, tía Cachona, tía Lola, Pedro Perdomo y Juan Suárez: familiares y amigos en aquella década de los cincuenta cuando el franquismo se consolidaba. El verdadero nombre de Cachona era Encarnación. Tía Lola había perdido a su marido en la guerra de Marruecos. El tío Agustín corría peligro en España por activista republicano y tal vez masón, de allí el exilio.
Yeya ha desplegado los álbumes como quien despliega el velamen de una carabela antigua
Unas láminas más allá, en el mismo álbum o en otro, Juan menciona con su letra impecable al poeta Domingo Rivero. Rivero veía pasar cada mañana por delante de su casa en la calle del Colegio ―hoy del Dr. Chil― a un niño llorando en brazos de una criada. Ese niño era Juan, y aquel Juancito llorón cambiaba, de repente, su ánimo al llegar al cole, lo deja escrito así:
«Lo más curioso del caso es que, después de tanto lloro y patadas, me calmaba instantáneamente y yo mismo colgaba el gorro en el perchero».
Más curioso es saber de gente que hace tiempo se fue y, de algún modo un poco mágico, continúa encerrada en esos álbumes amarillentos y estropeados, sin embargo vívidos: esa energía en las figuras algo desteñidas es testimonio de un tiempo y de una isla en el mundo. En sus expresiones o en su gesto o en la actitud ―¿desenvuelta, desasida, alegre, desafiante?― ante la cámara, vuelve el pasado con su carga de vida.

Un tío de Juan, Luis Millares Cubas (1861-1925), aparece en una sala que puede haber sido su despacho o su lugar de recreo, una terraza cerrada. Atrás hay una viola o algo así, un instrumento de cuerda apoyado a la pared. Él, sentado, casi repantigado en un sillón de ratán, parece a punto de emprender algo; esos espejuelos redondos y la sombra del bigote, lo asemejan a Groucho Marx. Un helecho cuelga del techo. Sobre una pequeña repisa adosada a una pared, vasija de barro o cerámica. Atrás un tapiz colgado entre símbolos heráldicos, retratos, acaso un banderín a mano izquierda. Pueden adivinarse más cosas, solo adivinarse pues la foto, estamos hablando tal vez de 1920, nunca ha debido ser muy nítida; en todo caso, en conjunto, contiene algo de plenitud inquieta. Al mismo tiempo, da una sensación de sobrio recogimiento. Es, nada más, un espacio bien iluminado donde han debido dar ganas de ponerse a leer con un caballero que deja colgar, displicente, sus manos desde los brazos del asiento.
Se trata de una casa en el barrio de Vegueta que hace tiempo desapareció, para dar paso al colegio Viera y Clavijo; según parece, todo fue absorbido más tarde por el Museo Canario. Era la calle Ildefonso, a la que después se bautizaría con su nombre, Luis Millares; hacía esquina, esta casa, con la calle de López Botas. Fue el 7 de marzo de 1919 cuando los vecinos pidieron al ayuntamiento que se le cambiara el nombre a la calle para ponerle el del ilustre vecino, quien fallecería seis años después.
Luis, entrañable personaje para el que cabría una crónica aparte, era hijo de Agustín Millares Torres, notario y músico.

Otro de Millares Torres, Agustín Millares Cubas, quien también se hizo notario y además tenía aficiones literarias, tuvo ocho hijos, uno de los cuales se llamaba Juan y se casó con Dolores Sall, de sangre irlandesa. El quinto abuelo de Dolores era irlandés; llegó a Canarias y se casó no con una canaria sino con una irlandesa. Ahora su descendiente en Tafira Alta afirma conservar el carácter irlandés, como su misma madre lo tuvo: fuerte, propio de quien dice las cosas a la cara y por nada del mundo se las calla.
Por ejemplo:
―Alberto Manrique no era de derechas ni de izquierdas pero alguien le tenía rabia. Se marchó a Madrid y allí sí pudo darse a conocer internacionalmente. Si se queda aquí, en la isla, no le hubieran hecho ni caso. Lo que pasa es que mi marido no era un adulón de políticos. Él decía yo pinto y ahí está mi obra. A Alberto lo llamaron de La Haya para montar una exposición allá, en Holanda. Preparó treinta cuadros; cuando fue a sacar los papeles al gobierno de Canarias, porque aquí tenemos que pedir permiso para todo, le dijeron que sí, ¡pero que tenía que poner en depósito tres millones de pesetas! Nosotros, en ese momento, no teníamos sino lo justo para vivir, y para pagar los marcos de los cuadros. ¡No pudo acudir a la exposición, no se pudo montar…! En Holanda no se lo creían. Era imposible que a un artista, por sacar sus cuadros, le quisieran cobrar eso. Después se enteró que, tras una primera exposición, los holandeses pensaban llevarlo a Suecia y a otros países para que lo conocieran…
Pudo mandar un solo cuadro a Holanda. Eso fue en época plenamente democrática. Sucedió en Canarias.

* Se publica aquí una parte, apenas, de lo conversado con Yeya, puesto que el motivo principal del encuentro fue Agustín Millares Carlo, el mejor amigo de su padre. Solo que, además de amigos, Juan y Agustín eran hermanos. Agustín cruzaría el Atlántico y, además de México, dejaría huella en La Universidad del Zulia y también en Caracas. Eso merece otra atención, otro marco y un texto probablemente más extenso.
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