Una familia polaca

Los padres de Cesia en una foto de estudio (c.1947).

Se cumplen 80 años, este mes de septiembre, de la invasión nazi a Polonia en 1939. Cesia Hirshbein vive en Caracas, en la urbanización Los Palos Grandes, donde ejerce de feliz abuela. Sus padres salieron del campo de concentración de Auschwicz y casi todos los familiares de Cesia fueron asesinados, allí o en otros sitios de Polonia.  Por ellos y por los demás, que aún la acompañan como duendes de la memoria, Cesia insiste en hablar y escribir

 

Sebastián de la Nuez

Guarda la memoria heredada y ahora, luego de editar una novela póstuma de quien fue su gran amor, David Alizo, está escribiendo su saga familiar, texto de largo aliento que está por terminar. Ezra Hirshbein, su padre, le dio al escritor Alizo los insumos y datos  para su mejor novela, Nunca más Lili Marleen (Ediciones B, 2008).

Ezra murió en ese año y también Alizo, que fue miembro de la legendaria República del Este. ¿Quién era Ezra Hirshbein? Ante todo, un emprendedor nacido en Polonia de tenacidad innata. En un viejo recorte de una publicación institucional caraqueña, Noticias de la Industria,  le cuenta a un reportero que, de nueve hermanos que eran, apenas cuatro sobrevivieron al Holocausto. Los padres de Cesia sufrieron un año en Auschwitz, por separado. Cesia, que es escritora (ver «El legado de David Alizo»), tiene los recuerdos frescos de su niñez en Caracas. Recuerda, sobre todo, los apuros de su madre, Ruth Kot. Ella procesó con mayor dificultad la trágica experiencia vivida en el campo de concentración y quizás nunca se recuperó del todo. No hablaba casi de ese tiempo. Ambos, Ruth y Ezra, luego del año en Auschwitz, el último de la guerra, y de un periplo que los llevó a Bavaria (donde nació Cesia) y después a Israel, encontraron finalmente refugio en un país que a su llegada padecía una dictadura. Llegaron por La Guaira en un barco italiano que los trajo en tercera. El reportero le preguntó a Ezra por qué había escogido Venezuela, y el industrial zapatero le contestó:

—Simplemente llegué a Venezuela, a esta tierra que le doy todos los días infinitas gracias por haberme recibido con los brazos abiertos, porque tenía un hermano que ya se había instalado en este país.

Los nazis, como se sabe, entraron a Polonia en septiembre de 1939: se están cumpliendo ochenta años de ese episodio. Entraron sus soldados en autobuses a Varsovia con letreros que decían bien grande «VAMOS A MATAR JUDÍOS». No es que Cesia lo leyó en un libro o en los periódicos, no. Eso se lo ha contado una testigo que tiene hoy en día más de 90 años y vive en Israel, prima hermana de Ruth. Pasó por todo eso y se lo ha contado a Cesia y a su hermana menor, quien también vive en Israel.

No ha pasado tanto tiempo. Aunque las imperdonables provocaciones de Hitler habían comenzado en Checoslovaquia, con la invasión a Polonia fue que se desató la Segunda Guerra Mundial. En Könin de inmediato se dedicaron a enviar a los judíos a unos guetos amurallados, ya que todavía no contaban con el recurso de los campos de concentración. Ese era el pueblo del padre.

Al abuelo de Cesia se le ocurrió que lo mejor sería huir a otro pueblo. Lo hizo en una carreta y se llevó a toda su prole, dirigiéndose a Kosminek, donde tenía familiares. Allí, entonces, se conocieron Ruth y Ezra. Luego se separaron. Había tres guetos en las cercanías. Los repartieron en ellos.

Luego fue Auschwitz, donde los nazis aprovecharon la infraestructura de una vieja base militar para montar su maquinaria de asesinar. Ese nombre, Auschwitz, es una germanización del original en polaco. Los alemanes se construyeron alrededor unas grandes casas y se instalaron allí con sus esposas. Casas de lujo mientras esclavizaban y mataban judíos.

Los alemanes habían entrado en Könin justo cuando se celebraba el año nuevo judío, de modo que la comunidad estaba reunida en las sinagogas; luego se encerró en sus casas a rezar. Cuenta Cesia:

—Pero qué va, los agarraban. Pusieron a los más viejos a limpiar las calles. Empezaron a torturarlos. Mi abuela por parte de padre se veía mayor aunque tenía solo 40 años: una cara desvencijada. Era bien humilde, llevaba una vida dura para alimentar nueve bocas de cada uno de sus hijos. Los nazis los agarraron, y con ellos, al hermano menor de la familia y a la hija mayor. Los seleccionaron de primeritos.

Eso cuenta Cesia. Y cuenta que oficiales nazis preguntaban a los padres de familia: ¿va con su hijo a la cámara de gas o usted lo deja y yo lo tomo y lo tiro por la ventana? Hubo quienes dejaron marchar a sus hijos sabiendo que los iban a matar, pero la verdad es que quienes aceptaron eso quedaron muy marcados sicológicamente. Dice Cesia:

—Le pasó a una prima de mi mamá, dejó ir a su hijo y se volvió loca. Pasaron cosas que desde el punto de vista humano no hay cómo explicarlas. Eso lo vivieron mis padres.

