
A un hombre se le conocerá en el futuro por las huellas que ha dejado, ¿por qué otra cosa se le podría recordar sino por la obra capaz de perdurar, siempre y cuando sus deudos hagan un mínimo esfuerzo para asegurarla y existan las instituciones idóneas que sirvan de repositorio a tales huellas? Antonio Ballesteros Beretta tuvo ―mejor dicho, tiene― la suerte de su descendencia y la solidez de unas instituciones con el suficiente músculo como para perpetuarlas y promover su difusión, su consulta, su discusión. En esta entrada del blog, un artículo del desaparecido periódico El Debate publicado cuando en España reinaba Alfonso XIII constituye una de esas huellas del historiador Ballesteros: refiere tres sabios en diferentes tiempos y circunstancias, los tres bajo el denominador común de haber sido condenados a muerte por la autoridad ciega y sorda. La barbarie, esa condición intrínseca al hombre, estuvo presente en los tres casos: Arquímedes, Lavoisier y el neogranadino Caldas. El sabio Caldas es, por cierto, uno de los personajes cuyo fusilamiento, por orden de El Pacificador (Editorial Alfa, 2025), relata el venezolano Francisco Suniaga en su novela más reciente
Una reparación justa, un rasgo comprensivo, un gesto hidalgo digno de la estirpe humana, se contiene en el real decreto firmado por su majestad, enalteciendo la figura de Francisco José de Caldas, sabio neogranadino, víctima de equivocaciones históricas. Las frases del decreto evocan el fin trágico de dos hombres de ciencia sacrificados, como Caldas, por el torbellino de la inconciencia humana. Uno de ellos es Arquímedes, el insigne geómetra, el hombre genial que defendía Siracusa contra los ejércitos romanos. Recordemos cómo Plutarco nos refiere su muerte. El inventor de los espejos ustorios [espejo cóncavo de gran tamaño utilizado para concentrar en su foco los rayos solares o de un cuerpo en combustión y aprovechar con fines bélicos el gran calor que produce. Arquímedes incendió en Siracusa los bajeles romanos de la flota de Marcelo usando los rayos solares con este artilugio] se hallaba laborando en su gabinete de trabajo, rodeado de cuadrantes, de esferas e instrumentos matemáticos; ensimismado en el estudio no advirtió que los romanos habían entrado en la ciudad. Un soldado ignorante penetra en la estancia y le intima se presente ante Marcelo. El sabio pide a su interlocutor unos instantes, necesarios para acabar la demostración de un problema; el soldado no entiende y la espada del legionario corta la vida del genio.
Durante la Revolución Francesa (…), la saña de los sicarios del Terror comete también un crimen contra la cultura. Antonio Lorenzo de Lavoisier, uno de los fundadores de la química moderna, el descubridor de los componentes del aire, inventor a quien tanto debe la humanidad, el año 1793 es encarcelado por el enorme delito de haber sido asentista general [persona encargada de hacer asiento o contratar con el Gobierno o con el público, para la provisión o suministro de víveres u otros efectos, a un ejército, armada, presidio, plaza, etc.]. Fue condenado a la guillotina y al solicitar, como Arquímedes, unos días para terminar una experiencia (sic) la brutal ignorancia de los verdugos le contestó por boca de Fouquier-Tinville: «La república no necesita sabios, el curso de la justicia no se interrumpirá.»
La terrible cuchilla segó una de las cabezas más luminosas de la ciencia universal.
¡Oh, triste coincidencia! Veintitantos años después también Caldas solicitará de sus jueces la merced de ser remitido encadenado a un castillo para ultimar los detalles de la expedición botánica. Como Lavoisier, pedía algunos días de gracia, pero otro esbirro de la pasión política contestó como Fouquier-Tinville, calumniando a su patria, que España no necesitaba sabios.
