Maruja la inquieta

Esta crónica sobre sí misma —su periplo vital, su oficio, sus aventuras— revela en toda su plenitud rompedora a Maruja Torres, un todoterreno del periodismo español a quien la vida le ha dado varios másteres, incluyendo el del desparpajo. Ha logrado un trono en el tablero profesional con cero títulos académicos, marcado por El País, por Fotogramas y por varios hombres que pasaron por su vida o directamente por su cama

 

Sebastián de la Nuez

Mujer en guerra es un pésimo título para un libro interesante, entretenido y brincón. A través de él, el lector se asoma a la España mediática desde el lado de adentro, de ciertas salas de Redacción o talleres. Las trescientas y pico páginas del libro (que lleva el pertinente subtítulo «Más másters da la vida») amalgaman periodismo-franquismo-transición-destape desde la mirada intensa de la Torres, una divertida libertina en tiempos de fútbol, toros y Falange.

Después, con el destape, su talento se ramificó y fue universal. Le gustaba viajar; se enamoró del Líbano, se preocupó por Latinoamérica.

No terminó ni el bachillerato y sin embargo ha sido, es todavía, una estrella del periodismo, con las ideas claras y su corazón del lado de los oprimidos. Podría haber sido una buena ficha para el partido Podemos, pero parece hallarse más allá del bien, del mal y de la casa de 600 mil euros comprada por el inefable líder de la coleta. Con Cuba, ella, que siempre ha sido de izquierdas con tal de ser antifranquista, pone distancia.

Las cosas no fueron fáciles para ella en pleno franquismo, cuando comenzó a trabajar de oficinista a sus 17. No lo fueron sobre todo si uno atiende a la relación con la madre sufrida y sumisa, víctima de aquel miedo secular a romper esquemas que inculcaba el duopolio Iglesia-franquismo. Su madre debe haber sido una ominosa carga para ella, ya que el padre aparece poco o nada en su radar.

Claro que no eran fáciles las cosas para una chica española de buenas piernas que deseaba romper, aun sin proponérselo conscientemente, con lo convencional. No se guiaría por Marisol y su rayito de luz. La salvó su genio. La salvaron ciertas amistades que le inculcaron su amor por el cine, por ejemplo. La salvó una carta enviada a una mesa de Redacción, tan bien escrita que se publicó de inmediato en lugar destacado.

En los talleres del periódico donde trabajó en cierta época corregía sus escritos, recuerda esa época con especial deleite, «manejando los bloques de plomo». La desparpajada Maruja describe un tour por lugares clave del periodismo español, aun cuando algunos los despacha solo como referencia. Su personalidad es brillante y un poco esquizofrénica, parece en continua huida. Su amor por la precisión de la palabra y la aparición del diario El País constituyen la columna vertebral de su carrera. Durante todo el libro anda en búsqueda de sí misma y solo parece encontrarse en paz cuando ejerce el oficio del periodismo, su sanación y forma de estar en el mundo. Nunca se ha casado, nunca tuvo hijos. Dentro del oficio, sus mejores etapas coinciden con lo mejor de la revista Fotogramas (Barcelona) y, por supuesto, con El País. Está en su salsa cuando salta de un lado a otro, como corresponsal multiuso. «Esta chica escribe como Dios y trabaja como un burro», decían sus jefes desde un principio. Así fue ascendiendo.  Se ocupó de conflictos en Líbano, Suráfrica, Panamá, Chile y Suráfrica evitando el lugar común, sabiendo que no tenía que enviar notas del día para cubrir una cuota obligada, sino trabajar bajo una perspectiva amplia y concienzuda en entregas semanales o cada quince días, explicando el porqué de los acontecimientos pues el qué ya había sido machacado en el día a día por sus colegas de las agencias noticiosas.

Claro que, en ocasiones, sus métodos eran algo eclécticos. Quizás demasiado. De su estadía en Ciudad del Cabo cabe destacar la siguiente cita, que prueba su ductilidad, por decirlo de algún modo elegante:

El camarero que cada mañana sube el desayuno a mi habitación es guapo, fiero, vive en Soweto y suele quedarse unos minutos para contarme historias de los suyos: si nos descubrieran, le meterían en prisión. Una mañana, después de dejar la bandeja, se levanta el delantal, se abre la bragueta y me folla: visto y no visto. No me entero, pero no protesto, porque sufro la mala conciencia de los blancos. El camarero negro lo sabe.

Eran los años «inmediatamente anteriores al triunfo de la información como espectáculo; al menos así los califica ella. Cubrir el apartheid o escribir sobre las trapisondas de Pinochet para perpetuarse en el poder, aun no siendo ya dictador, le dieron una lección:

No se puede hablar de monstruos durante mucho tiempo seguido sin tener la impresión de que te crecen jorobas en la mente…

Había dos Marujas, la de andar por España y la que se la pasaba saltando de un destino a otro, con dos hitos en especial: el 86 en Chile, el 89 en Panamá. En un momento dado paró:

Encerré a la Maruja viajera, enferma de soledad y desarraigo; la encerré como se hacía con las locas en las novelas románticas del siglo XIX.

Hay una reseña en internet que alaba excesivamente este libro, dice que ella escribe su autobiografía sin rencores; eso está por verse. Del ubicuo Pedro J. Ramírez (El Mundo, El Español) dice que es un buen creador y director de diarios populistas pero que ella no sabe por qué esa manía en él de medirse (primero) con Juan Luis Cebrián y, luego, tratar de borrarlo del mapa… sin éxito en ambos intentos, «a pesar de las ayudas extra que ha recibido». Un comentario que, seguramente de forma merecida, rebosa resentimiento. Agrega que el problema de Ramírez es cómo «amarillea tu material». En algún momento trabajo para él.

 

UNA ANÉCDOTA ADICIONAL

Sus aventuras en la isla canaria de Fuerteventura son dignas de mencionarse. Varias veces, Maruja se disfrazó y se insertó en un determinado grupo o ambiente para, posteriormente, hacer un reportaje vívido. Cuando se infiltró entre los machos vigilantes de la Legión, que en realidad eran solo eso, unos machos sin mucho que hacer, para bordar un reportaje en Diario 16, utilizó sus «relativos encantos» (sic) para ligarse un legionario y sacarle información:

Mi ligue con el hombre a quien llamé Antonio (no quería perjudicarle) llegó hasta sus últimas consecuencias y fue una experiencia agradable…

Vaya, vaya con la Maruja. En alguna parte dice que «eso se llama fatalidad, que es el encanto principal de los perdedores y la marca de champaña que bebemos los románticos.»