Hablaban los nazis de la nueva tierra o patria para los alemanes. Había que darles esa tierra pues, según ellos, se las debían desde la Primera Guerra Mundial. Ezra y Ruth, cada uno por su lado, trabajaron como esclavos. Cada vez que los alemanes buscaban a alguien para un trabajo, Ezra levantaba la mano. ¿Necesitan un herrero? Voy. Lo que fuera, porque sabía que en ello le iba la sobrevivencia. En su barracón se acostaban los reos a dormir y muchos amanecían muertos.

Ruth cosía: trabajaba con una prima en una fábrica de ropa. Hacían unos zapatos de paja. Una paja que permitía un trenzado muy fuerte.

—Un día mi madre vio, en un documental, a soldados rusos caminando con ese tipo de zapatos que ella cosía. También cosía los botones de los uniformes de los nazis. Las mujeres eran costureras. Era una lotería trabajar de costureras. A otras las usaban para trabajos peores. Y algunas debían hacer de prostitutas, las más guapas. Y luego las mataban. A las mujeres les rapaban el pelo, tenían que caminar desnudas de una barraca a la otra. Un baño para 300 personas.

Cesia no tiene la cuenta completa de sus familiares muertos durante la guerra porque era una familia muy grande. Dos tíos, hermanos de Ruth, se habían ido a la Palestina de ese entonces antes de la guerra: seguramente se marcharon advertidos por los del grupo de Zeev Jabotinsky, principal ideólogo de la corriente sionista revisionista (murió en 1940), quien iba de pueblo en pueblo anunciándoles a los judíos que los rusos venían a matarlos con su política de los pogromos o linchamientos masivos, que acicateaba el estalinismo.

—Yo no supe lo que es tener abuelos.

Se reencontraron Ruth y Ezra después de la guerra. Al padre le ocurrió lo que narra Primo Levy en La tregua. Cuando lo agarraron los rusos, una vez tomado el control del territorio en 1945, estaban por llevárselo a Siberia y él no sabía nada, nada de ninguna condena. Pero estaba condenado. Sin embargo, pudo escaparse. Le contaba a Cesia que los rusos agarraban a cuanto alemán viesen por el camino y lo mataban.

Por otra parte, también hubo muchos rescatados de los campos de exterminio que murieron al atragantarse con la comida que les daban, de lo desesperados que estaban.  Otros quedaron dando tumbos sin rumbo, sin ayuda, sin casa, sin familia.

Dos varones y dos hembras murieron en Auschwitz, hermanos de Ezra (tal vez el reportero citado al principio se equivocó). A un cuñado, el esposo de Fela, partisano, lo mataron entre los primeros. Por parte de Ruth murieron una hermana y los padres.

 

EL REFUGIO

Llegó la familia a Venezuela en 1953. Las dos hijas, Cesia y Judith, solo hablaban hebreo. Fue traumático para ellas enfrentarse con una cultura diferente, un idioma completamente desconocido. Y para la mamá fue un drama. Vivieron cerca de la esquina de Mamey, iban de compras al mercado de Quinta Crespo y a Cesia jamás se le olvidará la delicia de merengada de lechosa con huevo que vendían justo a la entrada. ¡La cosa más rica del mundo, con canela y huevo crudo batido! Daban una ñapita, lo que quedaba en la licuadora, en un vasito aparte y ese era el que engullía la niña. Ruth llevaba un diccionario polaco-español, se perdía en las calles con sus hijas y se ponía nerviosa. Al principio fue fuerte esa condición de inmigrante.

Ezra trabajaba de zapatero remendón hasta la madrugada para que sus hijas estudiaran, Les inculcó desde chiquitas:

—Ustedes van a estudiar lo que yo no pude estudiar.

Era un maestro zapatero, había aprendido el oficio desde los 13 años en Könin, por las mañanas, mientras estudiaba por las tardes. Era una tradición familiar. Dice Cesia:

—Mi papá amó muchísimo este país. Le dolió en el alma cuando este galáctico [se refiere a Hugo Chávez] se convirtió en presidente.

Tenía razones para amarlo, al país. Sacó adelante a su familia desde su condición de zapatero remendón hasta convertirse en el proveedor de botas especiales para los obreros de PDVSA, Empresas Polar, Cadafe, La Electricidad de Caracas y Metro de Caracas. También fabricaba botas militares de la mejor calidad. Cierto: suena como una terrible paradoja esto último. Era propietario de Calzados Unión, intervino en la comisión que redactó las normas Covenin que rigen la industria del calzado de seguridad. Su gran orgullo era, sin embargo, su hija Cesia —así se lo comentó al reportero de Noticias de la Industria—, quien a la sazón era directora de Estudios Hispanoamericanos en la Universidad Central.

Cesia estudió en el Moral y Luces y se convirtió en una mujer de inquietudes, atenta a las bellas artes, lectora voraz. Parió dos venezolanas con su primer marido, Nora y Noemí, ambas profesionales hoy en día por la UCV. Su cotidianidad en su apartamento de Los Palos Grandes está marcada por sus cuatro nietos, sus dos libros el de Jorge Negrete y este otro de la saga familiar— y su actual amor, el mexicano Luis González Flores.

Lo otro es administrar y promover la obra que dejó Alizo.