¡España no quería sabios! Por eso había enviado años antes a Nueva Granada al botánico Celestino Mutis, maestro de Caldas quien, por dobles lazos, era hijo querido de España. La raza lo hizo nuestro hermano, las enseñanzas aprendidas de labios de Mutis lo consagraron hijo espiritual de la Ciencia española.
Hoy se cumple el fervoroso deseo de Menéndez Pelayo. «El inmortal neogranadino Caldas» tendrá en suelo español un monumento expiatorio. Nunca el gobierno de su majestad estuvo mejor inspirado. Con actos como éste sí que se labra verdadero hispanoamericanismo. Plácemes sin cuento merece el decreto; sobrio y elocuente hasta en lo que calla pues no menciona al mandatario que, con mal entendido celo, manchó la reputación de España. Así se deshace la leyenda negra. No queremos hacernos solidarios de actos, por fortuna pocos, que son indignos del buen nombre español.
Si el decreto no consigna quién fue el mandatario, nosotros, menos piadosos pero en aras de la verdad histórica, queremos decir que don Pablo Morillo, veterano de la Independencia [se refiere a la Independencia española respecto de Francia], sufrió en la campaña de Nueva Granada los terribles, los estragadores efectos de la pasión política. Ese luctuoso año 1816 vio regado el suelo americano por la sangre generosa de nobles patriotas. Una de las víctimas fue Francisco José de Caldas, apresado en Popayán por Juan de Sámano [Cantabria, 1753 – Panamá, 1821, militar que ha sido considerado como último virrey efectivo del Virreinato de Nueva Granada] y fusilado el 29 de octubre de ese mismo año. Se acusaba al sabio por haber servido como ingeniero en el ejército neogranadino. Pasarán los siglos y habrá muchos que execren la memoria de Morillo; la Humanidad, mientras perdure sobre la faz de la tierra, honrará a Caldas.
«Arquímedes, Lavoisier y Caldas» / Antonio Ballesteros B. / El Debate / 1924
Del libro El Pacificador
«Con la muerte de Francisco José Caldas se confirmó su deseo de ser percibido de la peor manera y se exacerbó la reacción del pueblo neogranadino que lo consideró un monstruo. Hablé con el científico Caldas en varias ocasiones. Fui enviado por el consejo de guerra que lo juzgó a fin de entregarle el pliego acusatorio en su contra. Me identifiqué con él desde el primer momento y mejor no pudimos haber congeniado. No era un hombre de armas, estaba prestado a la guerra, su interés eran las ciencias; poseía un vasto conocimiento científico y una obra importante publicada. Estuvo ante los mismos dilemas que yo había enfrentado cuando se produjo la invasión francesa de España.»
Suniaga pone estas observaciones sobre el caso del fusilamiento de Caldas en boca de su personaje: que apenas comenzaron a expresarse los movimientos precursores de la Independencia en América, en 1810, Caldas entendió que la Nueva Granada estaba en una encrucijada de la Historia y decidió acompañar a los suyos en la aventura separatista. No fue responsable de ningún acto criminal contra España. Ni siquiera participó en acciones de guerra como tales. Por el contrario, había dado antes de la confrontación una muestra magnífica de cuáles eran su condición humana y sus intereses. Su participación en la expedición real de estudios de la botánica de estos territorios, hecha mucho antes de los odios, fue un regalo para España y sus generaciones futuras. Perdonarle habría sido una compensación, bastante menor que sus grandes aportes al desarrollo del conocimiento en el reino.
«Hablamos en varias ocasiones durante su cautiverio. La primera para« cumplir un mandato de la fiscalía del consejo de guerra, a los fines de su juicio. Las demás fueron por el puro placer de conversar con alguien capaz de dar respuesta a todas mis preguntas y saciar mis más grandes curiosidades científicas. Fue para mí un maestro brillante y generoso que me ilustró sobre el paisaje, la flora y la fauna de la Nueva Granada más allá de cualquier curso de geografía y botánica.»
