Lo que a Rowena Hill ―traductora, docente universitaria jubilada, residente en Mérida― más le gusta es escribir poesía. Ha publicado en español sobre todo, pero también tiene algunas obras bilingües. En Miami apareció en 2023 una antología suya, bilingüe. La profesora Hill representa el eslabón entre una Universidad que atrajo a prestigiosos académicos que llegaron a Venezuela huyendo de Europa, primero, y del Cono Sur después, y esta otra, la versión dejada de la mano de Dios que sobrevive a duras penas, sin presupuesto ni cuidados. Ya se sabe: en época de semianalfabetas en Miraflores, las casas de estudio tienden a ser malqueridas
Sebastián de la Nuez
En sus brillantes ojos azules, la galesa Rowena Hill guarda lo cristalino, y en sus palabras de remembranza y soledad enseña a medias, ya que es más bien tímida, la calidez que la ata al estado Mérida. Su vida ha sido ―y es― estos valles, aquel río y estas aulas. Universidad y tierra verde. Echó raíces aquí, hizo amigos para siempre. En el fondo, debe ser muy romántica.
En el tiempo en que Rowena llegó a la ULA, incluso algunos años antes que ella, la Universidad contaba con figuras destacadas que habían llegado ―seguían llegando― desde el extranjero. El colombiano Miguel Marciales, quien tiene un estudio importante sobre La Celestina, dio clases muchos años en Mérida; el académico Miroslav Marcovich (Belgrado, 1919 – Illinois, 2001) dejó dos ediciones claves de Heráclito y tales ediciones, precisamente, salieron a la luz por primera vez en Mérida. Marcovich era filólogo, estudió además Filosofía en la Universidad de Belgrado, donde se graduó en 1942. En 1943 trabajó como asistente de Georg Ostrogorsky, experto en estudios bizantinos. En la Segunda Guerra Mundial sirvió en el ejército a las órdenes de Tito. En 1953 viajó a la India, donde comenzó a trabajar en la Universidad Visva-Bharati. En 1955 llegó a Mérida como profesor de griego antiguo y filosofía. Seguiría su periplo, a partir de 1962, por las universidades de Bonn, Cambridge e Illinois.
En Ciencias Políticas, la ULA contrató a Robert Ely, quien llegó desde Irán y estaba especializado en países petroleros.
Hay otros muchos ejemplos, incluyendo a la escritora María Rosa Alonso, una canaria que llegó a la ULA en 1959 para incorporarse a la Facultad de Humanidades. Sacó adelante, además, una revista de esa Facultad. Por otra parte, los rectores ‘Perucho’ Rincón Gutiérrez y José Mendoza-Angulo cimentaron el prestigio de la entidad, cada uno en su propio registro.
Hoy en día, sin embargo, la ULA da tristeza. Es un campo mustio de escombros de lo que fue.
En Mérida vive Rowena Hill, nacida en Cardiff, capital de Gales. Eso del nacimiento de Rowena fue hace tiempo, hay que admitirlo. Tiene su edad pero tiene igualmente energía y lucidez. Conserva ese aspecto un poco hippie de su época de oro, podría haber sido una fanática del Flower Power, o una asidua de los festivales tipo Woodstock y Altamont, o una rebelde blanca disimulada entre una masa de Black Panthers. Pero escogió el retiro verde, primaveral y bucólico de Mérida para enseñar cultura anglosajona a los alumnos latinoamericanos que le tocaron en suerte y aprender, a su vez, de ellos.
Por esa escogencia hoy en día, aun conservando acento y modos del habla galesa o inglesa, suena tan venezolana, tan cercana. Su poesía la refleja, es ella misma quintaesenciada. Y mantiene sus antenas abiertas a lo actual, a los procesos del mundo. En la política y en el entorno social. Dice:
―Mi padre era un idealista, quiso encontrar una sociedad más justa y emigró a Nueva Zelandia. Yo crecí allí pero en realidad nunca me identifiqué con ese país.
Así, apenas graduada en Bachelor of Arts (licenciada en Letras), se fue a recorrer mundo. En Italia se enamoró de un artista de extracción popular, José Fajardo, un maracucho lleno de problemas y complejos, según ella misma relata, hasta el punto de no poder aprovechar nunca su talento natural para la escultura.
Desde Italia se fueron a Venezuela, cuando ella estaba a punto de parir al hijo mayor. Luego tendrían una niña. Hoy rondan los 60 y viven en Estados Unidos con sus respectivas familias. Su hijo está en Iowa y su hija es una curadora de arte contemporáneo bien reconocida, especializada en arte latinoamericano. Está en la Universidad de Arizona en Phoenix.
―Nos separamos después de diez años, pero me quedé aquí en Venezuela ―dice Rowena recordando al escultor que nunca tuvo éxito.
En principio, en Mérida hubo tanteos para arraigarse en un trabajo: ella siempre ha sido traductora. Pero lo cierto es que se devolvieron a Italia ―de donde habían salido― y allí es donde se separan. Entonces llegó el momento de una decisión fundamental, definitiva para ella.
―Decidí que Venezuela era el mejor país para criar los hijos… ¡Más espacio!