Dice este personaje que, en cierta ocasión, fue a abogar por Caldas ante el general. Quería hacerle vez que era un gran error político ejecutar al sabio. Fue inútil. El general Morillo, por quien sentía cariño, era un hombre obcecado. Hubiese podido ser el momento del gran gesto del Pacificador y lo dejó pasar. En la Nueva Granada ya nadie creería en la pacificación.
«Partidarios y simpatizantes de la causa realista estaban desconcertados y se tornaron renuentes a colaborar con nuestros esfuerzos. Después de ese día, los dos nos evitábamos.»

Anotaciones del padre Tisnés
El sacerdote e historiador colombiano Roberto María Tisnés, claretiano, tiene un texto sobre el crimen cometido por Pablo Morillo contra el sabio Caldas, haciendo hincapié en que, luego de la reconciliación hispano-colombiana, España trató de reivindicar a Caldas y reconocer ―aunque no realmente en forma explícita― la terrible injusticia que con él se había cometido. En ese proceso jugó papel fundamental el polígrafo Marcelino Menéndez Pelayo. Alude el claretiano a su Historia de la Poesía Hispano-Americana, publicada en Madrid en 1913, donde Menéndez Pelayo escribe que Caldas fue «víctima nunca bastante deplorada de la ignorante ferocidad de un soldado a quien en mala hora confió España la pacificación de sus provincias ultramarinas». Pero la frase fue cambiada en ediciones consiguientes por una más suave: «Caldas, a quien España debe un monumento expiatorio». Refiere el sacerdote que la idea de Menéndez Pelayo fue llevada a cabo gracias a la escritora Blanca de los Ríos, mencionada por María Teresa León en sus Memorias de la melancolía, describiéndola como una delgadísima pavesa sentada en su salón», refiriéndose al salón del Lyceum Club Femenino donde solo a las damas les era permitido entrar. Damas que, por cierto, supieron adelantarse a su época conformando lo que pudiera denominarse, hoy, una avanzadilla del feminismo.
De modo que, gracias a la iniciativa de la delgadísima pavesa y de otras personas que se sumaron, cualquiera puede entrar hoy al vestíbulo de la Biblioteca Nacional, en Plaza de Colón, y ver hermanados, lápida y monumento, a Caldas y Menéndez Pelayo, la ciencia y el humanismo hispano-americanista.
Se cumplieron en 2024 los cien años de la fecha en que se materializó el desagravio. Ya no habrá metrópoli ni colonia, sino dos pueblos que se encuentran para reconocer sus barbaridades y celebrar a sus hombres destacados.
Aparte de Blanca de los Ríos, un militar de alto rango, el conde de Mogaz, también fue factor importante al confirmar el anhelo de Menéndez Pelayo; el sacerdote colombiano reproduce sus palabras tras la inauguración de un monumento en Bogotá y de este otro en la BNE. El de Bogotá se había desvelado en honor a José Celestino Mutis, médico, botánico, geógrafo y matemático nacido en Cádiz y muerto en Bogotá en 1808:
«La reciente inauguración del monumento a Mutis en la capital de Colombia, y las ejemplares palabras pronunciadas en aquel momento por el muy docto Monseñor Carrasquilla, declarando que Colombia debe a España su iniciación en las ciencias filosófico-cristianas, mediante Fray Cristóbal de Torres, y su iniciación en las ciencias físico-naturales, mediante Don José Celestino Mutis, ofrece a S. M. ocasión feliz para señalar con un acto de justicia digno de la proverbial hidalguía española, la efeméride más gloriosa de la historia humana: la que conmemoramos el 12 de octubre con la Fiesta de la Raza. Este acto de justicia y de amor consistiría en realizar la noble aspiración de Menéndez y Pelayo, colocando cerca de su estatua, en el vestíbulo de la Biblioteca Nacional, una lápida en donde se perpetuará en palabras dignas de nuestra historia el solemne desagravio de España a Colombia y a su insigne hijo Caldas, a quien nuestra patria se gloría de haber transmitido su sangre y el tesoro de su saber.»

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