Mediante una profesora amiga suya encontró trabajo en la ULA antes de viajar, de modo que cuando llegó en 1974 ya estaba todo listo para el periodo de clases que comenzaban en el 75. Desde entonces, siempre en la Facultad de Humanidades. Su materia: Literatura Inglesa.
Dice que el nivel de los estudiantes rápidamente empezó a decaer. Tenía clases todos los días; se dio cuenta de que la Universidad trabaja así, es así. Es la rutina.
―¿Puede explicar eso?
―En realidad creo haber sido, de alguna manera, una profesora pirata, porque el nivel iba bajando terriblemente, siempre. No tenía que preparar clases, todo me salía muy fácil. En cualquier caso, eso de estar ahí todos los días, de manera regular, a la hora que fuera, era un poco duro…
―¿En dónde estaba el fallo de los jóvenes, según su experiencia?
―Como le digo, los primeros años tenían buen nivel; luego había mujeres, sobre todo, maduras, que volvían a estudiar por gusto. Alguna de ellas se convirtió en mi colega, incluso. Pero no fue culpa de los estudiantes. Ya había empezado la decadencia de la educación en Venezuela, en pocos años llegaban a nosotros como si nunca hubieran estudiado nada de inglés. Y darles clase de Literatura Inglesa… no podía uno suponer que fueran a leer una novela en inglés, nunca. Estábamos dando a los autores del siglo XIX, románticos o victorianos.
Una vez, al menos que ella recuerde, les pidió el primer día de clase que le escribieran sobre un libro, en español, que hubiesen leído. No fueron capaces. Entonces escribieron sobre películas. Para ella resultaba asombroso que aquella gente fuera allí dispuesta a graduarse en Humanidades.
―¿Me puede decir cómo eran sus compañeros, los profesores?
―Pues eran competentes. Extrañamente, el mismo año que yo llegué comenzó una pareja de ingleses, que todavía son mis grandes amigos aquí. Y otro norteamericano, y otro inglés: llegamos todos prácticamente al mismo tiempo como profesores dentro de la asignatura de Literatura. Cinco o seis personas. De los venezolanos que estaban aquí dando clases, eran todos muy competentes. Después, cuando nuestros estudiantes salían, inmediatamente concursaban para entrar como profesores, que era una cosa ridícula. Pasó varias veces. Entonces el nivel de los profesores iba bajando. Cuando reviso estas revistas de la Facultad, con la profesora María Rosa Alonso [se refiere a una revista de la Facultad de Humanidades que duró varios años bajo la dirección de la canaria], bueno, eso fue unos años antes que yo llegara, me da la sensación que no he visto realmente la destrucción o decadencia, al menos… Ahora se podrá imaginar, con el chavismo…
―¿Le parece que ha debido ser brillante esa época cuando estaba María Rosa Alonso, antes de que usted llegara?
―Sí, leyendo las introducciones que hace de la revista oigo el estruendo del esfuerzo que ella ha debido hacer para mover a las personas y lograr sacar esos números; al final ya no podría más.
Cuando Rowena entró en 1975 a la Universidad de los Andes, la revista de Humanidades ya había desaparecido.
―¿Cómo era la vida cultural de Mérida en los años setenta?
―Vivía en el Valle de San Javier, estaba muy ocupada con mis hijos. En la Universidad había muchos eventos literarios y conciertos… No participé mucho durante los primeros años. Pero sí era una Universidad muy viva.
Comenta que hoy en día la Escuela de Filosofía sí tiene un poco de vida; que, en general, esa vida depende un poco de las personalidades que allí se encuentren, si le ponen entusiasmo o son más bien laxas.
DOS POEMAS
TARDE GRIS los gestos de la ciudad, apaciguadores en el aire estancado de hospital entre carnicerías y escritorios son cómplices del olvido; en el valle la niebla sube deshilachándose entre los árboles y rocía las piedras - aquí nadie busca un doctor; y yo estoy entre los dos, a punto de saber que cielo e infierno son el mismo lugar y todas las heridas son por amor. De su primer libro, Celebraciones, 1981, "pero escrito unos años antes, todavía balbuceando el español".
LA ESPOSA DE TÁNATOS La esposa de Tánatos duerme en su alcoba, la cama es suave y floreada, el rostro asoma en un nido de seda y terciopelo, respira bajito. A veces la piel lisa y los párpados tiernos son de recién nacida; luego los labios enrojecen, el pelo vibra sutilmente: ¿espera que la despierte la voz del amor? No se sabe la hora, al fin abre los ojos en la cara morena arrugada, sonríe con compasión entera al transeúnte aturdido como diciendo mi abrazo es la promesa que te acompaña hasta el límite. Del libro Marea tardía, 2021. El poema es parte de una serie, «Los tánatos».
Mira tú cómo vine a ponerle rostro a un nombre y un apellido con los que me he topado tantas veces y que suponía en mujer que no vivía aquí o que podía ser seudónimo… Gracias. GE
Se agradece su comentario, profesora.
Yo fui vecino de ellos en el Valle, sector el Arado. Los habitantes locales la llamaban la señora Rufina.